Leyendo el último artículo de
Alberto Salcedo Ramos en El Colombiano (De fiesta en Twitter), caigo en cuenta nuevamente de
la propensión natural que tenemos muchísimos humanos a ser apocalípticos; a
oponer una resistencia tenaz a integrarnos a las nuevas tecnologías -para
ponerlo en términos de Umberto Eco, a través de quien caí en cuenta la primera
vez gracias a su magnífico ensayoApocalípticos e integrados-. Salcedo, en su artículo,
se va lanza en ristre contra nuestra nueva costumbre (de la humanidad
occidentalizada) de “encadenarnos” a nuestros teléfonos celulares inteligentes,
a través de los cuales, según las perfectas frases de Salcedo, nos convertimos
en “marionetas del ciberespacio” y “huimos de (…) nuestros acompañantes de
carne y hueso, para danzar con fantasmas” en la “pista de baile ilusoria” de
las redes sociales.
Nunca he podido comprobar si, como en
efecto creo, la cita es apócrifa, pero circula por ahí la especie de que hace
2500 años ya Sócrates se quejaba de la superficialidad de las nuevas
generaciones. Y aunque el artículo de Salcedo no menciona a un grupo humano en
particular, estoy casi seguro de que todos, al leerlo, pensamos inmediatamente
en un montón de jovencitos (y jovencitas: no sea que me demanden los del Polo
Democrático) con la cabeza gacha y moviendo rabiosamente los pulgares.
Ahora, sin embargo, no voy a salir con que eso a mí no me
molesta (que se le preste a uno menos atención que a una azafata explicando
cómo se ajusta el cinturón de seguridad del avión), pero tengo que sostener que
ese fenómeno no tiene nada que ver con “pérdida de valores”, “juventud perdida”
(para afirmar esto último, por otra parte, ya contamos con un argumento
demoledor: el gusto por el reaggetón), ni
ninguna de esas otras frases prefabricadas a las que tanto nos gusta acudir,
sino que se debe a simple naturaleza humana: somos una especie altamente
sociable (a diferencia de, por ejemplo, el hombre de Neanderthal, extinto, al
parecer, a causa de eso mismo), y nos encanta compartir nuestros estados de
ánimo: nuestros triunfos, nuestros fracasos. Y hasta nuestro aburrimiento. Sólo
que –pequeño detalle- antes no existían teléfonos inteligentes a través de los
cuales pudiéramos comunicar al mundo, en el mismo instante en que sucedían,
cualquiera de los pormenores de nuestras vidas.
En efecto: se cae de su peso que un cambio
en el ADN humano, capaz de trastocar significativamente nuestra manera de
relacionarnos, no va a tomar los escasos cinco o diez años que llevamos
ennoviados con nuestros celulares: no somos organismos procariotas que alcanzan
las 55 generaciones en 24 horas, sino homo sapiens que han recorrido hasta el
último milímetro del camino de la vida, iniciado hace 3800 millones de años.
Por lo tanto, la solución se reduce a lo meramente cultural, nada distinto,
supongo, a, digamos, lo que ocurrió con la invención de la imprenta, que
masificó el material de lectura, y, con seguridad, propició frases como: “ahora
la gente no habla entre sí por estar concentrada en su libro o su periódico”. Y
después con la radio. Y con la televisión, el Satán por antonomasia.
Quizás todo sea cuestión de tiempo para que
se desarrolle una nueva etiqueta de las relaciones humanas; una que tenga en
cuenta el fenómeno inatajable de las redes sociales. O para que surja un nuevo
fenómeno (es también cuestión de tiempo) que nos haga añorar la bucólica época
en que la gente compartía su tiempo en silencio con la mirada enterrada en su
teléfono celular.
