viernes, 3 de febrero de 2012

LA BIBLIOTECA DE BABEL

“Otro (libro) (…) es un mero laberinto de letras, pero la página penúltima dice  Oh tiempo tus pirámides”  La Biblioteca de Babel, Jorge Luis Borges

Un hombre llegó con un número infinito de amigos a un hotel de infinitas habitaciones. Las habitaciones estaban todas ocupada por infinitos huéspedes, por lo que el recepcionista negó el servicio.  El hombre, sin embargo, presentó esta solución: dígale a todos sus huéspedes que tomen el número de su habitación y lo multipliquen por dos, y se pasen a la habitación cuyo número coincida con el resultado.  De ese modo el de la habitación 1 pasó a la 2, el de la 2 a la 4, el de la 3 a la 6, el de la 4 a la 8, y  así quedaron libres todas las habitaciones marcadas con los infinitos números impares (1,3,5,7,…) dónde se pudieron alojar los infinitos amigos del hombre.  Metáfora del Hotel infinito


Astrofísicos y cosmólogos de todo el mundo intentan -valiéndose de la máquina conocida como acelerador de hadrones- recrear en Ginebra las condiciones primitivas de la creación del universo. Según las últimas informaciones, mediante esa complejísima máquina se han encontrado evidencias de la existencia de lo que esos mismos científicos han llamado la partícula de dios: el bosón de Higgs. No voy a hablar del bosón porque no tengo ni idea de mecánica cuántica. Pero siempre que veo programas televisivos para dummies, relacionados con ese tema, me hago muchísimas preguntas –las que les compartiré más adelante-, y a la vez los asocio con el cuento La Biblioteca de Babel de Jorge Luis Borges, que es una especie de gran metáfora del universo. Así que los invito a que abran sus mentes, pues intentaré un juego de metáforas usando a Borges y mi física chapucera.

Voy a tratar de hacer una síntesis –una infinitamente burda, por supuesto- de ese fascinante cuento (tal vez el mejor para mí de este autor). Hay una biblioteca compuesta por un indefinido número de anaqueles hexagonales; cada uno de ellos contiene treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro contiene, cuatrocientas diez páginas; cada página cuarenta renglones; cada renglón ochenta caracteres.  Los caracteres están compuestos por las veintidós letras del alfabeto, la coma, el punto y el espacio (que separa las palabras).  

El texto de los libros, por otro lado, está conformado por todas las posibles combinaciones de esos veinticinco símbolos ortográficos, cuyo número es vastísimo pero finito (no hay dos libros iguales en la biblioteca).  En consecuencia, en la biblioteca está comprendido todo lo que es dable escribir: desde fárragos verbales e incoherencias (un libro se puede componer de una sola letra repetida desde la primera hasta la última página), pasando por la transcripción de todos los libros escritos o por escribir (y su traducción a todos los idiomas del mundo), hasta la solución de todos los problemas y las respuestas a todas las preguntas del universo: si algo existe, ahí estará escrito, descrito; sólo hay que encontrarlo en las interminables galerías, hecho con el que, según el narrador del cuento, “el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza”

“La Biblioteca es como algunos llaman al universo”. Así comienza el cuento y, al releerlo, advertí lo acertada de la frase a la luz de los últimos avances en física, particularmente en mecánica cuántica (de los que me entero a través de Discovery Channel y Nat Geo), cuyas implicaciones metafísicas veo cada vez más evidentes.  La vastedad del tema me obliga a referirme a sólo una de las materias de las que allí tratan –más bien a una fracción de ella-: los pluriversos o universos múltiples.

Nuevas teorías contemplan alternativas diferentes a la tradicional, la que habla de la singularidad del big bang. Para algunos de los cosmólogos que las defienden  no habría habido solamente una gran explosión inicial (antes de lo cual no había nada, sólo un punto de enorme energía), sino una serie eterna de constantes implosiones que habrían comprimido (calentado) y explosiones que habrían expandido (enfriado) múltiples universos, que se sucederían uno a otro. O bien –para otros- dos dimensiones paralelas que chocarían periódicamente (desde siempre y hasta siempre), dando origen a las explosiones y las implosiones. O bien, la promulgada por el cosmólogo estadounidense Alan Guth (tal vez la más fascinante): una serie infinita y eterna de big bangs que producirían, a su vez, infinitas y eternas burbujas (universos) –muchas de ellas simultáneas- cada una con sus leyes físicas particulares. (Las que, en la metáfora de Borges, corresponderían a los innumerables tomos de la biblioteca que no tendrían sentido: universos cuyos singulares códigos serían incompatibles con nuestra forma de vida, cuyas leyes particulares no harían sentido con las nuestras).

Renombrados cosmólogos y astrofísicos han llamado la atención acerca de las especialísimas condiciones que tuvo que tener, ya no La Tierra, sino incluso el universo que habitamos, para que pudiera florecer la vida como la conocemos: el equilibrio entre las cuatro fuerzas (gravedad, electromagnetismo, fuerza fuerte y fuerza débil) debe ser tan exacto que incluso muchos físicos reconocidos no ofrecen una explicación más admisible que la intervención divina.  Pero el hecho de que, como señala esta última teoría, existan infinitos universos, ofrece nuevas explicaciones referentes a simples resultados probabilísticos.

