sábado, 28 de enero de 2012

GOMORRA

"Yo no entiendo esos delincuentes por qué van a cobrar, si eso aún está en obra negra". Esa fue la queja del presidente del concejo de Medellín, Bernardo Guerra (El Tiempo, 24 de enero), referente a la extorsión que ejercen mafiosos de la Comuna 13 de esa ciudad sobre los futuros usuarios de una nueva escalera eléctrica pública que facilitará el acceso a dicha comuna, una zona deprimida de Medellín, habitada por gente debajo de la línea de pobreza. Queja que, como habrán notado, revela la impotencia del Estado ante el omnipotente crimen organizado.  El inconsciente juega sucio, y aquí el resignado presidente Guerra prácticamente suplica a los extorsionistas que por lo menos esperen a que se finalice la obra para -ahí sí- tomar posesión de ella y empezar a usufructuarla. Eso pasa en Medellín, pero también pasa en Ciénaga (Magdalena) donde, según El Heraldo de Barranquilla, hasta los bicitaxistas son vìctimas de la extorsión.

Usé deliberadamente el término mafiosos, y no el de simples delincuentes, como los llamó el quejumbroso y pusilánime Guerra, porque es exactamente eso lo que son esos extorsionistas. Aprovechemos que este año se cumple el centenario del primer tratado que declaró la guerra orbital a las drogas para tratar de desvincular el concepto de mafia al concepto de narcotráfico, pues considero que de esa forma no se ve el problema del crimen organizado en toda su dimensión. Seamos claros: un narcotraficante puede no ser un mafioso. Y un mafioso puede no ser un narcotraficante. Obviamente que mafia y narcotráfico son dos actividades que compaginan bastante bien entre sí, pero si, por ejemplo, algún respetable profesional decidiera llevarle unos cachos de marihuana a un amigo que viviera en, digamos, Estados Unidos, y fuese capturado en el intento, aquí o allá sería acusado de narcotráfico (pero todos sabemos que no es un mafioso).  El circunstancial traficante simplemente habría cometido una falta, y no estaría, en últimas, tratando de sustituir el Estado de Derecho por unas reglas establecidas por él.

Esto último es en realidad lo que caracteriza a la mafia: querer usurpar la autoridad de una determinada región, bien sea por inoperancia, complicidad, o debilidad de la autoridad legítima; o bien sea por ausencia de la misma. Esa es su génesis. Y aunque no hay estudios fiables, es de suponer que estructuras de este tipo hayan existido siempre. De hecho no sería raro que las sociedades más primitivas funcionaran de esa manera: un grupo de arbitrarios, pero poderosos (fuertes o ricos o numerosos; o las tres cosas) oprimiendo a otros, y obligándolos a pagar tributos de variadas índoles.

Pero no fue sino hasta mediados del siglo 19 cuando en Sicilia se acuñó el término Mafia  para designar a las organizaciones que se encargaban de dirimir los asuntos de la comunidad que, por lagunas jurídicas o de control, no dirimía la autoridad legítima.  Sin un consenso entre la población, y ante el vacío de autoridad, ese nuevo poder no podía ser de otra forma sino totalitario y arbitrario.

Pudo ser el hecho de que tentáculos americanos de esa Cosa Nostra o Mafia Sicilia controlaran gran parte del negocio de tráfico de alcohol en Estados Unidos -durante la famosísima Prohibición de los años 20- la razón por la cual el crimen organizado se ha asociado mayormente, desde entonces, a la actividad de traficar un sustancia ilegal. Y -también- la razón por la que esas organizaciones se conocieran en adelante con el término genérico de mafia. Obviamente la influyente (culturalmemte hablando) industria del cine contribuyó a reafirmar ese fenómeno, y a conferirles glamour a esas organizaciones y al estilo de vida que, según las películas de la época, llevaban sus integrantes: lujo, sexo fácil, poder, e incluso elegancia. Desde entonces la industria cinematográfica ha seguido vendiéndonos esa imagen de grandes señores, rodeados de amigos, dinero, políticos, carros último modelo, mansiones etc... Y en el camino nos fueron incluyendo ritos, ceremonias de iniciación, códigos de honor, y toda una serie de ingredientes que han hecho aún más atractiva la vida de aquellos suertudos que, traficando un poco de droga, logran el paraíso: sin drogas no hay paraíso. Y que también, por supuesto, han hecho más taquilleras a ese tipo de películas.

Pero nada más lejano de la realidad.  La verdad es que, además de la del narcotráfico, mafia hay de todos los tipos y de todas las estéticas, como lo demuestra la mafia de escaleras eléctricas públicas de Medellín. Se ha sabido que Sicilia ha padecido mafias hasta de serenateros: según esta variedad, sólo los serenateros que tributan al Don (al capo) de la región están autorizados para dar serenatas. El resto son amedrentados o eliminados; o, en su defecto, lo son los potenciales contratantes de éstos.

