viernes, 28 de octubre de 2011

UN PERRO ANDALUZ

“Que entre el Diablo y escoja”      Proverbio

Acabo de tener un sueño. Trataré de recordarlo: me encontraba afilando una navaja barbera, de esas que se usaban antes.  De pronto, vi a una mujer en trance de votar (por alguna razón yo tenía acceso a su cubículo de votación). Ya había marcado el tarjetón y, a pesar de que yo no podía saber qué candidato había marcado, su escogencia me causaba una profunda repulsión. Me fui detrás de ella con la navaja en la mano derecha, la inmovilicé pasándole mi brazo izquierdo alrededor el cuello, levanté la mano derecha a la altura de sus ojos, pero en lugar de navaja ahora tenía unos lentes.  Se los puse. Luego  bajé la mano -que repentinamente tenía otra vez la navaja- y con rápidos movimientos de muñeca descuarticé el tarjetón.  Le di otro. La mujer marcó una casilla diferente a la anterior, sin embargo yo no podía reconocer al nuevo candidato seleccionado a pesar de estar mirándolo. Entonces, todo se oscureció.

Aparecí luego en una especie de prostíbulo de algún paraje rural.  Había un gran patrón que daba órdenes a todo el mundo; montaba a caballo, usaba gafas ovaladas y sombrero aguadeño; tenía una camándula en la mano izquierda y una especie de fuete en la derecha. Mientras vociferaba a diestra y siniestra, llegó un jovencito que parecía en plena pubertad (a pesar de su abundante barba -canosa, además- y su considerable altura) y le entregó un girasol al patrón. “Toma abuelo”, le dijo. Era un girasol repugnante: de él emanaba un olor nauseabundo, su centro era del color de las heces y, en lugar de pétalos, tenía una corona de monedas  muy gastadas. El patrón lo asió entre sus dedos, lo examinó atentamente, lo arrojó al suelo y lo pisoteó con el caballo. “Ya no te sirven estas tonterías conmigo” rugió. A renglón seguido reveló “No eres mi verdadero nieto: yo te compré”. Y sentenció: “no te alcanzará la vida para pagarme”. “Pero si sólo son cuatro años”, balbuceó el jovencito.

De repente estaba otra vez en el cubículo de votación.  La mujer me miró asustada.  Antes de que pudiera decirle cualquier cosa, rompió ella misma el tarjetón recién marcado y tomó otro. También lo marcó, pero yo tampoco supe la identidad del seleccionado a pesar de estarlo viendo. Todo se oscureció nuevamente, pero esta vez pude ver sobre el fondo negro una leyenda igual a aquellas que presentaban los diálogos en los tiempos del cine mudo: “16 años antes”, decía. Todo se fue aclarando y, entonces, vi a una especie de bufón que sostenía entre sus brazos a una bebé cuyo tabique nasal portaba unas enormes gafas, casi tan grandes como ella. El bufón abrió un baúl y sacó del fondo ¡el mismo girasol!, el del prostíbulo. La bebé lo asió con sus deditos y lo arrojó al suelo. El contenido del girasol se desparramó y un olor nauseabundo invadió el salón (era una especie de aula de clases; tal vez de una guardería).

Inmediatamente entraron unos indígenas (uno de ellos, el más obsequioso de todos, se llamaba Asi) y limpiaron todo. Tuvieron que hacerlo muy rápido porque era evidente, tanto el desprecio que sentía la bebé por ellos, como la indiferencia del bufón.  Una vez se hubieron marchado los indígenas, bufón y bebé empezaron a discutir: se hacían berrinches el uno al otro queriendo imponer cada uno su voluntad. Cuando uno de los dos lo lograba, inmediatamente cambiaba de opinión. Y arrancaba otro berrinche. Salí como pude, casi arrastrándome, por una especie de puerta falsa muy bajita que tenía un rótulo: “No todo vale”, decía. Y desemboqué nuevamente en el puesto de votación.

Esta vez la mujer ni me miró; quemó el tarjetón y tomó otro.  Nuevamente marcó un candidato al que no pude identificar a pesar de estar mirándolo en el papel. Previsiblemente todo volvió a oscurecerse. Otra leyenda de las épocas del cine mudo apareció sobre el fondo negro: “4 años después”, decía.  Aunque todo seguía muy oscuro, pude ver un par de lúgubres sombras que caminaban.  Yo las seguía. Estábamos en una especie de monasterio -cuyo hedor a carne descompuesta era insoportable-, y a medida que atravesábamos la nave central podían verse, entre las tinieblas, decenas de aposentos a lado y lado.  A la izquierda, en uno de ellos, se quemaba un grupo de juristas; en otro, a la derecha, miles de mujeres morían mientras daban a luz horrorosos engendros. 

Seguíamos avanzando.  A la izquierda dos ladrones llamados Iván y Samuel (por algún motivo yo conocía sus nombres) lanzaban imprecaciones a la sombra que caminaba por la izquierda, a la par que le reclamaban: “Tú eres de los nuestros, ¿por qué nos abandonas?”; estaban encadenados, sus torsos eran de color moreno, rojas sus caras, blancos sus cuellos; a la derecha, en otro recinto, se podrían en oscuras mazmorras cientos de segregados que no pensaban igual a la otra sombra, la que caminaba por la derecha.  Sólo le suplicaban que los dejara vivir.  La sombra los ignoraba olímpicamente.

Finalmente llegamos a una especie de confesionario. La sombra de la derecha (de una de cuyas manos pendía un rosario) se dirigió a la sombra de la izquierda: “Hemos llegado Mefistófeles, ¿qué es lo que quieres?”, inquirió. La sombra de la izquierda se pronunció: “vine por lo que me prometiste”. “Ya te lo di” dictaminó la sombra de la derecha.  “Además –agregó- te quedó la Alcaldía: si hubieses actuado honradamente, al no darme tu voto aquella vez, nunca te habrían elegido a ti: ya sabes cómo es este pueblo ignorante: masoquista y estúpido”.  Súbitamente, unos demonios alados me sacaron del lugar y me depositaron en el puesto de votación. La mujer se había suicidado. Fue en ese momento que me desperté sobresaltado.  Lo primero que pensé me angustió: tal vez le había dado a la mujer unas gafas con la fórmula equivocada, y por eso hacía elecciones tan malas. Pobre, qué mala suerte tuvo.

Ahora amanece y me voy a la ventana a contemplar la alborada. Pero en lugar de de un alba luminosa, se ciernen en el cielo bogotano negros nubarrones y empieza a caer una lluvia triste sobre las destruidas calles, en cuyas esquinas acechan peligrosos delincuentes. “Qué surreal todo”, murmuré con la voz aún amodorrada. “¿El sueño que tuviste?”, me interrogó una intuitiva voz detrás de mí. “No, el sueño fue lo coherente –contesté-, lo surreal es esto, la vida real: ni a Buñuel atorugado de LSD se le hubiera ocurrido que los punteros en las encuestas a la Alcaldía de Bogotá fueran los que hoy las lideran”.  Es el domingo de elecciones.  No saldré de mi casa.

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