domingo, 29 de abril de 2012

EL BARÓN DE MÜNCHHAUSEN


Cien mil viviendas para los más pobres ha anunciado el gobierno nacional a través del Presidente Santos y del nuevo ministro de vivienda Germán Vargas Lleras. A pesar de que suena un poco a dar el pescado en vez de enseñar a pescar, indudablemente es una buena noticia para muchos (algunos, sin embargo, prefieren que haya gente durmiendo en la calle con tal de mostrar el fracaso del gobierno actual en contraste con el suyo; cosas de la vanidad humana).  Es mejor, en todo caso, tener el pescado, así no se sepa pescar, a no tener nada (todo esto lo hemos ido aprendiendo poco a poco de Pambelé); y  es reconfortante saber que un uno por ciento de colombianos, de entre los más pobres, tendrá un techo -suponemos- digno.

El hecho de que las viviendas sean gratis no hace sino agregarle un ingrediente de justicia social a una sociedad que suele ofrecer muchísimo a poquísimos, poco a muchos y nada a muchísimos. Aún así, a esta iniciativa todavía le espera una travesía épica en los traicioneros pantanos del Congreso, en los peligrosos callejones de la burocracia, y en el nido de ratas de los avivatos que, teniendo algo, quieren aparentar no tener nada.

Con todo, no voy a aplaudir sin reservas esa astuta medida presidencial por el simple hecho de que, de darse, favorecería a gentes habitualmente ignoradas; ni siquiera apoyándome en la tesis de que ese simple hecho anulare las verdaderas motivaciones que tal iniciativa pudiere tener.

Y no lo haré porque me parece el colmo que tengan que darse ciertas condiciones que amenacen seriamente las posiciones dominantes de algunos para que la mezquindad se disfrace de indulgencia (cosas de la avaricia humana) y sea coronada entre los vivas de la muchedumbre ignorante. Porque no, no cometeré, así el ambiente nacional sea ahora el propicio, el acto de populismo de opinión de repetir el cuentico de que la gente no es estúpida, de que al pueblo no lo engañan tan fácilmente; porque sí, sí lo engañan; y sí, definitivamente, es estúpido. Para rebatirme sólo tendrían que explicarme cómo fue que nosotros elegimos presidente a Pastrana aquí en Colombia (cualquiera de los dos). O ellos a Bush en E.E.U.U. (cualquiera de los dos). O como fue que ellos reeligieron a Bush hijo. Y nosotros a Uribe.

Y para explicar mi hipótesis de las razones ocultas tengo que recurrir a una afirmación que seguramente me meterá en problemas con algunos: esas viviendas, esas cien mil viviendas que, con el favor de Dios, tendrán unos, digamos, cuatrocientos cincuenta mil colombianos, no se las debemos agradecer a Santos, sino a un ingrediente externo: a Chávez. Porque sin la sombra que proyecta el coronel venezolano sobre la aterrada ultraderecha colombiana, el presidente Santos no hubiera salido de su torre de marfil de vanidad y elitismo. Sin su amenaza izquierdista del siglo XXI, que ya ha arrastrado a buena parte de nuestros vecinos, y que, como bien lo dijo hace poco Plinio Apuleyo, tiene representantes de variada intensidad aquí en Colombia (la nueva Marcha Patriótica entre los de mayor intensidad), la élite colombiana no hubiese tenido que recurrir a una receta populista de tamaña envergadura (que de todos modos, insisto, corre el peligro de que sus recursos desemboquen en los bolsillos de burócratas corruptos y contratistas aventajados).

Por supuesto, los nubarrones chavistas no hubiesen sido suficientes si domésticamente no estuvieran pasando cosas. Por un lado cierta senadora izquierdista ha logrado fotos memorables gracias a sus circenses espectáculos de liberación y, con ello, ha conseguido medrar en el imaginario mesiánico nacional. Por otro, el alcalde de Bogotá, también de reconocido corte izquierdoso, aunque con incongruencias caricaturescas, es el populismo por antonomasia: además de regalar agua a los estratos bajos, ha hablado de cambiar la destinación a vivienda popular de ciertos terrenos inicialmente proyectados para importantes vías. Si a lo anterior sumamos el hecho de que la Alcaldía de Bogotá se ha convertido en el principal trampolín para acceder a la Presidencia de la República (no tengo sino que volver a recordar a Pastrana) nos encontramos con una carrera armamentista de cheques en la que la chequera más grande tiene la ventaja. Y Santos está empeñado en demostrarlo.

Pero aún esos hechos domésticos serían insuficientes sin un tercer ingrediente: el desplome de la imagen favorable -de la popularidad- de Santos. Y es que, por estúpida que sea la gente, hay una voz que la hace  desenmascarar a los fantasiosos pajaritos en el aire que pinta el presidente; y es aquella que sale por la boca del estómago. Porque, agotando los modelos de chalecos de todo tipo, y con su discurso baboso, decorado con las dos manos puestas a desnivel frente a su cara por todo recurso de lenguaje no verbal, el presidente no ha hecho, desde su posesión, un reverendo carajo. O sí: cumbres. Y, por supuesto, discursos. Discursos en los que se declara populista ("si es que ayudar a los pobres es eso"... Pobrecito, tan incomprendido), traidor de clase (pero no dice de cual ¿de la que hace parte? ¿de la que lo eligió con la esperanza de salir de la pobreza dignamente y no con limosnas?), defensor de los más pobres, héroe de los damnificados por el invierno (para esto último cuenta con un chaleco especial de color naranja).

De resto vemos a las famosas locomotoras de desarrollo moviéndose a la misma velocidad del tren bogotano: a la velocidad del movimiento de los continentes. Y, por eso, esos discursos mentirosos recuerdan al Barón de Münchhausen, personaje de la vida real, llevado a la literatura más tarde por Rudolf Erich Raspe, que se caracteriza por agrandar sus hazañas hasta niveles risibles. O simplemente por inventarlas: cabalgar sobre una bala de cañón -que es una de ellas- podría equivaler a los supuestos logros en materia de prevención de desastres invernales de los que constantemente se jacta el gobierno de ese embustero patológico con apellido incongruente.

Pueda ser que las tres amenazas que se ciernen sobre la cabeza del Barón de Münchhausen colombiano lo animen a pasar de las palabras a los hechos, para que por lo menos se límite a exagerar y no a inventar. Unos pocos actos -nos sigue enseñando Pambelé- son mejores que ninguno. Y aunque cien mil viviendas gratis aún dejen a muchos colombianos en la calle, algo es algo. Y a pesar de que Santos se presente como el salvador de los pobres con su airada indignación -como si acabara de aterrizar de la Luna- de que "tenemos una situación realmente vergonzosa. Colombia es el séptimo país más desigual del mundo entero, el segundo país más desigual de América. Latina", convendría recordarle que, por muy indignado que se muestre con unos remotos y misteriosos culpables, él hizo parte del gabinete de tres Presidentes de la República en los últimos 25 años (ocupando la cartera de hacienda en uno de ellos); que en sus sesenta años de vida ha pertenecido, de una u otra forma -como periodista, como empresario, como político-, a la clase dirigente que ha permitido esa vergüenza que hoy él mismo denuncia enfadado; y que, así pretenda que la cosa no es con él, ha sido en los últimos 25 años una de las personas más influyentes de este país.

Y, sobre todo, que hace ya casi dos años que el presidente es él.

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