miércoles, 5 de diciembre de 2012

NEW YORK, NEW YORK


No importa cuántas veces se visite: llegar a Nueva York, y salir por la noche a dar un paseo por la isla de Manhattan, es lo más parecido a visitar otro planeta. Pero no hablo de los 463 grados centígrados de Venus, ni de las colosales tormentas gaseosas de Jupiter, sino del otro planeta de nuestras fantasías; del miles de veces soñado planeta que habita una civilización tecnológicamente más avanzada, donde nos deslumbran los milagros de la ciencia al servicio de los seres vivos y donde el goce estético de los sentidos es el común denominador: presenciar el alucinante espectáculo -diurno y nocturno- de la luminosa y multitudinaria Times Square; saborear los insólitos paisajes del Central Park, con sus contrastes entre rascacielos y naturaleza; contemplar desde el río Hudson la silueta extraterrestre del down town, con sus despampanantes edificios de cristal…
Sin embargo, y paradójicamente, no creo que exista otro lugar en el mundo que represente a este planeta y nos represente, como género, de una mejor manera: allí se encuentran -también- sintetizadas todas las culturas del mundo; bien porque su maravilloso museo Metropolitano alberga cinco mil años de historia mundial, o bien porque la experiencia, común y corriente en Nueva York, de incursionar en -por ejemplo- la gastronomía paquistaní suele estar precedida -y sucedida- de abundantes tropezones con italianos, chinos, árabes, hebreos, algunos de ellos hablando en sus lenguas vernáculas y vistiendo atuendos tradicionales. Es el planeta Tierra en miniatura, capaz de producir, por igual, nobles actos de solidaridad y humanismo o abyectos y extraños actos de barbarie. Los atentados de septiembre de 2001 y sus posteriores consecuencias en todos los órdenes son un buen ejemplo de lo que digo.
El lugar común dice que quien la conoce sólo tiene dos caminos: amarla u odiarla. Ignoro si sea cierto, pero, en cualquier caso, yo soy de los que la aman con toda el alma: en medio de la pelotera perpetua de gente caminando afanada por las calles atestadas, del insistente sirirí de las sirenas de ambulancias y carros de bomberos con sus cornetas de fin del mundo, y del servicio a las patadas que ofrecen casi en todas partes, de pronto se atestigua la escena de una dulce viejecita que, sin que nadie se lo pida, le aclara a un tonto profesional, que sostiene un enorme plano desplegado con las dos manos (yo), que la línea R del metro, por la que ha esperado durante 45 minutos, no está funcionando desde hace 15 días “because of the storm”.
Y cuando la adorable ancianita se ha dormido, uno sale en la alta madrugada -independientemente del día de la semana que sea: allá el domingo en la noche es igual al martes en la mañana- a pagar oro en polvo (no importa) por un buen coctel, servido por (tampoco importa) un engreído bar-man que se cree que está en Nueva York y se esfuerza por no entender lo que uno quiere decir. Pero el coctel se consigue. Y uno siente en ese momento que I want to be a part of it; que está siendo parte de algo: de una película de Woody Allen, de una novela de Paul Auster, de una canción de Frank Sinatra. Más o menos como la emoción que sintió Borges cuando, al pasar un puñado de arena de un lugar a otro del gran desierto, con la reverencia y solemnidad que una insignificancia de esa naturaleza se merece, susurró para sí mismo : “estoy modificando el Sahara”.
Truman Capote dijo alguna vez que Nueva York era la única ciudad del mundo, a diferencia de la aburrida Londres y de la provinciana Roma, donde se podían vivir diez vidas diferentes simultáneas con diez grupos diferentes de amigos sin que jamás coincidieran. John Lennon escogió vivir -y quizás morir- en esa ciudad que ni lo vio nacer ni lo catapultó a la fama, pero que de alguna manera mitigaba la desazón de la simpleza que otras latitudes pueden ofrecer al hombre extraordinario. Allí, para bien y para mal, está la ONU, esperanzadora e inoperante; y Wall Street; y el imponente Empire State Building, con el fantasma de King Kong merodeando; y el Edificio de la Chrysler, con su hermosa figura art decó; y los grandes pintores y escritores; y el centenario subway, atravesando como una exhalación cien años de séptimo arte; y el encantador barrio Soho, elegante y bohemio a la vez; y los shows de breakdance en plena calle; y la exclusiva Quinta Avenida, abarrotada de boutiques prohibitivas; y el misterioso Chinatown, con sus descrestantes pescaderías y sus estafadores de esquina; y los artistas silvestres que tocan instrumentos ignotos en las bancas del parque; y las parejas gays tomadas de la mano; y los atuendos extravagantes; y los profetas callejeros del juicio final recordando que hay que arrepentirse de los pecados porque “Jesus is coming soon”; y las paradójicas indolencia y filantropía del poderoso magnate John D. Rockefeller, más presentes que nunca en toda la ciudad; y The New York Times; y las pandillas; y los buenos muchachos; y los malos; y Martin Scorsese; y Taxi driver; y Little Italy, con los balazos y los jirones de seda todavía frescos en las paredes; y Tony Benett; y Harlem; y Michael Jordan; y los Yankees; y Broadway, y Al Pacino, y Robert De Niro, y la Familia Corleone; y el hombre Araña, y Batman. And “all that jazz”.
Allí está todo para que cualquiera se sienta, al menos por un instante, king of the hill, top of the list, a number one.
New York, New York.
@samrosacruz

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