sábado, 16 de marzo de 2013

EL TERCER CHÁVEZ


En la frase final de su crónica sobre Chávez, García Márquez duda de si habló con el futuro salvador de Venezuela (era enero de 1999) o simplemente con un déspota más, que se agregaría a la larga lista de déspotas de la historia. Tal vez no habló con ninguno de los dos. Los déspotas –con contadas excepciones, que hacen parte de otra lista menos obvia- no son queridos por sus pueblos. Son temidos y odiados. Y ese no fue (por lo menos en un grueso sector popular) el caso de Chávez: la marea humana de sus funerales lo confirma.
Por otro lado, tampoco fue el salvador de Venezuela, así el supuesto (supuesto por él mismo) sucesor de García Márquez, en dos artículos recientes, se haya empeñado en tratar de convencernos de tamaño despropósito.
Entre las curiosas defensas que William Ospina hace de Chávez, figura una en la que resalta su carácter pacífico -basada en el hecho de que su frustrado intento por acceder al poder mediante métodos violentos le permitió, después, un ascenso regular en las urnas-. Lo que, sin duda, pasa por alto el agudo análisis de Ospina, es que tal circunstancia se debió principalmente a la mala fortuna, más no a dudosas convicciones pacifistas del coronel golpista. A renglón seguido, Ospina disculpa el hecho de que Chávez no haya “sembrado el petróleo” (que no haya invertido en desarrollo las descomunales ganancias de la venta del crudo durante sus catorce años de mandato –dilapidadas en paternalismos y quijotescas empresas-), con el argumento de que la antigua clase política tampoco lo hizo durante cincuenta años. Sin mencionar que el precio del petróleo se multiplicó por diez, justo cuando Chávez llegó al poder, no hay que ser un genio para saber que una política mala no pasa a ser buena por el simple hecho de que haya otras peores: la industria venezolana, de todos modos, está en ruinas. Igual reflexión puede hacerse en otra de las “defensas” que Ospina hace de Chávez: le celebra nada menos que, contrario a la traición de Francia y Gran Bretaña, haya permanecido fiel -hasta la muerte- en su amistad con el genocida de Gadafi. Finalmente, con la afirmación de que Chávez incorporó al pueblo a la “leyenda nacional”, y de que ganó muchas elecciones, lo gradúa de fundador de la “democracia del siglo XXI”.
Qué falacia monumental.
Confraternizar con el pueblo y ganar elecciones no son condiciones suficientes para calificar de demócrata a nadie. Ni siquiera dichas condiciones, forzosamente, hacen mejores sociedades. Adelantándome a la ley de Godwin, que suele darse más que todo en los foros de abajo, me permito recordar que lo mismo puede decirse de nadie más y de nada menos que de Hitler y del partido Nazi.
Pero esa no es la única coincidencia entre Hitler y Chávez, quien, a manera de insulto, tachaba de fascistas a sus adversarios. Despachando rápidamente los hechos circunstanciales de que los dos –militares y carismáticos ellos-, fueron encarcelados por golpes de Estado malogrados, de su permanente invocación a próceres de la “patria” y a momentos mejores de “sus” gloriosas naciones (Bismarck y el Reich el uno; Bolívar y laGran Colombia el otro), y de la condescendencia que mostraban con la gran masa, al hablarles en una jerga de no iniciados sobre los grandes problemas de la “patria”, descontando eso, es posible advertir otras similitudes mucho más inquietantes.

El odio a los intrusos, la segregación, y los chivos expiatorios (elementos tan característicos de los regímenes fascistas), son unas de ellas. Para no hablar del compartido antisemitismo entre ambos (“Maldito seas, Estado de Israel”, vociferó Chávez en una ocasión), recordemos que Chávez no desperdiciaba la oportunidad para satanizar a sus principales clientes, los estadounidenses. De hecho, Maduro, su heredero, acaba de emularlo, expulsando, él también, a los representantes diplomáticos de Estados Unidos, con la risible excusa del complot de la enfermedad de Chávez.
El “complot” -dicho sea de paso- es otro de los recursos predilectos de los fascistas para enardecer –y así controlar- a las masas: Hitler veía uno colosal en el gran capital internacional. Chávez también. Y probablemente haya sido cierto. Pero, el hecho de que así haya sido (recordemos que el hecho ser paranoico no implica la ausencia de persecución), no justifica la infame manipulación.
No sé si, a esta alturas, sea necesario mencionar las arbitrariedades, las expropiaciones, el amordazamiento a la prensa, la perpetuación en el poder, la constante invocación de la “patria” como aglutinante contra los “traidores”, el nacionalismo, la obsesión por conformar una gran nación (en el caso de Chávez, de una gran América Latina, pero mangoneada por él y por su poderosa chequera), el culto al heroísmo y la muerte (lástima que se embolató el embalsamamiento de Chávez), y otras sutilezas por el estilo, que también compartieron ideológica y ejecutivamente.
Capítulo aparte merece el hábil manejo que de los medios masivos de comunicación hicieron, y que tanto los favoreció. La “dictadura mediática”, como bien lo definió Umberto Eco (“…para dar un golpe de Estado ha dejado de ser necesario formar los tanques, basta con ocupar las estaciones radiotelevisivas…”), fue una de las claves del régimen de Chávez después de su fracaso golpista. La preponderancia de la TV sobre los periódicos en la opinión de la gran masa –que acertadamente ha observado Eco en sus estudios acerca de tendencias contemporáneas-, fue olfateada astutamente por Chávez; con lo cual, sólo le bastaba con hacer sus shows de canto y repartijas en los interminables Aló Presidente para garantizar su carácter mesiánico (Maduro, por cierto, acaba de tomarse el canal televisivoGlobovisión, último bastión opositor).

Una verdadera democracia –del siglo XXI, o de cualquier otro- no se hace así. Se hace con el cumplimiento de unas leyes de corte social, progresista y respetuoso e incluyente de todas las otredades que componen a cualquier sociedad. Unas leyes que midan con el mismo rasero a todo el mundo. Unas leyes que garanticen poder disentir del Establishment y ejercer una total libertad de prensa.

La muerte prematura de Chávez no lo absuelve de sus responsabilidades; ni, mucho menos, lo hace un santo (¿y si Hitler hubiese muerto de un difuso cáncer de cadera en 1939, antes de la invasión a Polonia?). La muerte prematura de Chávez no lo hace nada. Lo que lo hizo algo fueron sus acciones, tan alejadas de las de un salvador como de las de un déspota más. Él no fue un déspota más (como Hitler tampoco lo fue). Él fue el tercer Chávez; el que no estuvo con los otros dos Chávez que hablaron con García Márquez en el avión. El Chávez adorado por gran parte de su pueblo, a costa de la descarada vulneración de los derechos de la otra parte: el Chávez fascista.
Disgústele a quien le disguste.
@samrosacruz

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