sábado, 28 de julio de 2012

LECCIONES DEPORTIVAS DE KAZAJISTÁN PARA BENEFICIO DE LA GLORIOSA NACIÓN DE COLOMBIA


Ahora resulta que, según la revista Semana, el ciclista colombiano Rigoberto Urán “toca la gloria en Londres”; y “consiguió una hazaña histórica para el país”. Otros medios hablan de “proeza” para referirse a la obtención de la medalla de plata, por parte del deportista, en la modalidadciclismo en ruta en el marco de los Juegos Olímpicos 2012. Algunos periodistas más, especialistas en fabricar estrellas en un parpadeo, entrevistan a celebridades recién salidas del horno, como la madre y la hermana del ciclista, quienes nos sorprenden con las revelaciones de que se pusieron contentas con el triunfo de su familiar, de que él quería ganar, además de confiarnos la hora en la que se acostaron la noche anterior a la carrera.

El presidente Santos, a su turno, festeja exultante (“¡qué maravilla!”) el hecho de que Urán llegó de segundo (es decir, que perdió; pero con Santos estamos acostumbrados a que casi lograr algo -y fracasar en el intento- sea presentado como un triunfo demoledor). Noticieros de televisión, a menos de 24 horas de haberse inaugurado los juegos, destacan en medio de una gritería altisonante que Colombia ocupa uno de los diez primeros puestos en el cuadro de medallas. Caravanas  de perturbados mentales interrumpen la paz del sábado en la mañana con una ruidosa pitadera, mientras blanden orgullosos el pabellón nacional.
Tal es el ambiente que se vive hoy en todo el territorio nacional: orgullo patrio; exaltación de la raza superior colombiana, de la malicia indígena, de la verraquera, del trabajo duro que nos caracteriza, de la “enjundia”, como diría Pacho Maturana. Curiosa manera de reaccionar ante el evento de ganar una medalla de plata olímpica; evento que ya se ha dado varias veces antes y que, de hecho, fue superado cuando María Isabel Urrutia se hizo con la de oro en una competición anterior. Pero mucho más extraño es que la actuación del ciclista sea calificada de “proeza” y de “hazaña” por el mismo medio de comunicación que nos informa que el tipo tuvo un descuido y, por eso, estropeó la victoria.

Esa pasión por festejar histéricamente insignificantes triunfos morales (hemos ganado sólo una de alrededor de 900 medallas que se repartirán en las justas londinenses; y de todos modos ni siquiera es de oro), de celebrar nuestra legendaria pasión por ser segundones, me recuerda al falso documental Borat. En éste, la nación de Kazajistán envía a Estados Unidos, no a su mejor periodista, sino a su segundo mejor periodista, con el fin de que recabe información acerca del modo de vida americano. Dicha información, según el plan, redundará en el incremento en la calidad de vida de los habitantes del anónimo país. Pero lo que nos presenta la cinta en realidad, a través de un humor de pésimo gusto, pero no carente de sarcasmo, son las contradicciones y estupideces de los gringos, que se creen superiores en todos los campos, especialmente frente a repúblicas, según ellos, bárbaras.

Así nosotros, que nos ufanamos ahora de exigentes frente a las gestiones de los funcionarios públicos,  que nos indignamos con tanta facilidad en las redes sociales, y que, además, nos creemos superiores a todo el mundo (por misteriosas razones), aplaudimos a rabiar la mediocridad cuando rozamos el éxito con remedos de heroicidades, con logros de pacotilla. Esas actitudes conformistas las leen  con meridiana claridad los bribones que nos gobiernan. Y por eso nos enrostran el simple cumplimiento del deber como una gesta épica. Y exactamente así lo asimilamos: un funcionario que no saquee al erario público es, automáticamente, considerado un héroe. Llegamos incluso al colmo de que si el funcionario cumple bien sólo una de sus funciones, pero incumple clamorosamente las demás, lo consideramos un ejemplo; o díganme si ese no es el caso que estamos viviendo con el actual procurador.
Pero lo más irónico de todo es que fue precisamente a manos del ignoto Kazajistán (Colombia al menos es famosa mundialmente por la ilegalidad de algunas de sus exportaciones y por la brutalidad de sus ciudadanos) que perdimos la medalla de oro (“perdimos”: ya caí yo también en la trampa). Ignoro si en Kazajistán se paralizó el país porque Alexandr Vinokourov ganó la medalla de oro. Sospecho que ni de cerca pasó algo parecido, pero no puedo comprobarlo; primero porque no conozco el nombre de ningún periódico kazajo para investigarlo; y segundo, y más importante, porque no entiendo ni ruso ni kazajo, los dos idiomas predominantes en ese país.
Con todo, de haber ocurrido, no sería tan estúpido como el caso nuestro: además de que ellos sí ganaron la competencia -y se hicieron con la medalla de oro- cuentan con escasamente la tercera parte de la población de la que disponemos aquí. Lo anterior, unido al hecho de que en su corta historia reciente como nación (declaró su independencia apenas en 1991), y habiendo participado solamente en cinco olimpiadas, en las que ha conseguido ganar cuarenta medallas olímpicas (diez de ellas de oro), hace que las doce medallas de Colombia (una sola dorada), en diecinueve participaciones, se vean ridículamente paupérrimas.
Creo que esta memorable colección de victorias de hojalata y de glorias de relumbrón -que es Colombia- tiene mucho que aprenderle a la modesta, pero eficiente (al menos en materia olímpica), nación de Kazajistán. Brincamos en una pata, como si fuera la gran vaina, nuestra posición en el cuadro de medallas -cuando apenas se ha disputado el 1% de las competencias programadas- pero olvidamos aclarar que arriba de nosotros no sólo está la milenaria  China, sino también Kazajistán -¡Kazajistán!-.
Apaga y vámonos.

@samrosacruz

domingo, 8 de julio de 2012

LA CIVILIZACIÓN DEL ESPECTÁCULO


“Es mejor ser rico que ser pobre”, Pambelé. “Es mejor ser rico que ser pobre”, Julio Mario Santo Domingo. No es difícil advertir el contraste que marca el hecho de que a veces no es lo que se diga, sino quién lo dice. Y cómo lo haga. Pero no me voy a centrar exclusivamente en la columna de una flaca ofendiendo a unas gordas; ni a la paupérrima defensa que de la columna hizo su autora, plagada de contradicciones e incongruencias [“…no hubo nadie que se riera más de verse metamorfoseada, (…) que yo…” decía, al final de la entrevista radial que concedió, refiriéndose a los tiempos en que subió 19 kilos. “Ay, dios mío, yo cuando voy a recuperar mi figura” era la descripción que hacía de lo que ella veía como su desgraciado descenso a los infiernos de la obesidad, al principio de la misma entrevista. Curiosa manera de reírse de sí misma. Pero, bueno, esas ambigüedades pueden darse en un contexto en el que puede existir una flaca tan pesada]. Voy a tratar, más bien, de establecer por qué una superficialidad tal ocupa tanto tiempo y espacio en la mente de todo un país.  Y en esa labor me voy a servir del magnífico ensayo de Vargas Llosa: La Civilización del Espectáculo.

Lo primero es que todos somos sobornados a comulgar en el “altar del espectáculo”. Y empiezo por mí. En este momento me dispongo a alimentarme –y a regurgitar sobre los lectores- del cuerpo herido de una figura pública; es eso que el profesor Andrew Oitke ha llamado “cadáveres de reputaciones”, que es uno de los alimentos que componen la dieta intelectual de nuestros días: hamburguesas de conocimiento, donuts de información. El amarillismo, el escándalo, el sensacionalismo, priman sobre las ideas profundas.  Y eso es lo que la gente occidental contemporánea quiere oír, leer y ver. Y lo que los generadores de información y conocimiento deben proveer en alguna medida, so pena de “dirigirse sólo a fantasmas” como bien dice Vargas Llosa en su ensayo. En mi mínima defensa alego la intención de abordar este tipo de temas desde una perspectiva más profunda, que invariablemente me la proporcionan verdaderos intelectuales y pensadores, como, en este caso, Vargas Llosa: sólo cumplo el papel de asociar temas e ideas, alternando, además  -o pretendiendo hacerlo-, entre lo frívolo y lo profundo.

Y ese, justamente, parece ser el problema: la casi nula pluralidad en la naturaleza de los temas tratados en los medios de comunicación o practicados en la vida intelectual de las civilizaciones actuales; la colombiana, para nuestro caso de hoy. Aparte del hecho de que estemos pendientes, como buitres, de los primeros estertores de alguna figura pública para caer sobre ella, cabría preguntarse por qué una persona que escribe unas opiniones tan mediocres y estúpidas, como la autora de la columna, es considerada una líder de opinión en sectores tan amplios de nuestra sociedad. Lo cual, por otra parte, y remedando una frase del ensayo, no habla mal de ella, sino mal del país.

La crisis de la cultura (no entendida en su acepción antropológica) de la que habla Vargas Llosa hace que fanfarrones y embaucadores pasen como artistas; que en lugar de que los pretendidos gurús de la cultura actual intenten ofrecernos soluciones a los grandes enigmas de la vida nos carameleen con tonterías lúdicas que son pensadas para ser consumidas y desechadas, “como las gaseosas y los jabones”. Discúlpenme que cite tanto hoy, pero díganme si las siguientes ideas de La Civilización del Espectáculo no describen inmejorablemente la columna del escándalo; o, si vamos más allá, toda la actividad profesional de su autora, incluyendo su -a estas alturas- obviamente famoso show de stand-up comedy (uno de los muchos shows que, dicho sea de paso, “dan la impresión cómoda al espectador, de ser culto, revolucionario, moderno, y de estar a la vanguardia, con el mínimo esfuerzo intelectual”).

Aquí las citas: “…un tiempo (este) en el que el juego y la bravata, el gesto provocador y despojado de sentido, bastan a veces, con la complicidad de las mafias que controlan el mercado del arte y los críticos cómplices o papanatas, para coronar falsos prestigios, confiriendo el estatuto de artistas a grandes ilusionistas que ocultan su indigencia y su vacío detrás del embeleco y la supuesta insolencia.” (…) “…en nuestros días, en que lo que se espera de los artistas no es el talento, ni la destreza, sino la bravata y el desplante.” (…) “Lo que era antes revolucionario se ha vuelto moda, pasatiempo, juego, un ácido sutil que desnaturaliza el quehacer artístico…”

 El temor suscitado, y ampliamente debatido en emisoras radiales, programas televisivos, prensa escrita y redes sociales, de que algunas jóvenes aquejadas de obesidad sean víctimas de elementos externos, como el bullying, o internos, como la anorexia o la bulimia, radica precisamente en que las jóvenes, gordas o flacas, leen exclusivamente esas tonterías, como la columna afrentosa que nos ocupa hoy.  Si al mismo tiempo leyeran, por ejemplo, a Sartre y a Camus (porque, como bien dice Vargas llosa, no se trata –ni más faltaba- de desterrar el entretenimiento de la vida de nadie), si se inscribiesen simultáneamente en una cultura de la reflexión, del análisis, todos ellos, los menos favorecidos con el esquema social actual, serían menos vulnerables; y tendrían más herramientas para enfrentar la tiranía de los irreverentes del matoneo; o de los extremistas de la corrección (esas ambigüedades, esos extremos, lejos de ser la lógica excepción, son la asombrosa regla).

Finalmente, a ti, a la autora de una columna que no es otra cosa que una larga lista de insultos, y que, por otra parte, según informó en su cuenta de facebook el reputado cronista Alberto Salcedo Ramos, parece ser un plagio (se llega al colmo del descaro y la displicencia, en nuestros días, de fusilar estupideces), me he cuidado a lo largo de toda esta columna de agraviarte directamente; estaría cayendo –una vez más, como tantas otras veces me ha sucedido- en la misma trampa, en el mismo soborno que mencionaba arriba. Sólo que, por algún motivo, tu imagen física la asemejo a tu capacidad intelectual; y me recuerda –tu imagen intelectual, no vaya y sea que me linchen las flacas- aquella canción cubana interpretada magistralmente por el Trío Matamoros: “Buche y pluma na’ más”

Y eso eres tú.


@samrosacruz

jueves, 5 de julio de 2012

MEMORIAS DE UN BEBEDOR EN EJERCICIO


Lo que faltaba: gota. Sucedió hace unas tres semanas, cuando me despertó un intenso dolor en el pie derecho. Mi papá, un médico retirado, al ver mis rencos desplazamientos por su casa -adonde había ido de visita por esos días-, no dudó un instante en diagnosticarme un ataque agudo de gota: al dolor de tortura medieval lo acompañaba la hinchazón y enrojecimiento de la zona afectada (que, por lo demás, se trataba del sitio clásico del 90% de primeros ataques de gota: la primera metatarso-falángica del pie).

