Se va –renuncia- “el sucesor
de Pedro” y pone patas arriba (más patas arriba) a una de las instituciones más
antiguas y poderosas del planeta: la Iglesia Católica. Las especulaciones sobre
los motivos de su abdicación no se han hecho esperar; y van desde su confesa
incapacidad para cumplir sus funciones -no únicamente por su avanzada edad-, pasando
por mundanos motivos de vanidad, por otros más mundanos que implican corrupción
y relaciones con nada menos que la Cosa Nostra,
y terminando, como siempre en casos como este -en los que se busca el mayor
escándalo posible- en otros que involucran tejemanejes homosexuales de alcoba:
líos de sotanas.
Pero atengámonos a los
motivos expresados por él mismo: “ya no tengo fuerzas para ejercer
adecuadamente el ministerio petrino”. Ya no tiene fuerzas, al parecer, para
ejercer el ministerio, pero es innegable que, irónicamente, Benedicto XVI guarda
una asombrosa coherencia con la persona de Pedro, el apóstol en quien Jesús confío
la edificación de su iglesia. Porque ante las “divisiones en el cuerpo eclesial”,
que el mismo Benedicto denunció en la misa del Miércoles de Ceniza, y que
serían causales de su renuncia -adicionales a los de su edad-, su actitud timorata
recuerda a la asumida por el apóstol Pedro en su indecisión entre el
cumplimiento de la ley mosaica y la difusión del cristianismo allende las
fronteras del judaísmo.
En efecto, Pedro, después de
transgredir la ley al cenar con el centurión Cornelio (un gentil), y de
conseguir un gran logro al convencer al resto de cristianos (apegados a los
mandatos de Moisés) de que la división de alimentos -entre puros e impuros- no sería
importante en adelante, su comportamiento se tornó pusilánime ante Santiago, otra
de las poderosas cabezas del cristianismo primitivo: Gálatas 2.12. “Pues antes de venir algunos de los de Santiago, comía
con gentiles; pero en cuanto aquéllos llegaron, se retraía y apartaba, por
miedo a los de la circuncisión”.
Contrasta el comportamiento
de Pedro, y de su último sucesor, con el del apóstol Saulo (Pablo), el
inicialmente perseguidor de cristianos. Pablo, a su llegada a Pafos (Chipre),
como parte de uno de sus viajes misioneros, se enfrascó en una discusión sobre
judaísmo con el llamado falso profeta: Bar-Jesús. El procónsul romano del
lugar, Sergio Pablo, al parecer se interesaba por la religión judía, y tenía a
Bar-Jesús como consejero en la materia. Sergio Pablo quedó tan impresionado con
la disertación de Pablo acerca del carácter mesiánico de Jesús (el de Galilea),
que se convirtió instantáneamente al cristianismo, a pesar de que nunca se
convirtió al judaísmo y de que conservó su condición de incircunciso.
Y contrasta porque, una vez
lograda sin tantas condiciones la conversión de un gentil, Pablo no sólo siguió
convirtiendo gentiles en Perge, Pisidia y las siguientes ciudades de su viaje,
sino que enfrentó con tal temeridad a los ortodoxos judíos que encontraba a su
paso, que fue lapidado casi hasta la muerte en Listra, después de lo cual, en
el Concilio de Jerusalén, encaró a Santiago y los suyos, imponiendo su punto de
vista acerca de las conversiones universales: Hechos 15.2. “y tras un enfrentamiento y altercado no pequeño por parte
de Pablo y de Bernabé contra ellos…”
Pedro, hasta entonces, y a
pesar de que en ese mismo concilio apoyó tal posición, se había limitado a
dejar el trabajo sucio a Pablo. Situación que, en adelante, según el relato de
los Hechos de los Apóstoles,
permaneció invariable, porque Pedro, aparte de tradiciones tardías acerca de su
crucifixión invertida en Roma, pierde la importancia que había tenido en los
cuatro evangelios. Importancia que recae entonces en Pablo, quien realiza otros
viajes misioneros, logrando importantes adoctrinamientos y fundando sólidas
iglesias cristianas a lo largo de todo el Asia menor. E incluso en la propia
Roma, adonde llegó a predicar, a pesar de su avanzada edad, y fue condenado a
arresto domiciliario en tiempos de Nerón. Esas acciones fueron definitivas en
la posterior preponderancia del cristianismo en el mundo.
Volviendo a Benedicto XVI, por
lo visto las “divisiones en el cuerpo eclesial” y los escándalos de pederastia
y de corrupción son una cruz demasiado pesada para él. Pero escándalos en el pequeño país de Dios
los ha habido siempre; y de todas las calañas. Más bien, la carga insoportable
sobre sus hombros podría tener su origen -por convicción propia de no solucionarla,
o por física impotencia- en la insatisfecha
necesidad de la Iglesia Católica -a pesar de sus mil millones de feligreses- de
adecuar sus políticas a los tiempos modernos. De diseñar unas políticas que le permitan
capturar nuevos adeptos (por no decir de, siquiera, mantener a los actuales,
cada vez en más abierta deserción hacia los cantos de sirena de las sectas
protestantes, hacia el prestigioso esnobismo de las religiones del lejano
oriente, e incluso hacia el temido Islam).
Da un paso a un costado
Benedicto XVI -al igual que Pedro a favor de Pablo (así Pedro haya terminado
crucificado de cabeza y él, Benedicto, termine sus días en un apacible convento de
monjas en los jardines vaticanos)- para que venga uno que sí pueda hacerle
frente a los desafíos gerenciales que hay en el horizonte de la Iglesia Católica.
Uno que si “tenga fuerzas”. Uno que, como Pablo, con su perfil de gran
empresario contemporáneo, sea el gran mercadotecnista del catolicismo.
Mejor dicho: uno que sea el
sucesor de Pablo.