Acabo de terminar Líbranos del bien, la reveladora novela del escritor
vallenato Alonso Sánchez Baute. Y digo reveladora porque pocas veces en este
país es posible encontrar un trabajo tan serio y bien documentado: nuestra
historia -nuestra trágica historia-, cuando no es contada casi que a manera de
chisme en noticieros y periódicos -que pronto serán esos, los de ayer, los que
nadie quiere ya leer-, suele ser contada por novelitas de tres pesos que venden
el viejo truco de la apología de los rufianes y se olvidan del otro lado de la
historia: el que cuenta por qué esas personas terminaron cometiendo todos esos
actos infames.
En Líbranos del bien,
en cambio, se nos presenta la complejidad de la naturaleza humana, en muchas de
cuyas manifestaciones se encuentra la explicación de lo que le pasó a
Valledupar -uno de los pocos remansos de paz que le quedaban a Colombia-, y
particularmente a dos de sus hijos. Injusticia social, odio, venganza, miedo,
abandono, ambición, egoísmo, pereza, aburrimiento, discriminación y vanidad son
algunos de los elementos abordados en la obra; los que, revueltos en el
recipiente del entorno adecuado, derivan en el coctel molotov que todos conocemos. Y, transversal a
toda la historia, Sánchez Baute nos ofrece una y otra vez variaciones de una
misma conclusión. De entre todas esas escogí la que sale de la boca del
personaje Josefina Palmera de Pupo: “en nombre del bien siempre se termina haciendo el mal“.
Confieso que una vez terminada la lectura,
y a la luz de la sentencia de Josefina Palmera (de donde se inspira el título
del libro), ahora no puedo evitar mirar hasta las mínimas cotidianidades a
través de ese cristal. En una escala astronómicamente menos sanguinaria, pero
no por ello exenta de violencia social, pienso -por ejemplo- en un incidente en
el que me vi involucrado el fin de semana pasado a la salida de un club
nocturno (cuyo nombre no-voy-a-men-cio-nar).
Aunque ustedes no lo crean, fui robado por el mismo personal de
seguridad del establecimiento. Aprovechando la alta madrugada, el nivel de
alcohol presunto de quienes abandonan las instalaciones que ese mismo personal
debe proteger, y la invulnerabilidad transitoria que les confiere el uniforme
(a la mañana siguiente, en sus barrios, son unos mequetrefes del común), estos
sujetos arrebatan los celulares de los clientes que “dan papaya” y, luego,
valiéndose de un juego de manos digno del mejor prestidigitador, lo pasan a
otro bouncer (¿boxer?).
El atracado se queda, por supuesto, hablando solo, en abierta desventaja
numérica, y expuesto a los empellones o golpes del personal “de seguridad”, si
es que incurre en la temeridad de reclamar. (A propósito de “dar papaya”:
Sánchez Baute aborda también este fenómeno ["el mundo es de los avispados"]
en su libro: la cultura del vivo, del avispado, está tan extendida en este país
olvidado de dios, que nos sentimos totalmente derrotados, impotentes, frente a
situaciones como la descrita arriba: la culpa ya no es del ladrón, sino del
robado: por “dar papaya”; de hecho, un par de amigos, cuando les conté el
suceso, soltaron la frase lapidaria: “diste papaya“).
A los propietarios de este tipo de lugares -buenas personas
ellos- sólo les interesa ganar plata con su club nocturno, y los tiene sin
cuidado desentenderse de los incordios que acarrea un negocio de esta
naturaleza. La solución más fácil es contratar a una caterva de orangutanes
que, investidos de la pequeña autoridad del control de la entrada, se creen la
materialización del boina verde John Rambo. En teoría lo que estos empresarios
buscan es protegernos con un equipo de seguridad; en la práctica es dejar que
ese equipo haga el trabajo sucio, a cambio de conferirles la autoridad de
abusar de los mismos clientes de los que, irónicamente, se enriquecen (en el
historial de abusos de los bouncers de clubes nocturnos probablemente esté
incluido cualquiera que haya asistido a un sitio de estos). La complicidad de
los medios de comunicación y de una sociedad apabullantemente esnobista, que
convierten a ese tipo de sitios en objetivos “aspiracionales” contra los que
pocos cometen el suicidio social de resistirse, hacen el resto.
Así como el razonamiento de los aristócratas vallenatos de Líbranos del bien, quienes, no importándoles las
condiciones miserables en que vivían muchos de sus coterráneos, y sintiéndose
olvidados por el Estado -protector exclusivo de las élites encerradas en la
torre de marfil de Bogotá-, contrataban al paramilitar Jorge Cuarenta para
que los defendiera del guerrillero Simón Trinidad -quien, a su vez, pretendía defender,
a su manera, a esos mismos coterráneos abandonados por el Estado y los
aristócratas, así mismo es el razonamiento de otros grandes “prohombres”
colombianos. O -más bien- es peor, porque a estos otros, los privilegiados del
Establecimiento, no los abandona nadie; ellos, los grandes banqueros o dueños
de empresas de telefonía celular -digamos-, pregonan que siempre están pensando
en nuestro bienestar; y es por eso que interponen, entre sus corporaciones y
nosotros, unos amables y considerados call-centers, cuya
función hipotética es facilitarnos la vida, pero cuyo objetivo real es
entorpecer cualquier intento de reclamación de nuestra parte y perpetuar los
contratos leoninos que nos atan a sus organizaciones.
(La última vez que quise deshacerme de la
hemorragia mensual de la cuota de sostenimiento de una tarjeta de crédito que
no usaba, no me permitieron hacerlo directamente en la oficina respectiva, y,
en cambio, me remitieron a “nuestra línea de servicio al cliente”, donde, por
“mi seguridad”, y para poder cancelar la tarjeta, debía “validar una información”;
lo cual consistía en contestar sin errores -entre otras preguntas absurdas-
cuál había sido la última transacción de una cuenta -sin relación alguna con la
tarjeta- que no usaba desde hacía más de diez años).
Por lo tanto, concluyo con Sánchez Baute
que, por favor, dios, si existes -y finalmente te acuerdas de nosotros- ojalá
no te dediques a librarnos del mal: al fin y al cabo somos colombianos y de eso
sabemos alguito. Más nos vale que nos libres de las aguas mansas de los
empresarios abusivos, que cada vez nos ofrecen -y nos cobran- más y más
servicios supuestamente por nuestra conveniencia, pero que sólo protegen sus
propios intereses. Y por supuesto que nos libres de esos sacrosantos mesías que
cualquier día resuelven conformar, “para nuestra protección y salvación”, un
ejército de criminales cuya única misión es no dejar títere con cabeza ni
piedra sobre piedra. Sí, por favor, mejor líbranos del bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario