Perdónenme que insista, pero es que este gobierno es una farsa.
Así lo dejé entrever en una de mis columnas anteriores, en la que expresé mis
reservas acerca de los reales alcances y motivaciones de Santos Calderón,
si bien al mismo tiempo reconocía un enfoque equilibrado acerca del conflicto
interno dado por su gobierno. El aparente contrasentido se explica en el hecho
de que, en mi opinión, al presidente lo único que lo mueve es su obsesión con
hacerse a una página privilegiada en los libros de historia patria. Puede que
el hecho de pertenecer a la familia más poderosa del país lo rete a ser algo
más que un simple presidente de la república, y eso hace que busque, a como dé
lugar, ser el gestor de un hecho trascendental en la historia colombiana. El
inconveniente radica en que esa búsqueda está sustentada en una megalomanía
maquiavélica, bastante lejana del desinteresado sacrificio de sus admirados
Franklin Delano Roosevelt y Winston Churchill.
El estratégico equilibrio entre ofensiva
militar y puerta abierta al diálogo es, además de una oportunidad legada por la
terquedad del gobierno anterior -que no aprovechó el debilitamiento militar de
la guerrilla para proponer una salida negociada-, sin duda fruto de una
acertada asesoría y es, también, probablemente el único camino hacia la
resolución del conflicto. La ley de restitución de tierras constituye otro hito
en la reivindicación de derechos de los oprimidos. Las cien mil casas de regalo
se revela como la política social más ambiciosa de la historia reciente de
Colombia. Y así… El problema es que todas esas iniciativas parecen concebidas
como simples golpes mediáticos, y no como verdaderas soluciones al mejoramiento
de la calidad de vida de los ciudadanos.
Ninguna de las tres iniciativas mencionadas anteriormente ha
mostrado un avance significativo –o algún avance, si somos más estrictos-, y
todo parece hacer parte de un gran montaje mediático. De hecho, los reveses del
gobierno actual son manejados de igual manera. Digo reveses para no hablar de
sinvergüencerías; diferentes escándalos siguen un patrón repetitivo; parecen
calcados: cuando se intentó gravar con IVA algunos productos de la canasta
familiar, el presidente se hallaba convenientemente lejos (por allá en China,
creo) y, una vez estalló el escándalo, volvió apresuradamente a condenar la
medida y hacer saltar –en medio de la más descarada pirotecnia mediática- a
unos cuantos fusibles burocráticos de menor orden.
Hoy, cuando se aprobó la grotesca reforma a
la justicia, y casualmente se encontraba de nuevo por fuera (en Brasil esta
vez), regresó precipitadamente a ofrecer una alocución en la que censuraba la
nueva ley, confeccionada –según dio a entender- a sus espaldas (Y, de ser así,
¿qué clase de timonel sería ese que no bien da media vuelta cuando sus propios
ministros le desobedecen? Por otro lado, ¿saltarán los tacos de Esguerra y
Renjifo, o las incongruencias del presidente nos demostrarán que existe algo
infinito además de la estupidez humana?).
Paradójicamente son los mismos medios los procuradores que han
destapado las farsas de estos últimos dos años. Pero no hablo de diarios
nacionales ni noticieros de televisión; hablo de los nuevos medios: las redes
sociales Twitter y Facebook ya han demostrado que su capacidad de
convocatoria –derivada de su inmediatez y carácter democrático- llega al
extremo de desestabilizar gobiernos; e incluso tumbarlos. El efecto bola de nieve de
estas herramientas mediáticas hace que simples observadores, sin más capital
que su número de seguidores –dispuestos a replicar en un efecto dominó sus
denuncias – se conviertan en los mejores fiscales de, por ejemplo, congresistas
que quieren devolvernos a tiempos de Pablo Escobar, cuando peligrosos asesinos
se pavoneaban con sus delitos a cuestas gracias a la inmunidad parlamentaria
que hoy se pretende revivir.
Ahora, cuando Twitter y Facebook destaparon la olla podrida, la jaula
de orangutanes de la reforma, resulta que nadie tuvo la culpa. Los altos
dirigentes marcan los estilos de sus organizaciones; y el nuevo estilo de los
dirigentes del país es el mismo que ha rubricado Santos Calderón: indignación
hacia sus propias acciones y transferencia de culpas a espectrales culpables;
así lo hizo Juan Lozano, el presidente del partido de La U con el asunto de Merlano; así lo acaba de
hacer Simón Gaviria, presidente del partido Liberal,
justificando, además, su firma al texto de la reforma en el hecho de no haberlo
leído (es para reírse a carcajadas, por su cinismo o por su irresponsabilidad e
incompetencia). Y eso sucede porque así lo hace Santos siempre. No quiero ni
pensar en que lleguemos a añorar el anterior estilo, el de las bravuconadas, el
de “esto es así y punto”; al menos era más honesto, aún en medio del mar de
corrupción en que navegaba.
Es irónico que -como nos lo muestra el director David Fincher en
su excelente película Red Social- la aventura fortuita de un adolescente
borracho (Facebook)
haya derivado en una poderosa herramienta de denuncia social, cuyo éxito,
además de ser un acontecimiento empresarial de antología, engendró esa otra más
poderosa herramienta llamada Twitter, mientras
que la ambiciosa empresa política de un potentado aristócrata está a punto de
naufragar en un océano de pifias, desaciertos, mentiras, frivolidades, crímenes
y mezquindades.
A los dos, a Santos y a Zuckerberg –el creador de Facebook-, los movía lo mismo: la vanidad, el ego.
Pero una cosa es que un arrebato vanidoso ayude a hacer más entretenida la vida
de ochocientas millones de personas, y otra que muy diferente que hunda a
cuarenta y cinco millones en la desesperanza y la miseria.
Santos de todos modos superó sus propias
expectativas: no puso a chillar solamente a los ricos, sino que puso a chillar
a todo el país, con excepción de los bandidos que firmaron la infame reforma a
la justicia. Y, muy a su pesar, no sólo está a años luz de las leyendas de
Churchill y Roosevelt, sino que ni siquiera le alcanza para llevar a feliz
término la sucia maniobra de Kissinger, según la cual, para solucionar un
problema primero hay que crearlo: este señor no engaña a nadie con sus
discursos indignados y sus trinos oportunistas ; y cada día se hunde más, junto
con su gobierno, en un pantano de frivolidad e incompetencia.
El tiempo no se detiene. Twitter tampoco.
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