miércoles, 15 de mayo de 2013

EL RUIDO Y LA FURIA


Necesitaba que alguien me explicara qué diablos era lo que está pasando, en qué dimensión desconocida estaba atrapado: ayer (¿hoy? ¿antes de ayer?) oí, vi, sentí por todos lados un barullo ensordecedor por el triunfo ciclístico de unos colombianos. El presidente actual, el anterior, los noticieros... Todo el mundo hablaba, chateaba, tuiteaba, gritaba, así qué volé a ver qué colombiano había ganado el Tour de Francia, pero, por más que buscaba en internet, sólo encontraba el triunfo de Rigoberto Urán en una de las veintiún etapas de las que se compone el modesto Giro de Italia (superado en prestigio ampliamente por el Tour de Francia y la Vuelta a España). 

Puesto en términos futbolísticos -que se entienden mejor, aún en este país que repentinamente volvió a considerar al ciclismo como un tema serio y de enorme trascendencia- es como si un equipo, en vez de hacer semejante escándalo por ganar el Mundial de fútbol, lo hiciera por ganar un solo partido de la primera ronda de la Copa América. 

Pero, bueno, después pensé que la respuesta a mi pregunta de por qué esa histeria colectiva, de por qué esos alaridos destemplados por todas partes, residía en el hecho de que Urán, con ese triunfo, había pasado a comandar la clasificación general. Wrong answer: según pude comprobar, el actual líder es el italiano Vincenzo Nibali, seguido muy de cerca (a 41 segundos) por Cadel Evans, y, ya en el pelotón, a más de dos minutos de diferencia, está Rigoberto Urán, el héroe invencible de Colombia. 

Sin embargo, cómo seguía sin entender los extraños berridos de los noticieros y los enormes titulares de los periódicos que hablaban de "El regreso de los escarabajos", me dije "Eureka: con seguridad van punteando en la montaña". Nuevo error, a menos de que Stefano Pirazzi, el actual líder en esa modalidad, sea natural de Aguachica. 

Pero, además, ni la clasificación a la regularidad, ni la clasificación por equipos, ni nada en las estadísticas de la competencia podía explicarme el ruido, el estropicio imperante; los bramidos que proclamaban el día como “histórico” (no van a alcanzar los libros de historia para contarles a nuestros nietos todas estas epopeyas diarias), ni las épicas imágenes de esos aguerridos paladines envueltos en el invicto pabellón tricolor; o esos cantares de gesta que contaban la hazaña en la inmortal voz del juglar Ricardo Urrego, en la delicada poesía de Javier Hernández Bonnet, en la lírica prosa de Ricardo Henao. 

Temeroso de ser objeto de un perverso experimento solipsista por parte de un científico malévolo, me senté, respiré profundo, y la razón y el entendimiento fueron llegando otra vez a mí. Finalmente se me aclaró la mente: "este es un país de orates - pensé-, este es un país de locos furiosos, este es un país de idiotas, este es un país que no va para ninguna parte". En diez segundos todo se había normalizado en mi cabeza, y ya no necesitaba que nadie me explicara nada: había comprendido que tenía razón, una vez más, el bardo inmortal (y esta vez no hablo del gran Carlos Antonio Vélez, sino de Shakespeare): la vida a veces no es otra cosa que una historia contada por un idiota, llena de ruido y furia.

Sobre todo si tienes la amarga desdicha de vivir en Colombia.

@samrosacruz

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