A pesar de mi posición escéptica contra todo tipo de superstición, en estos casos médicos he estado tentado a temer por una conspiración astral contra el inofensivo hecho de que disfrute de uno de los placeres más grandes del mundo: tomar un trago (o dos, o muchos).
Todo empezó en el colegio, en quinto de bachillerato; una mañana, durante el segundo recreo, empecé a ver por el rabillo del ojo unas figuras extrañas, vaporosas, que paulatinamente iban aumentando y se iban desplazando hacia el centro de visión, hasta hacer difícil el simple acto de leer o detallar algún objeto. Inmediatamente después me atacó un atroz dolor de cabeza, que me convenció, a la sazón, de lo poco imaginativo que resultaba Dante en su descripción de los nueve círculos del infierno. Jaqueca o migraña fue el diagnóstico.

En aquel momento, con las primeras prohibiciones, entré al aburrido mundo de los adultos: la pizza, los quesos, los chocolates, los helados, las coca-colas, los cheetos estarían, en adelante, vedados.  Y también el vino tinto. Aunque un adolescente colombiano de 1984 no era propiamente un bebedor de vino tinto (y yo no era la excepción), la mera prohibición me dejaba un pequeño sinsabor, que no hacía sino aumentar el enorme sinsabor que me dejaban las demás prohibiciones a esas otras exquisitas muestras de sibaritismo adolescente.

Afortunadamente decidí, como buen adolescente colombiano de 1984, desobedecer olímpicamente las recomendaciones médicas, con la consecuencia de que los repetidos ataques iniciales se hicieron cada vez más esporádicos: ahora sólo los sufro muy raramente, se limitan a la primera parte del acceso (sólo la sicodélica visión de las figuras fantasmales, sin el subsiguiente dolor), y sin relación alguna con el consumo de los alimentos contraindicados.
Años después vino la segunda embestida prohibicionista.  Después de sufrir frecuentes dolores estomacales en la oficina, me remitieron a la clínica Santa Fe, donde, una vez sometido a los más indignos procedimientos (deambular de una dependencia a otra con mis vergüenzas apenas cubiertas, para después culminar en una camilla metálica donde me practicaron una humillante lavativa con un líquido rosado), me diagnosticaron colon irritable: “se trata de una enfermedad incurable, señor Rosales, y la única forma de prevenir futuros malestares es con una estricta dieta, así que evite el consumo de los siguientes alimentos”. Y ahí me dispararon un régimen alimenticio que excluía el 99% de los alimentos disponibles en el planeta Tierra: legumbres secas, charcutería, melón, plátano, pescados grasos, café con leche, pan, caldos, frituras, mantequilla, gaseosas, pimienta, huevos…Hasta mascar chicle (pocas veces en mi vida he visto una lista más exhaustiva). Y, por supuesto, alcohol.

Esta vez me sacó del apuro la mediocridad que un empleado oficial, como lo era yo entonces, fácilmente traslada del trabajo a la obediencia de las prescripciones médicas: dos semanas después del diagnóstico mi cuñado y yo inaugurábamos una temporada de vacaciones en la que protagonizamos innúmeras bacanales dionisíacas, además de pantagruélicas jornadas en cuanto restaurante se cruzaba en nuestro camino. ¿Resultado?: los malestares abdominales desaparecieron como por ensalmo; y desde entonces nunca he vuelto a tener una crisis como la padecida en la oficina.
No obstante, la enófoba conspiración sideral me reservaba un embate demoledor: el corazón. A finales de 2004, después de una parranda babilónica de dos días, tuve la brillante idea de jugar un partido de fútbol 5 en el sofocante calor de las dos de la tarde de Barranquilla. Después de un pique por la punta derecha empecé a sentirme extraño; los latidos del corazón cobraron una presencia sobrenatural: podía sentirlos claramente, sin necesidad de tocarme el pecho, y su irregularidad era evidente. Volé a la clínica donde, después del aspavientoso recibimiento de un médico novato, terminé en la unidad de cuidados intensivos.

