viernes, 15 de julio de 2011

EL PLANETA DE LOS SIMIOS


“Somos construidos como máquinas de genes (…) pero tenemos el poder de rebelarnos contra nuestros creadores.  Nosotros, sólo nosotros en la Tierra, podemos rebelarnos contra la tiranía de los reproductores egoístas”  Richard Dawkins, El Gen Egoísta

Hace poco, en El Heraldo de Barranquilla, un tuitero envió al periódico un video –publicado en la edición digital del 11 de julio- en el que un chimpancé dispara un fusil AK-47. En la escena (lo más parecido que he visto a un sketch de las legendarias películas y series de TV de “El Planeta de los Simios”), un grupo de hombres armados (paramilitares de algún país africano tal vez), en medio de bromas y risas le dan el fusil cargado al chimpancé; éste lo recibe con pasmosa naturalidad, lo acomoda en la posición correcta y, ante el desconcierto de los ya para ese momento aterrados bromistas, hala el gatillo y empieza a disparar a diestra y siniestra -como no lo hubiera hecho el mismísimo General Urko de la serie de TV- mientras los humanos corren por sus vidas. Al final del video, en una escena que, por su simbolismo, recuerda el momento en que los humanos -en la película-  encuentran la Estatua de la Libertad semienterrada en una playa solitaria (y así descubren que el planeta al que desembarcaron de su viaje estelar no es otro que la propia Tierra), al final del video, digo, el ahora solitario chimpancé levanta sobre su cabeza el fusil con las dos manos en una escalofriante señal de triunfo y superioridad.
Supongo que esto último no es más que una casualidad o una reacción corriente del simio -la que probablemente también habría tenido si sujetase un racimo de bananas en lugar del fusil-, pero la remota alternativa de que llegare a tratarse de un mínimo rapto de conciencia del chimpancé acerca de lo que acababa de acontecer, me da pie para una defensa -también mínima- del género humano, y para una final reflexión en torno al papel transformador que podemos darle a nuestras vidas a través del gobierno de nuestros actos.
El reputado zoólogo Richard Dawkins nos presenta en “El Gen Egoísta” la teoría de que los seres vivos no somos más que máquinas de supervivencia de los genes, los que, a la larga, dirigen todas las acciones del ser vivo (cazar, comer, reproducirse, metabolizar etc…) con el fin de garantizar su propia supervivencia (del gen). El objetivo, totalmente azaroso e irracional, es mantener la estabilidad del gen (o paquete de genes actuando como uno solo) y, de esa manera, subsistir una generación tras otra indefinidamente.  De modo que, mientras no exista la razón, todas las acciones de los seres vivos estarían regidas por una suerte de determinismo genético. En contraste, cuando existe la razón (hasta ahora sólo comprobada en el hombre), sería posible dirigir el curso de los acontecimientos con base en razonamientos morales o éticos.
Teniendo en cuenta lo anterior, se me ocurre que toda la crueldad atribuida al género humano, no es más que un accidente, producto – paradójicamente- de su atributo más distintivo y honroso: la razón. Me explico: el género humano no sería cruel y sanguinario per se, puesto que cabría pensar que de haber sido los simios quienes hubiesen tenido la suerte (por mutaciones genéticas) de evolucionar primero que los humanos a un estadio de inteligencia similar al que poseemos nosotros, probablemente las cosas serían muy semejantes a como son hoy, con la simple diversidad o inversión de roles de algunos actores: quizás habría un obeso chimpancé saqueando el erario de la Alcaldía de Kampala (supongo que la Nueva York de los simios); o un lascivo papión –dirigente de alguna poderosa institución monetaria internacional- violando a una indefensa bonoba que oficiase de camarera en un hotel de cinco estrellas de Nairobi; o un insensible orangután experimentando drogas nuevas en inermes humanos.
Para algunos el anterior escenario no es tan descabellado. El biólogo y filósofo británico Rupert Sheldrake, por ejemplo, mantiene su teoría de la Causación Formativa, especie de mezcla del Registro Akáshico de Annie Bésant (que sostiene que el espacio está formado por un éter que almacena la memoria de todos los conocimientos desde la creación del Universo), el Campo Morfogenético de Hans Speman, y el Inconsciente Colectivo de Jung. Según esta teoría, “Los comportamientos característicos de los organismos biológicos están influenciados por invisibles campos organizadores operando a través del espacio y del tiempo”. En otras palabras: el aprendizaje de los seres vivos se iría almacenando en recipientes invisibles, y estaría disponible para las nuevas generaciones (¿cómo?, no lo dice: es un nimio detalle susceptible de ser afinado en dicha teoría). Para Sheldrake, gracias a la Causación Formativa, las nuevas generaciones tomarían el aprendizaje acumulativo de las anteriores (a través de los campos) y serían capaces de aprender más rápidamente: un grupo de ratas que lograse realizar una tarea determinada –por ejemplo-, por el sólo hecho de hacerlo, les facilitaría la labor de realizar, la misma tarea, a otras ratas que estuviesen naciendo en el otro extremo del mundo. O a cualquier persona contemporánea -según la teoría- le sería más fácil aprender a escribir mandarín (por el enorme conocimiento almacenado durante siglos) que una grafía recién inventada. Interesante. Espero ansiosamente el momento en que, aprovechando siglos de acumulación de literatura -que estarían disponibles en los famosos campos-, les sea infundido a los cibernautas actuales el conocimiento de Cervantes y, superando a Borges, la realidad nos regale  millones de Pierre Menards que escriban deliciosos fragmentos de “El Quijote”, a cambio de las estúpidas sandeces plagadas de catástrofes ortográficas que sufrimos hoy en las redes sociales. Convengamos en que se ha tardado un poco ese esperanzador fenómeno.
De otro lado, está el historiador (también británico a pesar de su nombre latino) Felipe Fernández-Armesto quien, a través de sus múltiples investigaciones con simios, ha encontrado que una vez descubierta una habilidad por parte de uno de los individuos de un clan, ésta es –a través de la observación- rápidamente aprendida por los otros individuos. Para Fernández-Armesto, tratar de establecer diferencias entre el género humano y las demás especies de animales, ha fracasado rotundamente a lo largo de la historia: los animales tendrían sociedades, cultura, tradiciones, formas de conciencia y comunicación muy similares al hombre, y la única diferencia sería la volatilidad social, es decir, el altamente cambiante contexto cultural humano respecto al más estable contexto cultural animal. De esta manera, la evolución de especies sigue su curso, algunas en la dirección del razonamiento superior.
Teorías como las anteriores, algunas un poco traídas de los cabellos, y otras con más bases científicas (estudio de neuronas espejo en primates, lenguaje avanzado en delfines, emociones en ballenas), hacen verosímil el hecho de que en un futuro no seamos la única especie con derechos privilegiados sobre la Tierra.  De hecho, hasta podríamos vernos subyugados por otra especie, tal como en la película “El Planeta de los Simios” (o incluso por un ente no biológico, como los computadores).  Pero mientras llega el momento en que un  grupo de chimpancés paracos le entreguen un fusil a un travieso humanito para que juegue, bien podríamos poner nuestro superior raciocinio al servicio de la ética, la moral y el sentido social –a costa de nuestro egoísmo genético- y así lograr una civilización que pueda ser un ejemplo decente para otras especies capaces de llegar a nuestro nivel.
(Ver video del Chimpancé disparando en el enlace de abajo)
http://www.youtube.com/watch?v=csbF2O6TvJg

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