De hecho, y debido a las numerosas paradojas que nos ofrece el concepto de infinito, en un contexto de universos infinitos habría igual número de universos con ese delicado equilibrio (el tomo preciso de la Biblioteca que contiene las instrucciones exactas para recrear nuestras leyes físicas) que universos que no lo tuvieran. Podemos ir más allá: habría, entonces, infinitos universos en los que podría florecer vida, y entre ellos infinitos universos exactamente iguales a este en el que vivimos, y entre ellos infinitos universos en los que habría un planeta Tierra idéntico a este, y entre ellos infinitas historias evolutivas sin ninguna diferencia con la nuestra, y entre ellas infinitos dobles perfectos de todos nosotros, con los mismos recuerdos, los mismos defectos, los mismos caprichos y pasiones que nosotros. ¡Infinitos!.

Y su número -el de los dobles exactos (basándonos en las paradojas de la teoría de los números transfinitos de Georg Cantor)- sería exactamente igual al de todos los átomos infinitos que existen en todos esos universos infinitos juntos. ¿No lo creen? Hagan la prueba: emparejen a su primer doble perfecto con el primer átomo de este universo; y luego a los dos (átomo y doble perfecto) con el número natural 1.  Después hagan lo mismo con el segundo doble perfecto, el segundo átomo y el número natural 2, y sigan así…hasta el infinito. ¿Resultado?: el resultado es exactamente igual: infinito. Extraño ¿no?

Pero, ¿seríamos nosotros esos dobles? ¿Tendríamos infinitas conciencias? ¿O esos dobles serían sólo aglomeraciones de materia idénticas pero totalmente ajenas a nuestra conciencia? No lo sabemos. Incluso hay otro hecho: además de ser infinitos, los universos también serían eternos: se estarían formando desde siempre y para siempre.  Entonces, ¿ya vivimos antes? Es decir: ¿ya fuimos un ente sensible, con esta misma conciencia con que leemos estas líneas, en otra dimensión o en otro tiempo? O bien, ¿volveremos a vivir? Ante lo inconcebible -lo inconmensurable- de los números y los tiempos, parecería infinitamente absurdo pensar que no. Y en ese punto es en donde la ciencia tocaría a la religión. Pero no lo haría tanto con las religiones occidentales, con sus tiempos lineales, su principio y su final tan definidos, sino -sobre todo- con las corrientes orientales, tan familiarizadas con el concepto del eterno retorno (reencarnación, transmigración de las almas, día de Brahmán y noche de Brahmán, etc…).

Confieso que, contra toda la lógica del miedo a la muerte de un materialista como yo, la mera consideración de la posibilidad de vivir eternamente en los universos múltiples me hace sentir el mismo vértigo que la alternativa: morir eternamente. El hecho de que esa especie de vida eterna sea, haya sido, o fuere en otro universo, y que la materia de aquél no guarde ninguna relación con la de éste, me reconforta un poco, pues probablemente nunca lo sabría. Pero por momentos me siento como esos bribones de la historieta Supermán, condenados a errar eternamente en la inmensidad del espacio, atrapados en aquella burbuja: la zona fantasma.

Todo esto da una sensación entre la fascinación y el temor; cuando ya me acostumbraba a la idea de que todo se acababa con el big crunch, estos cosmólogos refinaron sus investigaciones hasta un punto en que, con cierto grado de verosimilitud, se pueden hacer este tipo de conjeturas, que son de una extravagancia alucinante, pavorosa. En ese orden de ideas, lo más probable es que las entrópicas leyes del azar, sin necesidad de ninguna intervención divina, hayan permitido la escritura coherente del tomo correspondiente a este universo, entre la caótica escritura de los infinitos tomos disparatados de los otros universos hostiles a nuestra forma de vida. Al respecto, el físico teórico Garret Lissi anotaba que para él era mucho más apasionante pensar que algo tremendamente simple, como el azar de las partículas, haya creado esta complejidad de universo, con vida racional (la nuestra) incluida, a que algo tremendamente complejo –digamos dios- hubiese creado algo mucho más simple que él mismo. 

No obstante, y teniendo en cuenta que en la Biblioteca de Borges están las respuestas a todos los interrogantes del universo, debe haber un libro que nos revele que quizás para algunos ese otro libro, el que contiene todas las instrucciones para la creación de nuestras vidas, y que debe estar refundido en algún sitio del insondable laberinto de anaqueles, ese sí, (¿por qué no?), no sería producto del azar y la necesidad y, en cambio, podría ser el verdadero libro escrito por quien tendría que ser el gran matemático (y el gran bibliotecario): dios.

En un caso u otro, implicaría que no nos acabaríamos para siempre (los estoy amenazando con la inmortalidad –pavor de Borges-). Para los creyentes, esa ilusión de vida eterna, y el rencuentro con los seres queridos, los acompaña y consuela siempre. En contraste, a nosotros, los desamparados materialistas, nos acompaña constantemente la angustia del final; quizás por eso busquemos en otras dimensiones de la vida, diferentes a las religiones, un sentido que nos haga sentirnos menos solos. Ahora, además, gracias a estos mesías tecnológicos, nos queda la posibilidad meramente materialista de la ordenada repetición infinita de nuestras vidas en los infinitos universos; “mi soledad se alegra con esa elegante esperanza”.

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