Necesitaba que alguien me explicara qué
diablos era lo que está pasando, en qué dimensión desconocida estaba atrapado:
ayer (¿hoy? ¿antes de ayer?) oí, vi, sentí por todos lados un barullo
ensordecedor por el triunfo ciclístico de unos colombianos. El presidente
actual, el anterior, los noticieros... Todo el mundo hablaba, chateaba,
tuiteaba, gritaba, así qué volé a ver qué colombiano había ganado el Tour de
Francia, pero, por más que buscaba en internet, sólo encontraba el triunfo de
Rigoberto Urán en una de las veintiún etapas de las que se compone el modesto
Giro de Italia (superado en prestigio ampliamente por el Tour de Francia y la
Vuelta a España).
Puesto en términos futbolísticos -que se
entienden mejor, aún en este país que repentinamente volvió a considerar al
ciclismo como un tema serio y de enorme trascendencia- es como si un equipo, en
vez de hacer semejante escándalo por ganar el Mundial de fútbol, lo hiciera por
ganar un solo partido de la primera ronda de la Copa América.
Pero, bueno, después pensé que la
respuesta a mi pregunta de por qué esa histeria colectiva, de por qué esos
alaridos destemplados por todas partes, residía en el hecho de que Urán, con
ese triunfo, había pasado a comandar la clasificación general. Wrong answer:
según pude comprobar, el actual líder es el italiano Vincenzo Nibali, seguido
muy de cerca (a 41 segundos) por Cadel Evans, y, ya en el pelotón, a más de dos
minutos de diferencia, está Rigoberto Urán, el héroe invencible de
Colombia.
Sin embargo, cómo seguía sin entender
los extraños berridos de los noticieros y los enormes titulares de los
periódicos que hablaban de "El regreso de los escarabajos", me dije
"Eureka: con seguridad van punteando en la montaña". Nuevo error, a
menos de que Stefano Pirazzi, el actual líder en esa modalidad, sea natural de
Aguachica.
Pero, además, ni la clasificación a la
regularidad, ni la clasificación por equipos, ni nada en las estadísticas de la
competencia podía explicarme el ruido, el estropicio imperante; los bramidos que
proclamaban el día como “histórico” (no van a alcanzar los libros de historia
para contarles a nuestros nietos todas estas epopeyas diarias), ni las épicas
imágenes de esos aguerridos paladines envueltos en el invicto pabellón
tricolor; o esos cantares de gesta que contaban la hazaña en la inmortal voz del
juglar Ricardo Urrego, en la delicada poesía de Javier Hernández Bonnet, en la
lírica prosa de Ricardo Henao.
Temeroso de ser objeto de un perverso
experimento solipsista por parte de un científico malévolo, me senté, respiré
profundo, y la razón y el entendimiento fueron llegando otra vez a mí. Finalmente
se me aclaró la mente: "este es un país de orates - pensé-, este es un
país de locos furiosos, este es un país de idiotas, este es un país que no va
para ninguna parte". En diez segundos todo se había normalizado en mi
cabeza, y ya no necesitaba que nadie me explicara nada: había comprendido que tenía
razón, una vez más, el bardo inmortal (y esta vez no hablo del gran Carlos
Antonio Vélez, sino de Shakespeare): la vida a veces no es otra cosa que una
historia contada por un idiota, llena de ruido y furia.
Sobre todo si tienes la amarga desdicha
de vivir en Colombia.
@samrosacruz
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