sábado, 24 de noviembre de 2012

LA CABAÑA DEL TÍO MITT


Llenas, como están, de contradicciones en los discursos de uno y otro partido, las elecciones de Estados Unidos, como se ha repetido insistentemente estos días, son un hecho que traspasa fronteras y concierne a buena parte de la humanidad. Precisamente por esas contradicciones, es difícil simplificar las posiciones: algunas corrientes republicanas, por ejemplo, cuando hablan de mercado y políticas sociales, esgrimen argumentos libertarios que limitan la intervención del Estado a su función gendarme, pero al mismo tiempo, y sin que se les tuerzan los tobillos, cuando se trata de aborto y consumo de drogas sí les parece que la intromisión del Estado es buena idea. Exactamente lo contrario hacen algunos demócratas.
Por eso, entre otras cosas, es que se tornan caóticas las discusiones que enfrentan a republicanos y demócratas tanto en Estados Unidos como en otras partes del mundo, donde también se sienten -nos sentimos- con derecho a opinar sobre el futuro del país más influyente. Algunas de ellas se dan con protagonistas obvios: blancos ricos que apoyan al partido republicano; negros pobres que apoyan al demócrata. Pero otras variaciones -de entre muchísimas, hoy multiplicadas por las redes sociales- enfrentan a protagonistas no tan obvios; y pueden resultar extrañas, bien porque sus interlocutores son miembros de una misma minoría, pero con ópticas opuestas de la vida, o bien porque -además- esas personas ni siquiera viven la misma experiencia: uno de ellos puede que exprese su opinión desde su domicilio en Colombia, mientras el otro dé su visión de la situación desde Estados Unidos, donde reside.
En medio de todo este caos de opinión, sin embargo, no es difícil detectar un lugar común: hay gente que simplemente no se explica cómo algunas minorías pueden todavía apoyar al excluyente Partido Republicano. Confieso que hago parte de ese grupo; y por la complejidad inabarcable de la situación me atribuyo la alegre licencia de clasificar a las minorías indignadas con la vocación de asistencia social del gobierno de Barack Obama en dos tipos: el de los desesperados y el de los ilusos.
El grupo de los desesperados es, a mi juicio, hasta cierto punto entendible; se trata de integrantes de minorías de clase media, trabajadores de sol a sol, que deben lidiar a diario con la carestía de los productos y los agobiantes impuestos. Es gente honesta en términos generales, que ve desde una posición sánduche cómo el fruto de su trabajo se escurre hacia la garganta insaciable de los ladrones de cuello blanco y -vía asistencia social- hacia la cómoda barriga de los sectores perezosos, vagos e irreponsables que se encargan de suscribir la mala fama del resto de las clases bajas. En medio de tamaña diferencia entre sus adversarios, los desesperados optan por apoyar al Goliat de clase alta (¿quién podría contra, digamos, la plana mayor de Lehman Brothers?) y enfilársela al David de los hábiles haraganes. Así se resuelve la triste encrucijada de los desesperados.
Los ilusos, en cambio, da la impresión de que quisieran exorcisarse a sí mismos a través del apoyo a los sectores más recalcitrantes del partido republicano. Es como si su particular posición política los pusiera por encima de sus congéneres por el simple hecho de expresarla; y, a juzgar por el tono a que han llegado ciertas riñas verbales, pareciese que a mayor vehemencia con que expresasen dicha posición de apoyo, más por encima creyesen estar, sin importar que su propia situación de exclusión en la sociedad no se mueva un ápice (al menos en el sentido beneficioso). Fenómeno que, inevitablemente, recuerda al Tío Tom, aquel esclavo negro que, salvo por su temperamento totalmente pacífico para con todos -incluso sus congéneres-, comparte con los ilusos su curiosa posición: agradecimiento para con sus esclavizadores, lealtad a sus propietarios, sumisión incondicional.
