Lo que faltaba: gota. Sucedió hace unas tres semanas, cuando me
despertó un intenso dolor en el pie derecho. Mi papá, un médico retirado, al
ver mis rencos desplazamientos por su casa -adonde había ido de visita por esos
días-, no dudó un instante en diagnosticarme un ataque agudo de gota: al dolor de
tortura medieval lo acompañaba la hinchazón y enrojecimiento de la zona
afectada (que, por lo demás, se trataba del sitio clásico del 90% de primeros
ataques de gota: la primera
metatarso-falángica del pie).
A pesar de mi posición escéptica contra
todo tipo de superstición, en estos casos médicos he estado tentado a temer por
una conspiración astral contra el inofensivo hecho de que disfrute de uno de
los placeres más grandes del mundo: tomar un trago (o dos, o muchos).
Todo empezó en el colegio, en quinto de bachillerato; una
mañana, durante el segundo recreo, empecé a ver por el rabillo del ojo unas
figuras extrañas, vaporosas, que paulatinamente iban aumentando y se iban
desplazando hacia el centro de visión, hasta hacer difícil el simple acto de
leer o detallar algún objeto. Inmediatamente después me atacó un atroz dolor de
cabeza, que me convenció, a la sazón, de lo poco imaginativo que resultaba
Dante en su descripción de los nueve círculos del infierno. Jaqueca o migraña fue el diagnóstico.
En aquel momento, con las primeras prohibiciones, entré al
aburrido mundo de los adultos: la pizza, los quesos, los chocolates, los
helados, las coca-colas, los cheetos estarían,
en adelante, vedados. Y también el vino tinto. Aunque un adolescente
colombiano de 1984 no era propiamente un bebedor de vino tinto (y yo no era la
excepción), la mera prohibición me dejaba un pequeño sinsabor, que no hacía
sino aumentar el enorme sinsabor que me dejaban las demás prohibiciones a esas
otras exquisitas muestras de sibaritismo adolescente.
Afortunadamente decidí, como buen
adolescente colombiano de 1984, desobedecer olímpicamente las recomendaciones
médicas, con la consecuencia de que los repetidos ataques iniciales se hicieron
cada vez más esporádicos: ahora sólo los sufro muy raramente, se limitan a la
primera parte del acceso (sólo la sicodélica visión de las figuras fantasmales,
sin el subsiguiente dolor), y sin relación alguna con el consumo de los
alimentos contraindicados.
Años después vino la segunda embestida prohibicionista.
Después de sufrir frecuentes dolores estomacales en la oficina, me remitieron a
la clínica Santa Fe, donde, una vez sometido a los más indignos procedimientos
(deambular de una dependencia a otra con mis vergüenzas apenas cubiertas, para
después culminar en una camilla metálica donde me practicaron una humillante
lavativa con un líquido rosado), me diagnosticaron colon irritable: “se trata de una enfermedad
incurable, señor Rosales, y la única forma de prevenir futuros malestares es
con una estricta dieta, así que evite el consumo de los siguientes alimentos”.
Y ahí me dispararon un régimen alimenticio que excluía el 99% de los alimentos
disponibles en el planeta Tierra: legumbres secas, charcutería, melón, plátano,
pescados grasos, café con leche, pan, caldos, frituras, mantequilla, gaseosas,
pimienta, huevos…Hasta mascar chicle (pocas veces en mi vida he visto una lista
más exhaustiva). Y, por supuesto, alcohol.
Esta vez me sacó del apuro la mediocridad
que un empleado oficial, como lo era yo entonces, fácilmente traslada del
trabajo a la obediencia de las prescripciones médicas: dos semanas después del
diagnóstico mi cuñado y yo inaugurábamos una temporada de vacaciones en la que
protagonizamos innúmeras bacanales dionisíacas, además de pantagruélicas
jornadas en cuanto restaurante se cruzaba en nuestro camino. ¿Resultado?: los
malestares abdominales desaparecieron como por ensalmo; y desde entonces nunca
he vuelto a tener una crisis como la padecida en la oficina.
No obstante, la enófoba conspiración sideral me reservaba un
embate demoledor: el corazón. A finales de 2004, después de una parranda
babilónica de dos días, tuve la brillante idea de jugar un partido de fútbol 5 en
el sofocante calor de las dos de la tarde de Barranquilla. Después de un pique por
la punta derecha empecé a sentirme extraño; los latidos del corazón cobraron
una presencia sobrenatural: podía sentirlos claramente, sin necesidad de
tocarme el pecho, y su irregularidad era evidente. Volé a la clínica donde,
después del aspavientoso recibimiento de un médico novato, terminé en la unidad
de cuidados intensivos.
Tres días de chequeos más tarde, y con un diagnóstico de fribrilación auricular bajo el brazo, me enfrenté a la
inminente realidad abstémica, encarnada en un cardiólogo de ascendencia árabe:
“señor Rosales, usted no debe tomar más de un trago por día. De hecho le
aconsejo que se acostumbre a tomar cervezas sin alcohol”. Habrase visto
semejante estupidez: cerveza sin alcohol. En ese momento recordé la aclaración
que le hizo un caballero de mediana edad a su novia mucho más joven, cuando
ésta, mientras los dos se tostaban al sol en la piscina del hotel Santa Clara de
Cartagena, pidió una piña colada sin alcohol: “tú lo que quieres es un jugo de
piña de treinta mil pesos”, le dijo.
Tuve, entonces, que recurrir al viejo truco
que consiste en recorrer médicos y médicos hasta dar con el que diga lo que uno
quiere oír. Así fue como atiné con un cardiólogo que me autorizó a tomar un
número de tragos razonable por noche. Con la aquiescencia de mi nuevo compinche
empecé a explorar el campo minado de los convalecientes del corazón. Al
principio me limitaba a cuatro tragos por noche. No pasó mucho tiempo para que
incrementara esa cantidad al doble. Y no alcanzaron a transcurrir tres meses
antes de que tuviera la borrachera más feroz que han visto mis cuarenta y
cuatro años de existencia. Al otro día, sin embargo, y en contravía de
las terroristas advertencias del galeno fundamentalista, mi corazón latía con
la regularidad de un reloj atómico.
Casi ocho años, incontables borracheras, y cero arritmias
después vino el asunto de la gota. El
reumatólogo, desde el principio, embistió con la furia de un toro de lidia:
eliminar el trago, las carnes rojas, los mariscos, los pescados azules (en
realidad las proteínas en general), además de algunos vegetales: coliflor,
espinaca, garbanzos… (¿Han notado que, de seguir los consejos médicos, a estas
alturas mi única alternativa alimenticia consistiría en unirme al primer hato
de ganado que viera y acompañar a las vacas en la monótona actividad de rumiar
durante todo el santo día un enorme bolo de hierba?).
Nunca en toda mi vida he oído palabras con mayor indiferencia
como se las escuché a aquel reumatólogo. Lo de la gota era
la gota que amenazaba con rebosar la copa de mi paciencia sanitaria, por lo que
decidí tomármela fondo blanco. De
modo que, sin los prudentes rodeos acostumbrados, salí del consultorio del
despótico especialista directamente al restaurante de rodizio a atiborrarme de carne de res y vino
tinto.
Espero que, con todas esas abundantes
demostraciones de perseverancia y tenacidad espirituosas, les quede claro a los
astros que su aburrido complot de sobriedad me tiene sin cuidado.
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