“Otro (libro) (…) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice Oh tiempo tus pirámides” La Biblioteca de Babel, Jorge Luis Borges
Un hombre llegó con un número infinito de amigos a un hotel de infinitas habitaciones. Las habitaciones estaban todas ocupada por infinitos huéspedes, por lo que el recepcionista negó el servicio. El hombre, sin embargo, presentó esta solución: dígale a todos sus huéspedes que tomen el número de su habitación y lo multipliquen por dos, y se pasen a la habitación cuyo número coincida con el resultado. De ese modo el de la habitación 1 pasó a la 2, el de la 2 a la 4, el de la 3 a la 6, el de la 4 a la 8, y así quedaron libres todas las habitaciones marcadas con los infinitos números impares (1,3,5,7,…) dónde se pudieron alojar los infinitos amigos del hombre. Metáfora del Hotel infinito
Astrofísicos
y cosmólogos de todo el mundo intentan -valiéndose de la máquina conocida como acelerador de hadrones- recrear en Ginebra
las condiciones primitivas de la creación del universo. Según las últimas
informaciones, mediante esa complejísima máquina se han encontrado evidencias
de la existencia de lo que esos mismos científicos han llamado la partícula de dios: el bosón de Higgs. No voy a hablar
del bosón porque no tengo ni idea de
mecánica cuántica. Pero siempre que veo programas televisivos para dummies, relacionados con ese tema, me
hago muchísimas preguntas –las que les compartiré más adelante-, y a la vez los
asocio con el cuento La Biblioteca de
Babel de Jorge Luis Borges, que es una especie de gran metáfora del
universo. Así que los invito a que abran sus mentes, pues intentaré un juego de
metáforas usando a Borges y mi física chapucera.
Voy a
tratar de hacer una síntesis –una infinitamente burda, por supuesto- de ese
fascinante cuento (tal vez el mejor para mí de este autor). Hay una
biblioteca compuesta por un indefinido número de anaqueles hexagonales; cada
uno de ellos contiene treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro
contiene, cuatrocientas diez páginas; cada página cuarenta renglones; cada
renglón ochenta caracteres. Los caracteres están compuestos por las
veintidós letras del alfabeto, la coma, el punto y el espacio (que separa las
palabras).
El texto
de los libros, por otro lado, está conformado por todas las posibles
combinaciones de esos veinticinco símbolos ortográficos, cuyo número es
vastísimo pero finito (no hay dos libros iguales en la biblioteca). En
consecuencia, en la biblioteca está comprendido todo lo que es dable escribir:
desde fárragos verbales e incoherencias (un libro se puede componer de una sola
letra repetida desde la primera hasta la última página), pasando por la
transcripción de todos los libros escritos o por escribir (y su traducción a
todos los idiomas del mundo), hasta la solución de todos los problemas y las
respuestas a todas las preguntas del universo: si algo existe, ahí estará
escrito, descrito; sólo hay que encontrarlo en las interminables galerías,
hecho con el que, según el narrador del cuento, “el universo bruscamente usurpó
las dimensiones ilimitadas de la esperanza”
“La
Biblioteca es como algunos llaman al universo”. Así comienza el cuento y, al
releerlo, advertí lo acertada de la frase a la luz de los últimos avances en
física, particularmente en mecánica cuántica (de los que me entero a través de Discovery Channel y Nat Geo), cuyas implicaciones metafísicas veo cada vez más evidentes.
La vastedad del tema me obliga a referirme a sólo una de las materias de las
que allí tratan –más bien a una fracción de ella-: los pluriversos o universos
múltiples.
Nuevas
teorías contemplan alternativas diferentes a la tradicional, la que habla de la
singularidad del big bang.
Para algunos de los cosmólogos que las defienden no habría habido solamente
una gran explosión inicial (antes de lo cual no había nada, sólo un punto de
enorme energía), sino una serie eterna de constantes implosiones que habrían
comprimido (calentado) y explosiones que habrían expandido (enfriado) múltiples
universos, que se sucederían uno a otro. O bien –para otros- dos dimensiones
paralelas que chocarían periódicamente (desde siempre y hasta siempre), dando
origen a las explosiones y las implosiones. O bien, la promulgada por el
cosmólogo estadounidense Alan Guth (tal vez la más fascinante): una serie
infinita y eterna de big bangs que producirían, a su vez, infinitas y
eternas burbujas (universos) –muchas de ellas simultáneas- cada una con sus
leyes físicas particulares. (Las que, en la metáfora de Borges, corresponderían
a los innumerables tomos de la biblioteca que no tendrían sentido: universos
cuyos singulares códigos serían incompatibles con nuestra forma de vida, cuyas
leyes particulares no harían sentido con las nuestras).
Renombrados
cosmólogos y astrofísicos han llamado la atención acerca de las especialísimas
condiciones que tuvo que tener, ya no La Tierra, sino incluso el universo que
habitamos, para que pudiera florecer la vida como la conocemos: el equilibrio
entre las cuatro fuerzas (gravedad, electromagnetismo, fuerza fuerte y fuerza débil)
debe ser tan exacto que incluso muchos físicos reconocidos no ofrecen una
explicación más admisible que la intervención divina. Pero el hecho de
que, como señala esta última teoría, existan infinitos universos, ofrece nuevas
explicaciones referentes a simples resultados probabilísticos.
