domingo, 15 de abril de 2012

TITANIC

“Un argentino, convencido por sí mismo de que puede atravesar a nado el río Amazonas de ribera a ribera por la parte más ancha de su cauce, se lanza al agua.  A los pocos minutos de nadar, el argentino comienza a hundirse, y entre aspiraciones de agua y aire que se intercalan alcanza a gritar: Amazooooonas, te estoy tragandooooooo” Chiste popular

Publico esta entrada cerca de la medianoche del 14 al 15 de abril de 2011. Hace exactamente 100 años, en una medianoche similar, zozobraba en las heladas aguas del Atlántico Norte el barco más famoso de la historia, el Titanic, dejando en ese, su viaje inaugural, un saldo de 1523 muertos entre contusos, ahogados y congelados. El presuntuoso nombre –Titanic- lo dice todo: el barco, como los titanes de la mitología griega, estaba por encima de los dioses (recordemos que, según sus constructores, la nave era insumergible: ni Dios podía hundirlo); y, así como los titanes fueron derrotados en la titanomaquia frente a una nueva estirpe de dioses de segunda categoría (Zeus y compañía), el Titanic sucumbió ante elementos menospreciados por sus propietarios.

Inspirada en ese suceso, la película de 1997, Titanic, del director James Cameron, nos muestra una historia paralela que sirve como metáfora para lo que termina sucediéndole al enorme transatlántico; un presumido miembro de la aristocracia de Pittsburgh, pasajero de primera clase en la nave, es derrotado en las lides amorosas por un plebeyo de la tercera clase a quien aquél había desdeñado desde el primer momento: su prometida, una hermosa jovencita en edad de merecer, acaba prefiriendo al donnadie recién conocido sobre un tentador futuro social y económico al lado de él. No bien termina este último por reconocer su derrota cuando un nuevo –y mucho más grave- problema se le presenta: el petulante Titanic, el insumergible, colisiona contra un iceberg. Y a pesar de que sus compartimientos pueden aislarse entre sí y almacenar miles de litros de agua sin poner en peligro la flotabilidad del barco, el Titanic acaba yéndose a pique. Es la vieja historia (tan antigua como la Historia misma) de David y Goliat, registrada en la biblia en los mismísimos albores de la escritura: un poderoso, convencido de que es superior a su rival, cae derrotado estrepitosamente a pesar de sus alardeos de supremacía.

Aun cuando la abundancia de ejemplos que nos brinda la historia en ese sentido es increíble, al parecer los genes siguen primando sobre las enseñanzas; si bien soberbia y vanidad han sido necesarias en la cadena evolutiva a través de millones de años para garantizar descendencias cada vez más aptas a la vida salvaje -los pavorreales modestos no existen; los pocos de ellos han tenido un árbol genealógico poco frondoso-, hace milenios que esos rasgos dejaron de ser cruciales para la supervivencia de la especie humana y, más bien, el exceso de éstos en un individuo o colectividad, se han tornado fastidiosos para los demás. Y, claro, no pocas veces objeto de burlas cuando las cosas no salen como los prepotentes las han proyectado.

En la guerra, una de las actividades humanas más fértiles para que germine la soberbia, sobran los ejemplos. Por poner uno relativamente reciente: hace menos de 40 años la potencia militar más poderosa de la historia salía con el rabo entre las patas de las selvas de Vietnam, dando por perdida una guerra librada frente a famélicos orientales anclados en el siglo XIX.

Y así es en todos los campos. En el deportivo, donde las batallas son frecuentísimas, las humillaciones están a la orden del día; una de las más famosas la protagonizó la selección de fútbol de Brasil en la final de la Copa Mundo de 1950 cuando, actuando de local, y luego de aplastar a todos los rivales que se le cruzaron en su camino al título, sucumbió ante una modesta selección de Uruguay que había dejado atrás sus épocas de favorito mundial en este tipo de competiciones.  Nunca se supo qué hicieron los brasileros con las toneladas de souvenires, alusivos a la consecución del campeonato, que habían mandado a fabricar para la anticipada celebración.

