domingo, 12 de mayo de 2013

FILOSOFANDO EN FACEBOOK


Leyendo el último artículo de Alberto Salcedo Ramos en El Colombiano (De fiesta en Twitter), caigo en cuenta nuevamente de la propensión natural que tenemos muchísimos humanos a ser apocalípticos; a oponer una resistencia tenaz a integrarnos a las nuevas tecnologías -para ponerlo en términos de Umberto Eco, a través de quien caí en cuenta la primera vez gracias a su magnífico ensayoApocalípticos e integrados-. Salcedo, en su artículo, se va lanza en ristre contra nuestra nueva costumbre (de la humanidad occidentalizada) de “encadenarnos” a nuestros teléfonos celulares inteligentes, a través de los cuales, según las perfectas frases de Salcedo, nos convertimos en “marionetas del ciberespacio” y “huimos de (…) nuestros acompañantes de carne y hueso, para danzar con fantasmas” en la “pista de baile ilusoria” de las redes sociales.

Nunca he podido comprobar si, como en efecto creo, la cita es apócrifa, pero circula por ahí la especie de que hace 2500 años ya Sócrates se quejaba de la superficialidad de las nuevas generaciones. Y aunque el artículo de Salcedo no menciona a un grupo humano en particular, estoy casi seguro de que todos, al leerlo, pensamos inmediatamente en un montón de jovencitos (y jovencitas: no sea que me demanden los del Polo Democrático) con la cabeza gacha y moviendo rabiosamente los pulgares.
Ahora, sin embargo, no voy a salir con que eso a mí no me molesta (que se le preste a uno menos atención que a una azafata explicando cómo se ajusta el cinturón de seguridad del avión), pero tengo que sostener que ese fenómeno no tiene nada que ver con “pérdida de valores”, “juventud perdida” (para afirmar esto último, por otra parte, ya contamos con un argumento demoledor: el gusto por el reaggetón), ni ninguna de esas otras frases prefabricadas a las que tanto nos gusta acudir, sino que se debe a simple naturaleza humana: somos una especie altamente sociable (a diferencia de, por ejemplo, el hombre de Neanderthal, extinto, al parecer, a causa de eso mismo), y nos encanta compartir nuestros estados de ánimo: nuestros triunfos, nuestros fracasos. Y hasta nuestro aburrimiento. Sólo que –pequeño detalle- antes no existían teléfonos inteligentes a través de los cuales pudiéramos comunicar al mundo, en el mismo instante en que sucedían, cualquiera de los pormenores de nuestras vidas.

En efecto: se cae de su peso que un cambio en el ADN humano, capaz de trastocar significativamente nuestra manera de relacionarnos, no va a tomar los escasos cinco o diez años que llevamos ennoviados con nuestros celulares: no somos organismos procariotas que alcanzan las 55 generaciones en 24 horas, sino homo sapiens que han recorrido hasta el último milímetro del camino de la vida, iniciado hace 3800 millones de años. Por lo tanto, la solución se reduce a lo meramente cultural, nada distinto, supongo, a, digamos, lo que ocurrió con la invención de la imprenta, que masificó el material de lectura, y, con seguridad, propició frases como: “ahora la gente no habla entre sí por estar concentrada en su libro o su periódico”. Y después con la radio. Y con la televisión, el Satán por antonomasia.
Quizás todo sea cuestión de tiempo para que se desarrolle una nueva etiqueta de las relaciones humanas; una que tenga en cuenta el fenómeno inatajable de las redes sociales. O para que surja un nuevo fenómeno (es también cuestión de tiempo) que nos haga añorar la bucólica época en que la gente compartía su tiempo en silencio con la mirada enterrada en su teléfono celular.
Además de quejarnos (que constituye mucho de la sal de la vida), deberíamos tratar también de integrarnos; de acostumbrarnos a que las cosas serán así en adelante. O por lo menos hasta que se ponga de moda, y sea de lo más chic (pequeño guiño a mi maestro Diego Marín), ignorar las redes sociales. Dejemos, pues, tranquilos a nuestros jóvenes (¿y jóvenas?) y a nuestros niños. (Aunque en este punto no estoy seguro de si esos ataques a los niños de ahora sean útiles como contrapeso a las cacareadas, y proclamadas a los cuatro vientos, sabiduría y prudencia infantiles, cosa tan falsa como la hipótesis garciamarquiana –profusamente apoyada por tirios y troyanos- de que un mundo manejado por mujeres sería mucho mejor: por un lado, los niños son tan, o más –si cabe-, crueles y egoístas como cualquier adulto; y, por otro, el encanto de mundo neoliberal que vivimos hoy no se lo debemos tanto a ningún hombre como se lo debemos a la recientemente fallecida Margaret Thatcher, quien, sin duda, era mujer).