Tres días de chequeos más tarde, y con un diagnóstico de fribrilación auricular bajo el brazo, me enfrenté a la inminente realidad abstémica, encarnada en un cardiólogo de ascendencia árabe: “señor Rosales, usted no debe tomar más de un trago por día.  De hecho le aconsejo que se acostumbre a tomar cervezas sin alcohol”. Habrase visto semejante estupidez: cerveza sin alcohol. En ese momento recordé la aclaración que le hizo un caballero de mediana edad a su novia mucho más joven, cuando ésta, mientras los dos se tostaban al sol en la piscina del hotel Santa Clara de Cartagena, pidió una piña colada sin alcohol: “tú lo que quieres es un jugo de piña de treinta mil pesos”, le dijo.

Tuve, entonces, que recurrir al viejo truco que consiste en recorrer médicos y médicos hasta dar con el que diga lo que uno quiere oír. Así fue como atiné con un cardiólogo que me autorizó a tomar un número de tragos razonable por noche. Con la aquiescencia de mi nuevo compinche empecé a explorar el campo minado de los convalecientes del corazón.  Al principio me limitaba a cuatro tragos por noche. No pasó mucho tiempo para que incrementara esa cantidad al doble. Y no alcanzaron a transcurrir tres meses antes de que tuviera la borrachera más feroz que han visto mis cuarenta y cuatro años de existencia.  Al otro día, sin embargo, y en contravía de las terroristas advertencias del galeno fundamentalista, mi corazón latía con la regularidad de un reloj atómico.
Casi ocho años, incontables borracheras, y cero arritmias después vino el asunto de la gota. El reumatólogo, desde el principio, embistió con la furia de un toro de lidia: eliminar el trago, las carnes rojas, los mariscos, los pescados azules (en realidad las proteínas en general), además de algunos vegetales: coliflor, espinaca, garbanzos… (¿Han notado que, de seguir los consejos médicos, a estas alturas mi única alternativa alimenticia consistiría en unirme al primer hato de ganado que viera y acompañar a las vacas en la monótona actividad de rumiar durante todo el santo día un enorme bolo de hierba?).

Nunca en toda mi vida he oído palabras con mayor indiferencia como se las escuché a aquel reumatólogo. Lo de la gota era la gota que amenazaba con rebosar la copa de mi paciencia sanitaria, por lo que decidí tomármela fondo blanco. De modo que, sin los prudentes rodeos acostumbrados, salí del consultorio del despótico especialista directamente al restaurante de rodizio a atiborrarme de carne de res y vino tinto.

Espero que, con todas esas abundantes demostraciones de perseverancia y tenacidad espirituosas, les quede claro a los astros que su aburrido complot de sobriedad me tiene sin cuidado.

RED SOCIAL


Perdónenme que insista, pero es que este gobierno es una farsa. Así lo dejé entrever en una de mis columnas anteriores, en la que expresé mis reservas acerca de los reales alcances y  motivaciones de Santos Calderón, si bien al mismo tiempo reconocía un enfoque equilibrado acerca del conflicto interno dado por su gobierno. El aparente contrasentido se explica en el hecho de que, en mi opinión, al presidente lo único que lo mueve es su obsesión con hacerse a una página privilegiada en los libros de historia patria. Puede que el hecho de pertenecer a la familia más poderosa del país lo rete a ser algo más que un simple presidente de la república, y eso hace que busque, a como dé lugar, ser el gestor de un hecho trascendental en la historia colombiana. El inconveniente radica en que esa búsqueda está sustentada en una megalomanía maquiavélica, bastante lejana del desinteresado sacrificio de sus admirados Franklin Delano Roosevelt y Winston Churchill.
El estratégico equilibrio entre ofensiva militar y puerta abierta al diálogo es, además de una oportunidad legada por la terquedad del gobierno anterior -que no aprovechó el debilitamiento militar de la guerrilla para proponer una salida negociada-, sin duda fruto de una acertada asesoría y es, también, probablemente el único camino hacia la resolución del conflicto. La ley de restitución de tierras constituye otro hito en la reivindicación de derechos de los oprimidos. Las cien mil casas de regalo se revela como la política social más ambiciosa de la historia reciente de Colombia. Y así… El problema es que todas esas iniciativas parecen concebidas como simples golpes mediáticos, y no como verdaderas soluciones al mejoramiento de la calidad de vida de los ciudadanos.
Ninguna de las tres iniciativas mencionadas anteriormente ha mostrado un avance significativo –o algún avance, si somos más estrictos-, y todo parece hacer parte de un gran montaje mediático. De hecho, los reveses del gobierno actual son manejados de igual manera. Digo reveses para no hablar de sinvergüencerías; diferentes escándalos siguen un patrón repetitivo; parecen calcados: cuando se intentó gravar con IVA algunos productos de la canasta familiar, el presidente se hallaba convenientemente lejos (por allá en China, creo) y, una vez estalló el escándalo, volvió apresuradamente a condenar la medida y hacer saltar –en medio de la más descarada pirotecnia mediática- a unos cuantos fusibles burocráticos de menor orden.

