lunes, 28 de noviembre de 2011

LA CONVERSACIÓN

"Tenía usted que vivir (…) con la seguridad de que cualquier sonido emitido por usted sería registrado y escuchado por alguien…" 1984, George Orwell

“El cazador cazado”. Esa expresión, utilizada por un personaje de la genial película La Conversación -dirigida por uno de los mejores directores de la historia del cine, Francis Ford Coppola- fue lo primero que se me vino a la cabeza cuando oí el audio de las arengas hechas por Uribe a la oposición chavista en Venezuela, en las que instaba a rechazar el acercamiento que hacia el gobierno de Chávez ha propiciado el de Santos.

En la cinta de Coppola el protagonista –arquetipo de todos sus colegas espías-, después de realizar uno de sus impecables trabajos se arrepiente de haberlo hecho, al intuir el peligro mortal en el que pudo haber envuelto a sus espiados. Más tarde, sin embargo, se da cuenta de que la situación es bastante diferente –incluso contraria- a la imaginada por él: las supuestas víctimas se tornan en potenciales victimarios de su cliente. Un incidente menor, en el que es víctima de sus propias prácticas de espionaje–y que le revela su propia vulnerabilidad en ese sentido-, unido a unas intimidantes llamadas telefónicas que le advierten acerca de la conveniencia de alejarse de cualquier indagación referente a los hechos que terminaron con la vida de su cliente, lo convierten en un paranoico redomado: termina desarmando su propia casa en busca de los mismos micrófonos que él instalaba antes a cientos de desprevenidos.

Uribe puede haber sido, en el episodio venezolano antichavista (y antisantista), el cazador cazado, pues aunque no se trate exactamente de un asunto de chuzadas, el tono de las declaraciones en la grabación, difundida por el noticiero CM&, tiene un cierto aire clandestino. De acuerdo a lo que éstas develan, y al comportamiento que ha mostrado desde que dejó la Casa de Nariño, Uribe, paradójicamente, y contradiciéndose a sí  mismo, ha resuelto lanzarse a una rabiosa oposición: sus constantes ataques al gobierno de Juan Manuel Santos –totalmente respetables por lo demás- lo convierten, a la luz de sus propios juicios del pasado, en un conspirador, terrorista y cómplice de la insurgencia. Recordemos que durante su administración cualquier manifestación disonante con el gobierno era invariablemente catalogada como conspirativa: la oposición fue, durante todo su mandato, satanizada sistemáticamente, con la pusilánime aquiescencia de áulicos oficiales y lacayos del común. 

En ese sentido hay que reconocerle a Santos su tolerancia a la pluralidad: su abrumadora popularidad se lo permite, y ha sabido capitalizar ese hecho más inteligentemente que Uribe. Y eso hay que reconocérselo, así esa popularidad se haya conseguido a través de una estrategia que combina –magistralmente- variados factores: una retórica efectista, un sagaz manejo mediático, un gatopardismo de la mejor estirpe, y –finalmente- la imbecilidad cómplice de un engendro de chauvinismo enrazado -asombrosa y misteriosamente- con esnobismo extranjerizante: de un  momento a otro nos asaltó el delirio infantil de ser una potencia militar del corte estadounidense de la posguerra (ya los otros risibles delirios, los de ser los grandes empresarios –léase malicia indígena-, o los mejores deportistas, o los simpares científicos -¡ay patarroyito!- habían tomado una vergonzosa delantera).

Nos encontramos -con Uribe- ante el caso de un expresidente que evidentemente no conoce el poder que, en ocasiones, tiene el silencio y que, con sus nuevas posiciones políticas, conserva una coherencia onírica con sus antiguas convicciones. Entendiendo, sin embargo, lo irritante que puede resultar la frívola pose de prócer prefabricado que a toda costa quiere vender el actual presidente, es un hecho que los arrebatos ciber-mediáticos de Uribe y su soterrada diplomacia paralela lo hacen parecer, sorprendentemente, más caricaturesco que la cómica parodia de ¿Winston Churchill? ¿Franklin Delano Roosevelt? ¿Lady Gaga? que afanosamente busca nuestro primer mandatario.

No se entiende muy bien cómo es consistente el hecho de catalogar como apátrida a toda voz discordante con el discurso oficial, y luego convertirse, sin que se le derrame el tinto sobre el caballo, en la principal voz discordante del discurso oficial. No es poca cosa esa notoria inconsistencia que, bien mirada, arroja una conclusión de fondo: tal inconsistencia evidencia la importante diferencia que existe entre el seguimiento a unas ideas y la prosternación ante un accidental caudillo, con todas las peligrosas implicaciones de volubilidad que esta última situación conlleva (si no mirémonos en el espejo de nuestra melliza Venezuela: ¿alguien sabe qué diablos va a pasar allá en el mediano plazo?).

Víctima de su propio invento vigilante, el expresidente pasó de agache -como se dice popularmente- en esta coyuntura: sus pobres explicaciones acerca del incidente no reflejan la estatura de un estadista; por el contrario: dan la impresión de provenir de un conspirador de poca monta, cuyos superficiales argumentos han sido preparados en la cocina de las ideas. Todo parece reducirse a un asunto de egos maltratados y de chismes mal contados. No es más.

Se sabe que desde hace rato la conversación entre presidente y expresidente se ha tornado imposible (lo que, quién quita, pueda deberse a un comprensible temor de ser espiados).  Es difícil no pensar que los dos tuvieron mucho que ver en las prácticas de espionaje –las famosas chuzadas- acontecidas durante el gobierno pasado. Y eso los debe tener tan paranoicos como terminó el protagonista de la película de Coppola. En vez de conversar entre ellos y tratar de arreglar sus diferencias, Uribe ha preferido seguir con su campaña de desprestigio al gobierno santista, al paso que Santos continúa con la intensa campaña cosmética que lo contrarresta.

En todo caso, mientras el país se sumerge en una nueva –y predecible- tragedia invernal, Julito de La W nos trae buenas nuevas, resultado de su comisión periodística en Londres. Al parecer el Presidente Santos solicitó una audiencia (¿una conversación?) con el Príncipe de Gales, con el fin de aclarar una vieja duda que databa de sus humildes tiempos de estudiante londinense: una novia suya de entonces, después de un domingo de helados, nunca más volvió a contactarlo. Lo próximo que supo de ella fue que se embarcó en un viaje con el Príncipe.  El importante asunto se aclaró: la joven –colombiana ella- prefirió príncipe genuino que heredero directo de Bochica. Julito -alborozado con la noticia- nos dio el parte de tranquilidad: nuestro presidente había sido orgullosamente cachoneado por el más indigno heredero de la corona británica en toda su historia. Menos mal.

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