sábado, 15 de octubre de 2011

CUATRO MESES, TRES SEMANAS Y DOS DÍAS

“Nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda” Martin Luther King

Cuatro meses, tres semanas y dos días, aparte de ser el título de la película de Cristian Mungiu ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes de 2007, es el tiempo que duró el embarazo de la protagonista de la cinta, finalmente interrumpido por un aborto inducido. La historia se desarrolla en la Rumania de Nicolae Ceausescu, escenario del represivo régimen que, entre otros innumerables atropellos, penalizaba cualquier tipo de aborto y consideraba a  los embriones humanos como propiedad del Estado.  La protagonista, por tanto, se vio obligada a practicarse un procedimiento clandestino en condiciones sumamente sórdidas y peligrosas, lo que representó enorme riesgo para su vida a manos de chapuceros curanderos del bajo mundo, que en ese tipo de legislaciones opresivas usurpan la misión de facultativos competentes.

Si bien no estamos en la Rumania dictatorial de Ceausesco, sí lo estamos en la Colombia medieval de Ordóñez, adorable herencia oscurantista de Álvaro Uribe. En el mejor espíritu del nacionalcatolicismo de la Falange española, el cancerígeno  gobierno anterior mezcló Estado con religión y se dedicó a intentar retrocedernos a tiempos de la hegemonía conservadora de principios del siglo XX en Colombia, cuando las decisiones del pueblo eran coaccionadas por un poder clerical malsanamente afincado en la anterior constitución.  Extraído el uribesco tumor, ha quedado por lo menos una inquietante metástasis en el Ministerio Público, origen del esperpento de reforma constitucional que pretendía una supuesta defensa a ultranza de la vida “desde su concepción hasta la muerte natural”

Uno de los puntos de la reforma (que fue presentada en el Congreso por ese dechado de civilización que es el Partido Conservador) contemplaba extirpar el derecho a morir dignamente. De haber sido aprobada la reforma, y con los vertiginosos avances de la ciencia, los conservadores habrían dejado obsoleta la ficción que en delirante proeza imaginativa se le ocurrió a H. Bustos Domecq –seudónimo de los bromistas Borges y Casares- en su cuento Los Inmortales: en el cuento, Bustos visita un pabellón hospitalario que alberga los desechos humanos en que se han convertido las otrora personas, a fuerza de reemplazarles por sustitutos plásticos o inoxidables los órganos que han ido malográndoseles.  Espeluznante. Por eso ante el posible panorama de ser convertido en un cubo de fórmica que respira (en el aterrador caso haber sido aprobada la reforma), sólo habría tenido, como Bustos, la única opción de salir corriendo, mudarme de país y escribir estas líneas ataviado con una barba postiza.

Otro de los puntos que tocaba la reforma era el de la manipulación genética: cualquier experimento con células madre o similar, no importa que estuviese destinado a mejorar la calidad de vida -o incluso a salvarla para ser vivida en forma digna-, quedaría también penalizado (curioso que no noten el monumental contrasentido).  En ese orden de ideas, y tal como se lo oí expresar por radio a uno de los congresistas opositores a la reforma, el eminente gineco-obstetra colombiano Elkin Lucena quedaría convertido automáticamente en genocida, habida cuenta de sus admirados desarrollos en el campo de la fertilización in vitro

Por cuenta de los místicos gurús de la godarria terminaría, entonces, satanizado un científico que dio felicidad a miles de hogares de esposos impedidos para tener hijos, y que incluso se la dio también a esos mismos hijos, criados en un sano ambiente de aceptación. En contraste, y por cuenta del tercer punto que se tocaba en la reforma (la penalización del aborto) existen hoy en día millones de seres humanos criados en los semilleros de violencia que son esos otros hogares en los que la llegada de algunos de sus hijos no son otra cosa que un incordio.  Las víctimas en ese caso son todos: desde los padres que ven cambiadas sustancialmente sus vidas con una novedad inesperada y aborrecida, hasta los seres humanos que encarnan esa novedad, y que tendrán que enfrentar un mundo inhóspito, enmarcado en el triste escenario de ser rechazados desde el seno de su propio hogar.

