No importa cuántas veces se visite: llegar a Nueva York, y salir
por la noche a dar un paseo por la isla de Manhattan, es lo más parecido a
visitar otro planeta. Pero no hablo de los 463 grados centígrados de Venus, ni
de las colosales tormentas gaseosas de Jupiter, sino del otro planeta de
nuestras fantasías; del miles de veces soñado planeta que habita una
civilización tecnológicamente más avanzada, donde nos deslumbran los milagros
de la ciencia al servicio de los seres vivos y donde el goce estético de los
sentidos es el común denominador: presenciar el alucinante espectáculo -diurno
y nocturno- de la luminosa y multitudinaria Times Square; saborear los
insólitos paisajes del Central Park, con sus contrastes entre rascacielos y
naturaleza; contemplar desde el río Hudson la silueta extraterrestre del down
town, con sus despampanantes edificios de cristal…
Sin embargo, y paradójicamente, no creo que
exista otro lugar en el mundo que represente a este planeta y nos represente,
como género, de una mejor manera: allí se encuentran -también- sintetizadas
todas las culturas del mundo; bien porque su maravilloso museo Metropolitano
alberga cinco mil años de historia mundial, o bien porque la experiencia, común
y corriente en Nueva York, de incursionar en -por ejemplo- la gastronomía
paquistaní suele estar precedida -y sucedida- de abundantes tropezones con
italianos, chinos, árabes, hebreos, algunos de ellos hablando en sus lenguas
vernáculas y vistiendo atuendos tradicionales. Es el planeta Tierra en
miniatura, capaz de producir, por igual, nobles actos de solidaridad y
humanismo o abyectos y extraños actos de barbarie. Los atentados de septiembre
de 2001 y sus posteriores consecuencias en todos los órdenes son un buen
ejemplo de lo que digo.
El lugar común dice que quien la conoce
sólo tiene dos caminos: amarla u odiarla. Ignoro si sea cierto, pero, en
cualquier caso, yo soy de los que la aman con toda el alma: en medio de la
pelotera perpetua de gente caminando afanada por las calles atestadas, del
insistente sirirí de las sirenas de ambulancias y carros de bomberos con sus
cornetas de fin del mundo, y del servicio a las patadas que ofrecen casi en
todas partes, de pronto se atestigua la escena de una dulce viejecita que, sin
que nadie se lo pida, le aclara a un tonto profesional, que sostiene un enorme
plano desplegado con las dos manos (yo), que la línea R del metro, por la que
ha esperado durante 45 minutos, no está funcionando desde hace 15 días “because
of the storm”.
Y cuando la adorable ancianita se ha
dormido, uno sale en la alta madrugada -independientemente del día de la semana
que sea: allá el domingo en la noche es igual al martes en la mañana- a pagar
oro en polvo (no importa) por un buen coctel, servido por (tampoco importa) un
engreído bar-man que se cree que está en Nueva York y se esfuerza por no
entender lo que uno quiere decir. Pero el coctel se consigue. Y uno siente en
ese momento que I want to be a part of it; que está siendo parte de algo: de
una película de Woody Allen, de una novela de Paul Auster, de una canción de
Frank Sinatra. Más o menos como la emoción que sintió Borges cuando, al pasar
un puñado de arena de un lugar a otro del gran desierto, con la reverencia y
solemnidad que una insignificancia de esa naturaleza se merece, susurró para sí
mismo : “estoy modificando el Sahara”.
Truman Capote dijo alguna vez que Nueva
York era la única ciudad del mundo, a diferencia de la aburrida Londres y de la
provinciana Roma, donde se podían vivir diez vidas diferentes simultáneas con
diez grupos diferentes de amigos sin que jamás coincidieran. John Lennon
escogió vivir -y quizás morir- en esa ciudad que ni lo vio nacer ni lo
catapultó a la fama, pero que de alguna manera mitigaba la desazón de la
simpleza que otras latitudes pueden ofrecer al hombre extraordinario. Allí,
para bien y para mal, está la ONU, esperanzadora e inoperante; y Wall Street; y
el imponente Empire State Building, con el fantasma de King Kong merodeando; y
el Edificio de la Chrysler, con su hermosa figura art decó; y los grandes
pintores y escritores; y el centenario subway, atravesando como una exhalación
cien años de séptimo arte; y el encantador barrio Soho, elegante y bohemio a la
vez; y los shows de breakdance en plena calle; y la exclusiva Quinta Avenida,
abarrotada de boutiques prohibitivas; y el misterioso Chinatown, con sus
descrestantes pescaderías y sus estafadores de esquina; y los artistas
silvestres que tocan instrumentos ignotos en las bancas del parque; y las
parejas gays tomadas de la mano; y los atuendos extravagantes; y los profetas
callejeros del juicio final recordando que hay que arrepentirse de los pecados
porque “Jesus is coming soon”; y las paradójicas indolencia y filantropía del
poderoso magnate John D. Rockefeller, más presentes que nunca en toda la
ciudad; y The New York Times; y las pandillas; y los buenos muchachos; y los
malos; y Martin Scorsese; y Taxi driver; y Little Italy, con los balazos y los
jirones de seda todavía frescos en las paredes; y Tony Benett; y Harlem; y
Michael Jordan; y los Yankees; y Broadway, y Al Pacino, y Robert De Niro, y la
Familia Corleone; y el hombre Araña, y Batman. And “all that jazz”.
Allí está todo para que cualquiera se
sienta, al menos por un instante, king of the hill, top of the list, a number
one.
New York, New York.
@samrosacruz
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