En Alicia en el país de las maravillas, como todos
sabemos, se lleva a cabo una celebración peculiar: el Sombrerero Loco y
sus secuaces celebran 364 de los 365 días del año; celebran el “no-cumpleaños”.
Es la lógica de la historia: casi todo ocurre al contrario de lo que esperamos
los lectores, que no estamos, como ellos, en el país de las maravillas (aunque en Colombia…).
Y a pesar de que la mayoría de celebraciones a las que nos
somete esta sociedad consumista (dónde todos los días del año estamos
celebrando algo diferente: el día del ingeniero, el del amigo, el de la mujer)
son estúpidas, el hecho de celebrar prácticamente todos los días un mismo
evento, como el Sombrerero y sus amigos, hace que la efeméride de
turno pierda todavía más su gracia. Y eso es exactamente lo que siento cada vez
que prendo el televisor y lo primero que aparece en la pantalla es la cara del
futbolista argentino Lionel Messi.
Se volvió parte del paisaje. Y es sabido
que cuando vemos todos los días lo mismo, por muy hermoso o imponente que sea,
termina resultándonos indiferente. Como a los parisinos la torre Eiffel. Esa
misma sociedad de consumo, que nos obliga dar en el día de la secretaria un
abrazo y un regalo, a cual más de hipócrita de los dos, es la misma que nos
convence de que debemos sentir placer de ver todos los días el mismo partido; y
de que debemos entrar en un éxtasis cotidiano cuando nuestro equipo obtiene una
victoria. Igual que si, vistiendo un camiseta que dijera “breakfast”,
celebráramos a rabiar cada desayuno (aunque en Colombia…).
Cuando yo tenía 14 ó 15 años, a no ser por
los mundiales de fútbol, ver un partido televisado era todo un acontecimiento.
Las cosas no funcionaban con la milimétrica programación de ahora: las
transmisiones siempre eran inciertas, y cuando se rumoreaba que televisarían
algún juego (cualquiera, no importaba) siempre había revuelo en el grupo de
amigos tratando de decidir en dónde se vería: si en la casa de fulano, donde
estaba el televisor más grande (19 pulgadas), o en la de mengano, donde entraba
mejor la señal (por lo regular lluviosa, con fantasma, granulada y con muchas
interrupciones).
La hora era otra incógnita: no había
internet, y era difícil saber si la hora anunciada en el rumor correspondía a
la local o a la del sitio donde se jugaría el partido; tampoco era fácil
establecer a ciencia cierta las diferencias horarias. Con todo, no era nada
raro que finalmente, solventadas la mayoría de las dudas, llegada la hora del
juego empezara un programa de concurso en un canal y una novela en el otro,
agotando así las únicas dos posibilidades de la época.
Para ver un amistoso Argentina-Brasil fácilmente podían pasar
años. Hoy, en cambio, todos los días hay un partido trascendental que es
televisado en hight definition.
Y, todos los días, un grupo siempre creciente de sagaces fanáticos logra la
proeza diaria de pasar a la posteridad por ver uno de los 365 “el juego del
año” anuales; una de las 365 finales reales o “finales anticipadas” de 2012. O
que consigue sentirse parte de una de las muchas familias de hinchas a los que
una persona promedio pertenece en los tiempos que corren. O tenerse como un ser
superior por 24 horas y agregarle otra celebración a ese día, la que compartirá
alegrías con el día del concuñado, o con el del neumólogo infantil.
Hace poco, con motivo de la circense -y
frustrada- devolución de las estrellas de Millonarios, leí que desde el año
1988 ese equipo no gana un campeonato. Cuando comenté que eso era imposible,
pues el año pasado había visto a una horda de borrachos ataviados de camisetas
y banderas azules en el parque de la 93 de Bogotá, me aclararon que se trataba
de otro campeonato diferente (¿liga? ¿copa?) que corre paralelo a los dos que
se celebran anualmente, y que se suma a una tal Recopa nacional (que hace poco
disputaron Junior y Nacional) y a los otros torneos internacionales que con el
tiempo se adicionaron a la Copa Libertadores: la copa Merconorte, la Mercosur,
la Recopa, la Supercopa, el Mundial de Clubes.
A lo anterior hay que agregar los torneos
de selecciones nacionales, y los múltiples torneos que también juegan los
equipos de las ligas española, inglesa, italiana y argentina, los cuales
cuentan con hinchas colombianos que conocen al dedillo su situación en cada uno
de esos torneos. Si mis cuentas no me fallan, el excepcional juego entre el
Barcelona y El Real Madrid se disputa unas 180 veces al año. Y si no son las fotografías
de los pelmazos de Messi o Cristiano Ronaldo las que ganan diariamente la
primera página del periódico, son las de otro idiota con las manos en las
orejas, a quien abraza emocionado, como si éste hubiese encontrado la cura del
cáncer, un segundo idiota.
Ahí, en los periódicos y noticieros de TV,
son glorificados un puñado de ignorantes que balbucean las mismas declaraciones
estúpidas, atiborradas de obviedades y lugares comunes, una y otra vez (el
contrincante siempre es un equipo difícil, tratarán de no darles el balón,
todos darán lo mejor de sí mismos en el terreno). Y, cada vez, el hincha los
oye hipnotizado, como si estuvieran revelando las claves de la creación del
universo. El hincha, a su turno, busca su propia gloria rutinaria develando en
las redes sociales su repetitiva condición de elegido de los dioses; o
marchando exultante de felicidad en compañía de un ejército de otros elegidos,
con los que alardea de su mítico heroísmo circular frente al rebaño de los
efímeros Ulises de ayer por la tarde. Heroísmo que consiste en sentarse a ver
TV.
La diferencia con el Sombrerero es que éste al menos deja de celebrar
un día del año, mientras que los avispados hinchas deportivos disfrutan de 365
días de placeres de obligatorio cumplimiento prefabricados por poderosas
multinacionales: reflejos de felicidad condicionados, que deben surgir del
mismo modo que la saliva acude a las fauces de un perro a la vista de un hueso,
so pena de que el acomplejado hincha se sienta inferior ante otros gozques de
dos patas que responden a lo mismo. Tal como la amabilidad programada de los
funcionarios de la recepción de un hotel de cinco estrellas. O como el
entusiasmo robótico de un recreacionista. Con el agravante de que al hincha, a
diferencia del recreacionista y del recepcionista, no le pagan por ello, sino
que es él quien suele pagar costoso merchandising: la
estupidez llevada al límite.
A mi no me importaría un carajo nada de
esto -cada cual que desperdicie su tiempo en lo que quiera- si no fuera porque,
por culpa de los millardos de elegidos del destino que van por ahí con sus
carísimas camisetas oficiales, hasta los restaurantes más finos interrumpen una
apropiada música de fondo para poner en sus televisores el disco rayado del
partido de turno, narrado a los gritos por un atajo de mequetrefes.
Pero ni modo: mientras yo espero el 2014
para disfrutar del infrecuente Mundial de Fútbol –que se da, a lo sumo, tres
veces por década- no puedo darme el lujo de malquistarme con media humanidad.
Así que, como supongo que no bien termina usted de leer esto comienza un
partido de Messi, por favor transmítale –y reciba usted, de paso- mi más
sincero abrazo de no-cumpleaños.
Lo veré esta tarde por ahí, celebrando con
su bandera.
@samrosacruz
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