En adición a lo anterior, la ciencia ha comprobado que la primera actividad nerviosa del embrión se da en el tálamo sólo a partir del segundo mes de gestación. Antes de ese momento al embrión únicamente se le puede considerar como un ser humano en potencia.  Es por esto que hasta el segundo mes no sería descabellado permitir el aborto como una libre decisión de la mujer, en su calidad de dueña y soberana de su propio cuerpo. Supongo que me podrán tildar de excesivo libertarismo, pero en este caso, y desde el punto de vista de la justicia, es preferible esta posición que otra basada en la decisión de un tercero.

Con todo, los promotores de la reforma fueron más allá: no contentos con el hecho de que la constitución impide que las mujeres decidan libremente qué es lo mejor para sus vidas, pretendían obstaculizar la posibilidad de que pudiesen interrumpir el proceso de embarazo aún en los tres casos de excepción legalmente vigentes: riesgo de la vida de la madre (sin comentarios, dado lo absurdo de la pretensión: es simple instinto de conservación), malformación del feto (aunque nadie ha dicho que deba ser una obligación abortar en ese caso), y violación.

Para deslegitimar este último caso, ese paladín de la tolerancia que es Enrique Gómez Hurtado expuso unos argumentos rayanos en la estupidez, y cuya eventual jurisprudencia debía tener frotándose las manos a las compañías aseguradoras: “cualquiera puede decir que fue violada, eso es imposible de comprobar” afirmó el brillante jurista sin que le temblara una sola cana.  Similar argumento había esgrimido años antes cuando, haciendo gala de su ejemplar apertura mental, se oponía con similar ferocidad a la igualdad de derechos de las parejas del mismo sexo: alegaba que dos desconocidos podían ponerse de acuerdo, decir que eran pareja homosexual y disfrutar de los beneficios de ley; astuto movimiento que, por razones misteriosas que Gómez omite explicar, estaría fuera del alcance de las parejas heterosexuales. A la luz del espíritu de todas esas declaraciones los pagadores de las compañías aseguradoras podrían negarse a desembolsar los resarcimientos, arguyendo que cualquiera puede decir que lo robaron, que eso no se puede probar; como si en uno y otro caso no existieran entes especializados que a partir del acervo probatorio se pronunciaran al respecto.

En la misma línea, aprovechando la tormenta mediática que por estos días dejó la muerte de Steve Jobs, algunos se han rasgado las vestiduras asegurando que habríamos perdido a un genio de tamaña estatura si la madre de Jobs –que lo dio en adopción al nacer- hubiese decidido abortar ese embarazo a todas luces no deseado.  Muy cierto.  Pero igualmente podríamos especular que la madre de Hitler habría podido hacer lo propio con un hijo que, si tenemos en cuenta los maltratos y abusos a los que lo sometía el padre, tampoco era la ilusión de ese hogar. Como consecuencia de todo lo anterior, de pronto los más pudientes no tendrían hoy sus hermosos IPods, pero tal vez se hubiesen salvado 80 millones de vidas inocentes perdidas en la Segunda Guerra Mundial.

El caso es que el proyecto de reforma, para fortuna de todos, se hundió como un ladrillo en el agua. Los derrotados, sin embargo, ya amenazaron con recurrir a métodos oclocráticos para lograr su cometido: por medio de sofismas y eufemismos aspiran a convencer a las ignorantes muchedumbres de refrendar la reforma por medio de un referendo. Invocarán, por supuesto, a Dios y a la Virgen, y demonizarán a sus contradictores tildándolos de asesinos y emisarios de Satanás. Dios: siempre Dios metido en estas profanas peloteras.

No deja de ser curioso, sin embargo, que estos padres de la patria, estos hijos de Dios, compartan ideas con Ceausescu quien, como vimos arriba, también prohibía el aborto en todas sus formas, mientras perpetraba en Rumania uno de los genocidios más espantosos del siglo XX. Y sus víctimas no eran precisamente seres humanos en potencia, sino auténticas personas de carne y hueso, que tenían hijos, padres, hermanos, tíos, primos, amigos, etc… Pero, bueno, sí: otra vez Dios: Dios los cría y ellos se juntan, como dice el refrán.

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