De hecho,
y debido a las numerosas paradojas que nos ofrece el concepto de infinito, en
un contexto de universos infinitos habría igual número de universos con ese
delicado equilibrio (el tomo preciso de la Biblioteca que contiene las
instrucciones exactas para recrear nuestras leyes físicas) que universos que no
lo tuvieran. Podemos ir más allá: habría, entonces, infinitos universos en los
que podría florecer vida, y entre ellos infinitos universos exactamente iguales
a este en el que vivimos, y entre ellos infinitos universos en los que habría
un planeta Tierra idéntico a este, y entre ellos infinitas historias evolutivas
sin ninguna diferencia con la nuestra, y entre ellas infinitos dobles perfectos
de todos nosotros, con los mismos recuerdos, los mismos defectos, los mismos
caprichos y pasiones que nosotros. ¡Infinitos!.
Y su
número -el de los dobles exactos (basándonos en las paradojas de la teoría de
los números transfinitos de Georg Cantor)- sería exactamente igual al de todos
los átomos infinitos que existen en todos esos universos infinitos juntos. ¿No
lo creen? Hagan la prueba: emparejen a su primer doble perfecto con el primer
átomo de este universo; y luego a los dos (átomo y doble perfecto) con el
número natural 1. Después hagan lo mismo con el segundo doble perfecto,
el segundo átomo y el número natural 2, y sigan así…hasta el infinito.
¿Resultado?: el resultado es exactamente igual: infinito. Extraño ¿no?
Pero, ¿seríamos
nosotros esos dobles? ¿Tendríamos infinitas conciencias? ¿O esos dobles serían
sólo aglomeraciones de materia idénticas pero totalmente ajenas a nuestra
conciencia? No lo sabemos. Incluso hay otro hecho: además de ser infinitos, los
universos también serían eternos: se estarían formando desde siempre y para
siempre. Entonces, ¿ya vivimos antes? Es decir: ¿ya fuimos un ente
sensible, con esta misma conciencia con que leemos estas líneas, en otra dimensión
o en otro tiempo? O bien, ¿volveremos a vivir? Ante lo inconcebible -lo
inconmensurable- de los números y los tiempos, parecería infinitamente absurdo
pensar que no. Y en ese punto es en donde la ciencia tocaría a la religión. Pero
no lo haría tanto con las religiones occidentales, con sus tiempos lineales, su
principio y su final tan definidos, sino -sobre todo- con las corrientes
orientales, tan familiarizadas con el concepto del eterno retorno
(reencarnación, transmigración de las almas, día de Brahmán y noche de Brahmán,
etc…).
Confieso
que, contra toda la lógica del miedo a la muerte de un materialista como yo, la
mera consideración de la posibilidad de vivir eternamente en los universos
múltiples me hace sentir el mismo vértigo que la alternativa: morir
eternamente. El hecho de que esa especie de vida eterna sea, haya sido, o fuere
en otro universo, y que la materia de aquél no guarde ninguna relación con la
de éste, me reconforta un poco, pues probablemente nunca lo sabría. Pero por
momentos me siento como esos bribones de la historieta Supermán,
condenados a errar eternamente en la inmensidad del espacio, atrapados en
aquella burbuja: la zona
fantasma.
Todo esto
da una sensación entre la fascinación y el temor; cuando ya me acostumbraba a
la idea de que todo se acababa con el big
crunch, estos cosmólogos refinaron sus investigaciones hasta un punto en
que, con cierto grado de verosimilitud, se pueden hacer este tipo de conjeturas,
que son de una extravagancia alucinante, pavorosa. En ese orden de ideas, lo
más probable es que las entrópicas leyes del azar, sin necesidad de ninguna
intervención divina, hayan permitido la escritura coherente del tomo
correspondiente a este universo, entre la caótica escritura de los infinitos
tomos disparatados de los otros universos hostiles a nuestra forma de vida. Al
respecto, el físico teórico Garret Lissi anotaba que para él era mucho más
apasionante pensar que algo tremendamente simple, como el azar de las
partículas, haya creado esta complejidad de universo, con vida racional (la
nuestra) incluida, a que algo tremendamente complejo –digamos dios- hubiese creado
algo mucho más simple que él mismo.
No
obstante, y teniendo en cuenta que en la Biblioteca de Borges están las
respuestas a todos los interrogantes del universo, debe haber un libro que nos
revele que quizás para algunos ese otro libro, el que contiene todas las instrucciones
para la creación de nuestras vidas, y que debe estar refundido en algún sitio
del insondable laberinto de anaqueles, ese sí, (¿por qué no?), no sería
producto del azar y la necesidad y, en cambio, podría ser el verdadero libro
escrito por quien tendría que ser el gran matemático (y el gran bibliotecario):
dios.
En un caso
u otro, implicaría que no nos acabaríamos para siempre (los estoy amenazando
con la inmortalidad –pavor de Borges-). Para los creyentes, esa ilusión de vida
eterna, y el rencuentro con los seres queridos, los acompaña y consuela
siempre. En contraste, a nosotros, los desamparados materialistas, nos acompaña
constantemente la angustia del final; quizás por eso busquemos en otras
dimensiones de la vida, diferentes a las religiones, un sentido que nos haga
sentirnos menos solos. Ahora, además, gracias a estos mesías tecnológicos, nos queda
la posibilidad meramente materialista de la ordenada repetición infinita de
nuestras vidas en los infinitos universos; “mi soledad se alegra con esa
elegante esperanza”.
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