sábado, 5 de noviembre de 2011

1984

"Un estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar a una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre."       Aldous Huxley

El británico George Orwell escribió hace más de sesenta años una magnífica radiografía de lo que iba a ser el mundo en un futuro que él imaginó más cercano: 1984. Aunque Orwell mismo aceptó la enorme influencia que ejerció en él y en su novela otra obra del mismo corte distópico: Un Mundo Feliz, escrita por el también británico Aldous Huxley (de quien, además, fue su alumno en la universidad), me atrevo a opinar que las profecías presentes en 1984 le ganan por una nariz a las contenidas en Un Mundo Feliz, aunque quizás un híbrido de los dos libros describa mejor las circunstancias contemporáneas (ver epígrafe).

Acaba de saberse que la Associated Press tuvo acceso a un parque industrial de la CIA donde se hace un trabajo de inteligencia mundial acerca de las tendencias en las redes sociales: trinos de Tuiter, estados de Facebook, enlaces a artículos de prensa y a blogs son analizados detenidamente (al parecer a razón de unos cinco millones diarios) para tratar de establecer las propensiones sociales y políticas que se van conformando en las diferentes regiones y subregiones del globo. Una vez establecidos los patrones de comportamiento, le es transmitida la información al presidente Obama y a su grupo de asesores para, con base esta, y en otras nutridas por conductos más convencionales, tomar decisiones geopolíticas estratégicas.

Pero seguramente estas prácticas no son privativas del gobierno de Estados Unidos: paranoicos países del primer mundo como Inglaterra, tiranías disfrazadas como la china o abiertamente manifiestas como las de algunos países árabes usan probablemente estrategias de espionaje de este tipo. Aunque, ciertamente, algunos de tales agentes de autoridad, tal vez por una afortunada ineptitud, demoren sus repuestas más de lo debido, como felizmente lo demostró el reciente fenómeno de la primavera árabe

La diferencia esencial entre lo vislumbrado hace más de medio siglo por Orwell y lo que experimentamos hoy en día, radica en el hecho de que, mientras en la Inglaterra futurista de la novela el Estado había tenido que invertir montañas de dinero para instalar sofisticados aparatos de grabación en oficinas, casas e incluso parques, y en lavarle el cerebro a una inmensa cantidad de funcionarios que se encargaran de procesar ese ingente volumen de información, en nuestras sociedades contemporáneas los Estados, a través de los gobiernos de turno, sólo se han limitado a contratar mercenarios que procesen dicha información, puesto que los omnipresentes dispositivos de vigilancia son proporcionados, con una tenacidad y una ingenuidad troyana que rayan en la imbecilidad, por los propios ciudadanos: nosotros mismos.

La lucha por el derecho a la privacidad ha sido un leitmotiv de todas las sociedades a través de la historia; las arbitrariedades cometidas a partir del espionaje al fuero interno de las personas -y el mismo espionaje en sí- por parte de gobiernos de todos los pelambres y latitudes (que han sido documentadas en cartas, novelas históricas, testimonios y relatos de todo tipo), han sido el motor fundamental de esta guerra sin cuartel librada por los ciudadanos contra sus propios Estados. No obstante –y paradójicamente- cuando en una gran proporción de sociedades se han logrado los avances más significativos de la historia en ese sentido, hemos resuelto -masivamente- feriar, ni siquiera al mejor, sino a cualquier postor -cuya retribución las más de las veces es nula- el activo más valioso que poseemos: nuestro pensamiento.

Vivimos nuestras vidas actuales en una especie de acuario que se exhibe para el escrutinio de cualquiera que tenga una conexión a banda ancha: nunca antes, ni en esos semilleros de chismes que son los pueblos pequeños, la gente había tenido tanto acceso a tanta y tan variada información íntima relativa a las vidas de tantas otras personas: proveemos sin la menor cautela un reportaje permanente (y a veces con registro fotográfico incluido) de nuestros estados de ánimo, de nuestras posiciones acerca de multiplicidad de temas, de nuestras actividades sociales, laborales y, en general, información de todo tipo: hobbies, gustos, capacidades etc…

Y, claro, “el que no corre, vuela”, como dice el refrán.  Los gobiernos y las multinacionales (pero ¡vaya! qué pleonásticos estamos hoy) huelen la tontería a kilómetros con sus olfatos de tintoreras, y aprovechan esa oportunísima situación para diseñar las estrategias con las que nos seguirán subyugando per sécula seculorum. Somos unos condenados a muerte que en los ocios del cautiverio confeccionamos primorosamente, y sin que nadie nos lo exija, las mismas sogas que más tarde nos ahorcarán.

Se pierde, con todo esto, el elemento sorpresa, tan útil en el éxito de sanas revoluciones que ayudan a esquivar los dañinos comportamientos gregarios y aborregados que, a la vez, tanto convienen a los poderosos; a los titiriteros del mundo.  Es increíble el nivel de docilidad al que estamos dispuestos a llegar por el simple exhibicionismo vanidoso de nuestras pequeñas conquistas diarias (este blog puede ser el ejemplo que encabece todo). Y pensar que, como escribió hace poco a un usuario de alguna red social sobre esa misma red y sobre todas las otras redes sociales: “todos escriben, nadie lee”. Nadie, excepto los plutócratas y sus secuaces. Qué suerte la que han tenido. Ni al mismísimo Gran Hermano le quedó tan fácil.

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