sábado, 24 de noviembre de 2012

FELIZ NO-CUMPLEAÑOS, MESSI


En Alicia en el país de las maravillas, como todos sabemos, se lleva a cabo una celebración peculiar: el Sombrerero Loco y sus secuaces celebran 364 de los 365 días del año; celebran el “no-cumpleaños”. Es la lógica de la historia: casi todo ocurre al contrario de lo que esperamos los lectores, que no estamos, como ellos, en el país de las maravillas (aunque en Colombia…).

Y a pesar de que la mayoría de celebraciones a las que nos somete esta sociedad consumista (dónde todos los días del año estamos celebrando algo diferente: el día del ingeniero, el del amigo, el de la mujer) son estúpidas, el hecho de celebrar prácticamente todos los días un mismo evento, como el Sombrerero y sus amigos, hace que la efeméride de turno pierda todavía más su gracia. Y eso es exactamente lo que siento cada vez que prendo el televisor y lo primero que aparece en la pantalla es la cara del futbolista argentino Lionel Messi.

Se volvió parte del paisaje. Y es sabido que cuando vemos todos los días lo mismo, por muy hermoso o imponente que sea, termina resultándonos indiferente. Como a los parisinos la torre Eiffel. Esa misma sociedad de consumo, que nos obliga dar en el día de la secretaria un abrazo y un regalo, a cual más de hipócrita de los dos, es la misma que nos convence de que debemos sentir placer de ver todos los días el mismo partido; y de que debemos entrar en un éxtasis cotidiano cuando nuestro equipo obtiene una victoria. Igual que si, vistiendo un camiseta que dijera “breakfast”, celebráramos a rabiar cada desayuno (aunque en Colombia…).
Cuando yo tenía 14 ó 15 años, a no ser por los mundiales de fútbol, ver un partido televisado era todo un acontecimiento. Las cosas no funcionaban con la milimétrica programación de ahora: las transmisiones siempre eran inciertas, y cuando se rumoreaba que televisarían algún juego (cualquiera, no importaba) siempre había revuelo en el grupo de amigos tratando de decidir en dónde se vería: si en la casa de fulano, donde estaba el televisor más grande (19 pulgadas), o en la de mengano, donde entraba mejor la señal (por lo regular lluviosa, con fantasma, granulada y con muchas interrupciones).
La hora era otra incógnita: no había internet, y era difícil saber si la hora anunciada en el rumor correspondía a la local o a la del sitio donde se jugaría el partido;  tampoco era fácil establecer a ciencia cierta las diferencias horarias. Con todo, no era nada raro que finalmente, solventadas la mayoría de las dudas, llegada la hora del juego empezara un programa de concurso en un canal y una novela en el otro, agotando así las únicas dos posibilidades de la época.
Para ver un amistoso Argentina-Brasil fácilmente podían pasar años. Hoy, en cambio, todos los días hay un partido trascendental que es televisado en hight definition. Y, todos los días, un grupo siempre creciente de sagaces fanáticos logra la proeza diaria de pasar a la posteridad por ver uno de los 365 “el juego del año” anuales; una de las 365 finales reales o “finales anticipadas” de 2012. O que consigue sentirse parte de una de las muchas familias de hinchas a los que una persona promedio pertenece en los tiempos que corren. O tenerse como un ser superior por 24 horas y agregarle otra celebración a ese día, la que compartirá alegrías con el día del concuñado, o con el del neumólogo infantil.

Hace poco, con motivo de la circense -y frustrada- devolución de las estrellas de Millonarios, leí que desde el año 1988 ese equipo no gana un campeonato. Cuando comenté que eso era imposible, pues el año pasado había visto a una horda de borrachos ataviados de camisetas y banderas azules en el parque de la 93 de Bogotá, me aclararon que se trataba de otro campeonato diferente (¿liga? ¿copa?) que corre paralelo a los dos que se celebran anualmente, y que se suma a una tal Recopa nacional (que hace poco disputaron Junior y Nacional) y a los otros torneos internacionales que con el tiempo se adicionaron a la Copa Libertadores: la copa Merconorte, la Mercosur, la Recopa, la Supercopa, el Mundial de Clubes.
A lo anterior hay que agregar los torneos de selecciones nacionales, y los múltiples torneos que también juegan los equipos de las ligas española, inglesa, italiana y argentina, los cuales cuentan con hinchas colombianos que conocen al dedillo su situación en cada uno de esos torneos. Si mis cuentas no me fallan, el excepcional juego entre el Barcelona y El Real Madrid se disputa unas 180 veces al año. Y si no son las fotografías de los pelmazos de Messi o Cristiano Ronaldo las que ganan diariamente la primera página del periódico, son las de otro idiota con las manos en las orejas, a quien abraza emocionado, como si éste hubiese encontrado la cura del cáncer, un segundo idiota.
Ahí, en los periódicos y noticieros de TV, son glorificados un puñado de ignorantes que balbucean las mismas declaraciones estúpidas, atiborradas de obviedades y lugares comunes, una y otra vez (el contrincante siempre es un equipo difícil, tratarán de no darles el balón, todos darán lo mejor de sí mismos en el terreno). Y, cada vez, el hincha los oye hipnotizado, como si estuvieran revelando las claves de la creación del universo. El hincha, a su turno, busca su propia gloria rutinaria develando en las redes sociales su repetitiva condición de elegido de los dioses; o marchando exultante de felicidad en compañía de un ejército de otros elegidos, con los que alardea de su mítico heroísmo circular frente al rebaño de los efímeros Ulises de ayer por la tarde. Heroísmo que consiste en sentarse a ver TV.
La diferencia con el Sombrerero es que éste al menos deja de celebrar un día del año, mientras que los avispados hinchas deportivos disfrutan de 365 días de placeres de obligatorio cumplimiento prefabricados por poderosas multinacionales: reflejos de felicidad condicionados, que deben surgir del mismo modo que la saliva acude a las fauces de un perro a la vista de un hueso, so pena de que el acomplejado hincha se sienta inferior ante otros gozques de dos patas que responden a lo mismo. Tal como la amabilidad programada de los funcionarios de la recepción de un hotel de cinco estrellas. O como el entusiasmo robótico de un recreacionista. Con el agravante de que al hincha, a diferencia del recreacionista y del recepcionista, no le pagan por ello, sino que es él quien suele pagar costoso merchandising: la estupidez llevada al límite.

A mi no me importaría un carajo nada de esto -cada cual que desperdicie su tiempo en lo que quiera- si no fuera porque, por culpa de los millardos de elegidos del destino que van por ahí con sus carísimas camisetas oficiales, hasta los restaurantes más finos interrumpen una apropiada música de fondo para poner en sus televisores el disco rayado del partido de turno, narrado a los gritos por un atajo de mequetrefes.
Pero ni modo: mientras yo espero el 2014 para disfrutar del infrecuente Mundial de Fútbol –que se da, a lo sumo, tres veces por década- no puedo darme el lujo de malquistarme con media humanidad. Así que, como supongo que no bien termina usted de leer esto comienza un partido de Messi, por favor transmítale –y reciba usted, de paso- mi más sincero abrazo de no-cumpleaños.
Lo veré esta tarde por ahí, celebrando con su bandera.

@samrosacruz

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