La política no es una excepción. Y es por eso que un solo hombre pudo desafiar (y finalmente vencer) al imperio donde nunca se ponía el sol: Ghandi, un alfeñique de túnica y anteojos, con su pacífica estrategia de la desobediencia civil, logró doblegar al encopetado imperio británico. Y también en la política, a un nivel muy inferior al anterior (no hay grandes imperios de por medio, no hay líderes espirituales, el país involucrado no es dueño de una historia milenaria), encontramos el caso casi doméstico de nuestra vecina Venezuela y su todopoderoso presidente Chávez.

Chávez –lo sabemos todos- no se caracteriza por su humildad. Aclarando que no voy a juzgar el fondo de su gobierno (mal haría yo, que no conozco de primera mano la situación de Venezuela; sé que se oyen rumores de dictadura en el vecino país, pero ecos de arbitrariedad ya nos venían de allí mismo desde hace lustros: el famoso caracazo quizás nos informase en su momento acerca de una dictadura similar a la presunta de hoy día, diferenciada simplemente en que aquella hacía inmunes a otros ricos), sin juzgar, pues, el fondo de su gobierno me limitaré a la forma. Convendrán conmigo en que no de otro modo que de vanidosa se tiene que calificar una intervención televisada de Chávez en la que aseguró que la revolución bolivariana (en cabeza suya, por supuesto) estaría gobernando el país los períodos 2013-2019, 2019-2025, 2025, 2031… O díganme si no se llama soberbia al hecho de calificar de “victoria de mierda” al triunfo de la oposición en el referéndum de 2007. O corríjanme si declaro de arrogante la invitación que le hizo recientemente al candidato opositor Henrique Capriles a aprovechar el carnaval y disfrazarse de chavito.

Lo que suele pasar en todos estos casos de engreimiento es que sus protagonistas confunden al verdadero enemigo. Así pues, E.E.U.U. no estaba enfrentando a desnutridos vietnamitas, se enfrentaba a la inhóspita jungla; los 11 jugadores de la selección Brasil no se medían a otros 11 jugadores que eran a todas luces inferiores a ellos técnicamente, lo hacían frente a un verdadero equipo, cuyo resultado de conjunto era harto superior a la suma de sus partes; el imperio británico no combatía a un simple hombrecillo descalzo, su combate se libraba en el escurridizo mundo de las ideas; sí: combatían contra una idea, contra una poderosa idea: “cuando una ley es injusta lo correcto es desobedecer”: una vez convencida de eso una exorbitante cantidad de indios no había imperio en el mundo capaz de sostenerse.

También el Titanic: su oponente no era un colosal témpano de hielo; ni unos cuantos miles de litros de agua; ni siquiera Dios, tan legendariamente apático a estos desafíos terrenos: era el mar, la inmensa mar océana, para la que no había compartimientos aislados que valieran: el esplendoroso Titánic terminó tragado por sus incontables aguas: infinitas gotas de agua –el compuesto más simple del planeta- confabuladas contra el altanero intruso de acero.

Y ¡cómo no! Chávez, quien, por su parte, se ha dedicado a enfilar baterías contra una oposición finalmente unida y organizada. Cree que ese es su verdadero enemigo pues, como es tradición entre algunos dirigentes de nuestra pintoresca América latina, piensa que estará en el poder eternamente. Probablemente no lo sea. Y a veces él mismo parece intuirlo; y enfila baterías hacia su nuevo enemigo: cambió el -en cierta forma- modesto lema revolucionario “Patria, socialismo o muerte” por un altivo “Viviremos y venceremos”. Por otro lado, hace poco refiriéndose a su enfermedad, y sin olvidar recordarle a la oposición que le propinaría una paliza “memorable”, afirmó en tercera persona: “…este cáncer no podrá con Chávez tampoco”.

Todo lo anterior, sin saberse a ciencia cierta su real condición médica, hace pensar que oye pasos de animal grande; y que sabe que el chavito de Capriles no es para él –Goliat del matoneo, Titanic de la chabacanería- un adversario tan formidable como aquel que le ha hecho solicitar el auxilio de nadie menos que de Jesucristo, aquel contra el que ninguna bravuconada funciona: la pedrada cósmica, el témpano de todos los témpanos, el más descomunal y oscuro de los océanos: la muerte.

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