sábado, 10 de diciembre de 2011

UTOPÍA

“En la utopía de ayer, se incubó la realidad de hoy, así como en la utopía de mañana palpitarán nuevas realidades” José Ingenieros

“La utopía es el principio de todo progreso y el diseño de un futuro mejor” Anatole France

“La utopía de un siglo a menudo se convirtió en la idea vulgar del siglo siguiente” .Carlo Dossi

En esa gran Facebook de los ricos y famosos iberoamericanos, que es la revista HOLA, se publicó hace poco una foto que tiene como escenario la mansión de una acaudalada dama de la alta sociedad caleña. En una de ellas, con la ciudad de Cali al fondo, la susodicha aparece sentada en compañía de otras tres mujeres también sentadas (al parecer todas parientes suyas: madre, hija y nieta). Dos de las mujeres están en sendos sofás y las otras dos en sendas tumbonas. Mobiliario y personas están dispuestos de una forma perfectamente simétrica. Detrás de todo este cuidadoso decorado, y equidistantes a una palmera que parece dividir la foto en dos mitades exactamente iguales -como de alfombra persa-, aparecen uniformadas de blanco, mirándose una a la otra, y de perfil a la cámara, dos empleadas negras portando bandejas con lo que parecen ser lujosos servicios de plata. Las dos se adivinan en total inmovilidad y con los brazos en ángulo recto, lo que les da un aire de efigies en permanente posición de ofrendar a los dueños de casa.



La foto, por supuesto, ha causado airadas reacciones provenientes de diversas fuentes: ciudadanos del común, redes sociales, organizaciones antirracistas, medios de comunicación, etc… No era para menos. Es cierto que sólo una de las muchas fotos que la revista publicó de la señora caleña y su mansión incluye el elemento de la servidumbre como parte de la escenografía; también es cierto que, aunque la señora nunca lo dijo en la entrevista radial que le hicieron a propósito de la polémica desatada, la idea pudo no ser de ella, sino de los periodistas productores del reportaje; y hasta puede ser cierto que -como ella afirmó- la familia quiere mucho a las dos empleadas y les prodigan un trato deferente; todo eso puede ser cierto, no obstante, al mirar la foto de marras, queda una sensación de indignidad, de humillación.

Más allá de las justificaciones o crucifixiones sobre un acto que nunca sabremos si fue inocente o ruin, queda la reflexión acerca de la prudencia, el tacto que debería acompañar no sólo a ese tipo de eventos de mayor calado, sino a todas las acciones cotidianas posibles. La vida en comunidad colombiana ha estado en jaque desde siempre, y las actitudes tendientes a la reconciliación -no sólo en el aspecto racial- pueden ser la clave para centrifugarnos del círculo vicioso de exclusión, pobreza, odio y violencia en el que giramos vertiginosamente como ratones mordiéndose su propia cola.

Por otro lado, ¿qué cara podemos dar en el exterior (en España, por ejemplo, donde circula mayoritariamente la revista) si ofrecemos esa imagen feudal –para no hablar de esclavista- en pleno siglo XXI? Aún con la molestia que puede causar el hecho de que unos españoles que no conocen ni nuestra historia ni nuestra realidad (y que ni siquiera han visitado a Colombia) se conviertan en defensores de la guerrilla bárbara, narcotraficante y terrorista que sufrimos desde hace cincuenta años, poco podemos rebatirles si lo que llega a sus manos es la ilustración fotográfica de dos mujeres negras paradas, cual estatuas, a la espera del chasquido de los dedos del jefe blanco. Muy pocos países en el mundo tienen una imagen más deteriorada que Colombia, y si no hacemos nada por mejorarla bien podríamos, por lo menos, no hacer tanto por empeorarla.

A todas estas, el fotógrafo italiano que registró las imágenes, quizás aprovechando que el suceso ocurrió en ese inmenso traspatio llamado América Latina, minimizó el asunto: “Debió ser idea de alguien de nuestro equipo, las señoras aparecieron por ahí para poner un café y a alguien se le ocurrió que se pusieran ahí. No hay que darle más vueltas”. Estoy seguro de que si esa misma idea se le ocurre en Europa al ingenioso fotógrafo (en la casa de algún multimillonario que se dé el lujo de tener servidumbre; también en España, digamos), las señoras de la casa habrían salido fotografiadas con curiosos tocados de plata en la cabeza: bandejas, jarras y azucareras 0.925 habrían sido sus inusuales sombreros. Carmen Miranda les habría quedado en pañales.

Eso en lo concerniente a la imagen externa que proyectamos con este tipo de incidentes. Pero en cuanto a la imagen interna la cosa es todavía más espinosa: Cali es la ciudad con la mayor población negra del país, y enormes franjas de miseria de la ciudad son ocupadas por asentamientos de marginados en los que predomina justamente esa raza, la negra. A pesar de que no es precisamente en la compra de la revista HOLA que esas personas gastarán sus exiguos ingresos, las noticias sobre este tipo de ultrajes se riegan como pólvora, y no demoran en estallar voces indignadas que se encargan de propagarlas. Pero además, lo más importante: toda la situación va contra la dignidad humana: las personas no pueden rebajarse al nivel de ornamentos, de simples objetos, por mucha plata y poder que tenga su empleador. Lean el modesto título del reportaje: “Las mujeres más poderosas del Valle del Cauca (Colombia) en la formidable mansión hollywoodiense de Sonia Zarzur, en el Beverly Hills de Cali”.

Estas dañinas actitudes exhibicionistas ya ni siquiera tienen excusa. Si hay personas poderosas que quieren ostentar sus posesiones para así, supongo, valer más, o compensar alguna minusvalía profesional, social, humana -o la que sea que padezcan-, ya un señor llamado Mark Zuckerberg inventó una (también) poderosa herramienta para hacerlo: se llama Facebook, y allí cualquiera puede abrir un perfil, agregar amigos, presumir de sus bienes materiales a través de fotografías, y dirigir todo ese alarde de superioridad hacia un círculo cerrado de amistades de su mismo nivel, conjurando así el pavor de que éstas se estén formando una imagen disminuida de sus capacidades económicas o sociales.

De ese modo se evitarían resentimientos innecesarios en un país que ya tiene demasiados, justificaciones a la barbarie guerrillera, mala imagen en el exterior y, sobre todo, atropellos públicos a la dignidad humana. Dignidad que se gana realmente con acciones no excluyentes, y no tanto con la -actualmente de moda- exagerada y casi absurda corrección de raza, género y otras tonterías, que sólo sirven para desviar la atención de la verdadera segregación: nada ganamos refiriéndonos a las personas de raza negra como “afrocolombianos y afrocolombianas” si los ponemos como adornos de carne y hueso para solaz de los casquivanos lectores de frívolas revistas foráneas.

Y aunque probablemente nunca se logre en ninguna sociedad del mundo una igualdad como la que nos presenta el británico Tomás Moro en su legendaria Utopía, cualquier paso que demos en esa dirección debe contribuir a una mayor concordia entre y al interior de las sociedades y sus subgrupos. En Utopía, la isla fantástica de la novela, no había clases sociales; todos eran iguales y cualquier ostentación era rechazada y mal vista por la comunidad. Pero, bueno, recordemos que Utopía quiere decir no-lugar, o lugar que no existe. Y, por ahora, así es.

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