Hoy, cuando se aprobó la grotesca reforma a la justicia, y casualmente se encontraba de nuevo por fuera (en Brasil esta vez), regresó precipitadamente a ofrecer una alocución en la que censuraba la nueva ley, confeccionada –según dio a entender- a sus espaldas (Y, de ser así, ¿qué clase de timonel sería ese que no bien da media vuelta cuando sus propios ministros le desobedecen? Por otro lado, ¿saltarán los tacos de Esguerra y Renjifo, o las incongruencias del presidente nos demostrarán que existe algo infinito además de la estupidez humana?).
Paradójicamente son los mismos medios los procuradores que han destapado las farsas de estos últimos dos años. Pero no hablo de diarios nacionales ni noticieros de televisión; hablo de los nuevos medios: las redes sociales Twitter y Facebook ya han demostrado que su capacidad de convocatoria –derivada de su inmediatez y carácter democrático- llega al extremo de desestabilizar gobiernos; e incluso tumbarlos. El efecto bola de nieve de estas herramientas mediáticas hace que simples observadores, sin más capital que su número de seguidores –dispuestos a replicar en un efecto dominó sus denuncias – se conviertan en los mejores fiscales de, por ejemplo, congresistas que quieren devolvernos a tiempos de Pablo Escobar, cuando peligrosos asesinos se pavoneaban con sus delitos a cuestas gracias a la inmunidad parlamentaria que hoy se pretende revivir.

Ahora, cuando Twitter y Facebook destaparon la olla podrida, la jaula de orangutanes de la reforma, resulta que nadie tuvo la culpa. Los altos dirigentes marcan los estilos de sus organizaciones; y el nuevo estilo de los dirigentes del país es el mismo que ha rubricado Santos Calderón: indignación hacia sus propias acciones y transferencia de culpas a espectrales culpables; así lo hizo Juan Lozano, el presidente del partido de La U con el asunto de Merlano; así lo acaba de hacer Simón Gaviria, presidente del partido Liberal, justificando, además, su firma al texto de la reforma en el hecho de no haberlo leído (es para reírse a carcajadas, por su cinismo o por su irresponsabilidad e incompetencia). Y eso sucede porque así lo hace Santos siempre. No quiero ni pensar en que lleguemos a añorar el anterior estilo, el de las bravuconadas, el de “esto es así y punto”; al menos era más honesto, aún en medio del mar de corrupción en que navegaba.

Es irónico que -como nos lo muestra el director David Fincher en su excelente película Red Social- la aventura fortuita de un adolescente borracho (Facebook) haya derivado en una poderosa herramienta de denuncia social, cuyo éxito, además de ser un acontecimiento empresarial de antología, engendró esa otra más poderosa herramienta llamada Twitter, mientras que la ambiciosa empresa política de un potentado aristócrata está a punto de naufragar en un océano de pifias, desaciertos, mentiras, frivolidades, crímenes y mezquindades.

A los dos, a Santos y a Zuckerberg –el creador de Facebook-, los movía lo mismo: la vanidad, el ego. Pero una cosa es que un arrebato vanidoso ayude a hacer más entretenida la vida de ochocientas millones de personas, y otra que muy diferente que hunda a cuarenta y cinco millones en la desesperanza y la miseria.

Santos de todos modos superó sus propias expectativas: no puso a chillar solamente a los ricos, sino que puso a chillar a todo el país, con excepción de los bandidos que firmaron la infame reforma a la justicia. Y, muy a su pesar, no sólo está a años luz de las leyendas de Churchill y Roosevelt, sino que ni siquiera le alcanza para llevar a feliz término la sucia maniobra de Kissinger, según la cual, para solucionar un problema primero hay que crearlo: este señor no engaña a nadie con sus discursos indignados y sus trinos oportunistas ; y cada día se hunde más, junto con su gobierno, en un pantano de frivolidad e incompetencia.
El tiempo no se detiene. Twitter tampoco.