Yo lo viví en carne propia en Italia -otro país devastado por la mafia- cuando conocí a Venecia y era parte de un tour contratado. La noche de nuestra llegada acudí al restaurante de comida marina que había recomendado nuestra guía, una mujer española de mediana edad. Cuando llegué allí no me sorprendió, por lo tanto, verla sentada en una de las mesas, aunque sí -confieso- me extrañaron su gélido saludo y la presencia en su mesa de un caballero, también de mediana edad que, cadena de oro al cuello, pelo cano, y cara de pocos amigos, gesticulaba y manoteaba visiblemente disgustado.  Al otro día todo se aclaró:  estábamos en medio de una disputa de mafias de, digamos, transportistas acuáticos: es decir, habíamos recibido amenazas de dos grupos en pugna, que nos advertían, cada uno por separado, sobre las represalias que tomarían contra nosotros si decidíamos contratar al grupo rival para transportarnos hasta la Plaza de San Marcos, nuestro destino planeado para ese día. La solución: tomar el vaporetto público. Así lo hicimos y, en efecto, una vez embarcado, pude ver merodeando por la estación al personaje del cabello blanco. La noche del restaurante, entonces, yo había presenciado, sin saberlo, el momento de la extorsión.

El caso es que la vida real está muy lejos de Hollywood. Y la mafia no es precisamente la excepción a esa regla. Mucho más realista que aquellas películas de italoamericanos engominados y vistiendo trajes de seda, es la muy recomendable cinta italiana Gomorra, en la que vemos copias exactas de lo que pasa a diario en Colombia: los personajes de la película son gente italiana común y corriente vinculada de una u otra manera a la mafia, pero que viven en las mismas condiciones que cualquier modesto asalariado. Con el agravante, eso sí, de la probabilidad siempre presente de cometer una imprudencia que los meta en el lío de sus vidas: recaderos de la mafia, grises contadores, inexpertos gatilleros, choferes, etc... Nada de glamour, nada de rubias despampanantes, nada de mansiones.

Igual aquí en Colombia: humildes vendedores ambulantes deben someterse a mafiositos de poca monta que controlan los andenes y las esquinas; paupérrimos cuidadores de carros deben destinar parte de su ganancia a completar la cuota que deben pagar a un cuidador de carros más antiguo que se ha apropiado del espacio público;  esforzadoss tenderos deben incluir un sobrecosto a su mercancia con el fin de lograr la cantidad exigida por un zarrapastroso recaudador que oficia de asociado de un grupúsculo mafioso; y así: buseros (lean al respecto la última columna de Pascual Gaviria en El Espectador), putas, recicladores.... Todos deben sacrificar parte de sus exiguos ingresos para satisfacer las ansias de dinero fácil de algunos vulgares y nada glamorosos rufianes. Somos un país mafioso, lleno de mafiosos y de estructuras mafiosas por todos lados: políticos, guerrilleros, paramilitares, comerciantes, empresarios, funcionarios públicos, periodistas, contratistas... (sí, de acuerdo: incluyamos a los narcotraficantes también).

Un país así no va para ninguna parte, por más que invirtamos millones en estúpidas campañas publicitarias en las que nadie cree (¿marca país?: mafia país). Y mientras la incompetencia estatal siga favoreciendo el caldo de cultivo donde germina la mafia, ésta seguirá floreciendo. Es que (¡por favor!): presidentes de concejos municipales que prefieren, por física pereza, negligencia o conveniencia, cerrar los ojos ante las necesidades de la población marginada y, en cambio, abrirlos para firmar contratos y asistir a cocteles... Dirán ustedes que él no es el alcalde o el comandante de policía (que, por cierto, ¿dónde están? ¿qué dicen? ¿qué hacen al respecto?). Y sí: no es ninguna de las dos cosas, pero ciertamente está investido de una cierta autoridad que finalmente declina en favor de la extorsión, del caos. ¿Qué se puede esperar de eso? Pues simple: mafia de escaleras eléctricas públicas (¡mafia de escaleras eléctricas públicas!): ¡Qué vergüenza de país!

Vínculos:
http://www.eltiempo.com/colombia/medellin/bandas-cobrarian-extorsion-por-usar-escaleras-electricas-de-comuna-13_10998261-4

http://www.elheraldo.co/region/ni-los-bicitaxistas-se-salvan-de-las-extorsiones-en-cienaga-54029

http://www.elespectador.com/impreso/opinion/columna-322799-combos-pasajeros





1 comentario:

  1. Una excelente columna, que desnuda con honestidad meridiana, una realidad cruel, que revienta silenciosa la dignidad de la gente del común, esa que hace mucho no existe para los intereses de quienes dirigen las ciudades...

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