Además de quejarnos (que constituye mucho de la sal de la vida),
deberíamos tratar también de integrarnos; de acostumbrarnos a que las cosas
serán así en adelante. O por lo menos hasta que se ponga de moda, y sea de lo
más chic (pequeño guiño a mi maestro Diego
Marín), ignorar las redes sociales. Dejemos, pues, tranquilos a nuestros
jóvenes (¿y jóvenas?) y a nuestros niños. (Aunque en este punto no estoy seguro
de si esos ataques a los niños de ahora sean útiles como contrapeso a las
cacareadas, y proclamadas a los cuatro vientos, sabiduría y prudencia
infantiles, cosa tan falsa como la hipótesis garciamarquiana –profusamente
apoyada por tirios y troyanos- de que un mundo manejado por mujeres sería mucho
mejor: por un lado, los niños son tan, o más –si cabe-, crueles y egoístas como
cualquier adulto; y, por otro, el encanto de mundo neoliberal que vivimos hoy
no se lo debemos tanto a ningún hombre como se lo debemos a la recientemente
fallecida Margaret Thatcher, quien, sin duda, era mujer).
Y, para los que no me creen que esa es la
naturaleza humana, -exhibicionista a morir-, y que no se trata de ninguna
mutación genética, cierro con una anécdota protagonizada por Luis Miguel
Dominguín, aquel torero español, padre del cantante Miguel Bosé. Después de una
jornada amorosa con nadie menos que Ava Gardner, uno de los íconos sexuales de
su época (en la que, no sobra decirlo, no soñaban con existir ni siquiera los
primeros celulares, aquellos de dimensiones ladrillescas), Dominguín se levantó
apresuradamente del lecho amatorio, y, cuando la diva le preguntó que adónde
iba, él no tuvo ni que pensar la respuesta: “A contarlo”.
@samrosacruz
¡Excelente artículo Samuel! Me divertí demasiado porque entre otras cosas en el segundo renglón me detuve y leí el artículo de Salcedo Ramos primero. Además, me encantan estos ataques, escasos por cierto, al atavismo nostálgico que se repite y se seguirá repitiendo para nuestro bien y para nuestro mal.
ResponderEliminarPor otro lado, me queda una duda con respecto a la forma de refutar lo de la mutación. Usted sugiere que no es posible que sea una mutación nueva, pues el problema sería de tiempo, que "solamente llevamos cinco o diez años ennoviados con nuestros celulares", y que ese tiempo no es suficiente para generar cambios profundos desde el punto de vista genético en el comportamiento humano. Si bien el argumento es correcto por la edad de madurez sexual humana, yo le pondría una segunda parte para hacerlo más robusto: ¿cuál habría sido la fuerza de selección que garantiza el éxito reproductivo de quienes "padecen" la mutación? Sin ella no tiene sentido hablar de origen evolutivo del nuevo patrón.
Alberto además sugiere que ahora TODOS van a las fiestas a tuitiar, parece entonces que nadie le saca provecho a los pinitos que sembró con tanto esfuerzo por las redes sociales, y que ahora debería cortar -sembrar- en las fiestas -en los moteles cercanos-. Nada menos ventajoso en términos de pasar los genes a la siguiente generación usando Tuiter como instrumento.
Para que de verdad el cambio genético funcione, tendría que haber una especie de ventaja en términos del apareamiento efectivo. Alguna correlación con la estupidez, para que además de ser buenos galanes cibernéticas no usen condón, y así pueda la mutación esparcirse por el mundo. Sino es así, la aproximación al problema se estaría dando desde el punto de vista lamarckiano, lo cuál siempre ha sido un error típico.
Y hablando de errores en biología, me encantaría leer una columna suya sobre Darwin y Lamarck. Eso sí debe ser divertido. Sobre todo ahora que está tan alborotado el tema de la clonación.
¡Saludos!
Gracias por leer, Sebastián. Tienes toda la razón, ese argumento pudo elaborarse un poco más, entre otras cosas porque me apasiona el tema de la selección natural. Muy interesante tu comentario, y trataré de escribir el artículo que me sugieres.
ResponderEliminarSaludos y muchas gracias nuevamente.