Y, para los que no me creen que esa es la naturaleza humana, -exhibicionista a morir-, y que no se trata de ninguna mutación genética, cierro con una anécdota protagonizada por Luis Miguel Dominguín, aquel torero español, padre del cantante Miguel Bosé. Después de una jornada amorosa con nadie menos que Ava Gardner, uno de los íconos sexuales de su época (en la que, no sobra decirlo, no soñaban con existir ni siquiera los primeros celulares, aquellos de dimensiones ladrillescas), Dominguín se levantó apresuradamente del lecho amatorio, y, cuando la diva le preguntó que adónde iba, él no tuvo ni que pensar la respuesta: “A contarlo”.
@samrosacruz

2 comentarios:

  1. ¡Excelente artículo Samuel! Me divertí demasiado porque entre otras cosas en el segundo renglón me detuve y leí el artículo de Salcedo Ramos primero. Además, me encantan estos ataques, escasos por cierto, al atavismo nostálgico que se repite y se seguirá repitiendo para nuestro bien y para nuestro mal.

    Por otro lado, me queda una duda con respecto a la forma de refutar lo de la mutación. Usted sugiere que no es posible que sea una mutación nueva, pues el problema sería de tiempo, que "solamente llevamos cinco o diez años ennoviados con nuestros celulares", y que ese tiempo no es suficiente para generar cambios profundos desde el punto de vista genético en el comportamiento humano. Si bien el argumento es correcto por la edad de madurez sexual humana, yo le pondría una segunda parte para hacerlo más robusto: ¿cuál habría sido la fuerza de selección que garantiza el éxito reproductivo de quienes "padecen" la mutación? Sin ella no tiene sentido hablar de origen evolutivo del nuevo patrón.

    Alberto además sugiere que ahora TODOS van a las fiestas a tuitiar, parece entonces que nadie le saca provecho a los pinitos que sembró con tanto esfuerzo por las redes sociales, y que ahora debería cortar -sembrar- en las fiestas -en los moteles cercanos-. Nada menos ventajoso en términos de pasar los genes a la siguiente generación usando Tuiter como instrumento.

    Para que de verdad el cambio genético funcione, tendría que haber una especie de ventaja en términos del apareamiento efectivo. Alguna correlación con la estupidez, para que además de ser buenos galanes cibernéticas no usen condón, y así pueda la mutación esparcirse por el mundo. Sino es así, la aproximación al problema se estaría dando desde el punto de vista lamarckiano, lo cuál siempre ha sido un error típico.

    Y hablando de errores en biología, me encantaría leer una columna suya sobre Darwin y Lamarck. Eso sí debe ser divertido. Sobre todo ahora que está tan alborotado el tema de la clonación.

    ¡Saludos!

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  2. Gracias por leer, Sebastián. Tienes toda la razón, ese argumento pudo elaborarse un poco más, entre otras cosas porque me apasiona el tema de la selección natural. Muy interesante tu comentario, y trataré de escribir el artículo que me sugieres.

    Saludos y muchas gracias nuevamente.

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