En esta frustrada cabaña del tío Romney, entonces, no sólo pensaban seguir medrando los miembros de las minorías que por azares de la vida han logrado torcerle el cuello a la bestia de la exclusión, sino que pensaban vivir su dorado sueño americano todos aquellos suplicantes perpetuos de indulgencias al prototipo WASP: minorías vergonzantes que despotrican de las políticas sociales e incluyentes propuestas por corrientes demócratas y la toman contra sus iguales en los más variados aspectos: mujeres que se afanan por demostrar que sí, que yo soy mujer, pero no soy tan puta como esa; gays que aclaran que cómo no, claro que lo soy, pero no tan loca como aquel; latinos que confiesan que, ni más faltaba, nací en sudamérica, pero no soy tan corroncho como el de más allá. Es decir: soy diferente, pero un poco más parecido a ti, oh gran Dios blanco anglosajón: acéptame por favor.
Y en esa eterna carrera de lambonería y babas, los ilusos -y también, en su penosa situación, los desesperados- se olvidan de que no todos los beneficiarios de la asistencia social son vagos y vividores, sino que hay gente muy desfavorecida social, intelectual y económicamente; gente alejada del tipo macho-alfa; gente que, por sus escasas oportunidades, está en abierta desventaja frente otros; gente que necesita un poco más del concurso del resto de la sociedad para salir adelante, tal como, dicho sea de paso, también lo necesitó hasta el más poderoso de esos machos-alfa. O piénsese cuál habría sido la suerte del pelmazo de George W. Bush si hubiera nacido en la edad de piedra. Esa es la reflexión de igualdad y justicia a la que, desde hace décadas, nos llevó el filósofo político estadounidense John Rawls: “¿cuáles serían los principios con los que estaríamos de acuerdo en una situación inicial de igualdad?” * ¿Sería Romney igual de enemigo de la asistencia social si hubiese sido negro, hijo de madre soltera, y nacido en un barrio deprimido de Detroit?
Ilusos y desesperados argumentarán que de malas, que la vida es así. Y aunque no tenga mucho sentido (la vida sigue siendo así también para muchos de ellos, a pesar de sus furibundas posiciones políticas), ese argumento tiene el mismo derecho de ser planteado. No obstante, parece más inteligente -y ético y sensato- mirar las cosas en su conjunto. De acuerdo: mucho dinero público se va para la asistencia social. Pero se trata de la economía más poderosa del planeta, así que debería alcanzar para eso y más. Lo que ocurre es que otra gran parte -quizás mayor- del dinero público -e incluso del privado- se va en socializar las pérdidas de poderosos banqueros que antes ya se habían apropiado de las utilidades. O en el descomunal gasto militar, encaminado a cubrir guerras que sólo benefician a una minúscula minoría; la única minoría victoriosa de las ideas republicanas extremistas: el 1% de los más ricos que posee el 35% de la riqueza total del país. En contraste, no parece muy sensato (aunque sí más fácil) preferir que un dinero que de todos modos se “perderá” vaya a los bolsillos de unos que lo tienen todo y no a las mesas de otros que no tienen nada.
En cualquier caso es esta una controversia de grandes complejidades, que abarca premisas libertarias y conceptos de igualdad y justicia que ponen a dudar hasta a los más agudos pensadores políticos. Lo menos -y quizás lo más- que podemos hacer el resto es orientarnos con las bases que nos ofrecen medios serios de información: al fin y al cabo, como dije al principio, lo que pase en Estados Unidos es un asunto que termina por concernirnos a todos porque, en últimas, es el futuro del mundo el que está en juego. Y buscando entre titulares de varios medios internacionales al día siguiente de las elecciones gringas, me encontré con uno en la página web de la emisora más escuchada por la clase dirigente colombiana (La W) que, sin duda, ayuda mucho como punto de partida. Según pudieron establecer perspicaces observadores de La W “Michelle Obama repitió vestido en la noche de la reelección”.
The rest is silence.
@samrosacruz
* Justicia, Michael Sandel

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