Quería contarles hoy el cuento
del gallo capón; aquel cuento caribe en el que el narrador preguntaba a un
grupo que si querían oír el cuento del gallo capón, y cuando la concurrencia
contestaba que sí, él les decía que no les había pedido que dijeran que sí,
sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando la
concurrencia contestaba que no, se repetía la misma fórmula (que él no les
había pedido que dijeran que no, sino que si querían que…). Y así hasta el
infinito. Pero eso lo cuenta mejor García Márquez en Cien años de soledad. Más bien, les cuento este otro
cuento del gallo capón que ha sido la historia de nuestro país desde siempre,
en el que las preguntas se repiten una y otra vez mientras que a quienes las
formulan no les interesan las respuestas, sino imponer un cuento intolerante
que no se termina de contar nunca.
Oía esta mañana una entrevista radial en la
que Juan Guillermo Ríos -aquel famoso presentador de noticias de principios de
los ochentas- recordaba cómo sus pequeños comentarios editoriales -que hacía
entre noticia y noticia- le significaron al noticiero para el cual trabajaba
-por presiones de la Andi, presidida a la sazón por Fabio Echeverri Correa- el
boicot de la clase empresarial colombiana. Las ideas presuntamente izquierdosas
de Ríos no gustaban. Y fue silenciado (se vio obligado a renunciar por
sustracción de materia comercial: le cancelaron la pauta publicitaria). Fue
silenciado tal como lo fue Gaitán treinta años antes que él –ciertamente por
métodos menos diplomáticos-. Y como lo fue Uribe Uribe treinta años antes que
Gaitán. Aquí quien dice lo que no debe, quien da la respuesta equivocada sobre
el gallo capón, simplemente es eliminado. Un par de anécdotas más -sobre el
grupo Grancolombiano, y sobre la revista Semana- redondearon el tema tratado en
la emisora.
Mucho después del asunto Ríos, durante el
largo mandato de Álvaro Uribe (originado en el cambio de “un articulito”,
propuesto por -oh sorpresa- Fabio Echeverri Correa), y por cuenta de la
generación espontánea de ultrapatriotas que se originó en la sublimación
mesiánica del presidente, el fenómeno de la respuesta equivocada alcanzó
incluso al ciudadano común (aún en sus propias esferas sociales, último refugio
de la libertad de expresión). Esos ocho años de histeria nacionalista hicieron
que se “vaciara de sentido” la democracia -para ponerlo en palabras de Umberto
Eco-. Consecuencia, esto último, de “una nueva forma de censura: el silencio o
la reticencia por temor a un linchamiento mediático”. Sí: por aquellas calendas
sólo unos pocos temerarios se atrevían a disentir de lo que Uribe decretara o
declarara: eran los únicos que no caían en el (sigo con Eco) “chantaje moral”;
en el miedo a que el gobierno –o el coro que de éste hacían los medios y los
“patriotas” del común- los reprobase, o los tildase de aliados de los
terroristas.
Y gracias a que no vivió para ver ese manicomio de locos
furiosos en que se convirtió Colombia entre 2002 y 2010, el irreverente Jaime
Garzón es hoy, paradójicamente, reverenciado por todos los colombianos. Sus
irreverencias al Establecimiento y sus ideas -también presuntamente
izquierdosas- tal vez no hubieran caído tan bien durante el Uribato. No
obstante, otros censores más impacientes, y dotados de armas menos sutiles que
un simple boicot comercial, se encargaron de juzgarlo bajo la Omertá colombiana
(mucho más eficaz que la siciliana). Puesto así, Juan Guillermo Ríos salió por
las buenas de su noticiero.
Lo irónico es que esos que censuraron
definitivamente a Garzón –Carlos Castaño y sus secuaces- son los mismos que
protagonizan la serie televisiva que hoy, a partir de la misma intolerancia
mostrada por los jefes paramilitares de la serie, pretendemos silenciar con el
mismo terrorismo comercial que, en este país del gallo capón, calló a Juan
Guillermo Ríos hace treinta años. Y no es que yo defienda la glorificación de
los “malos”, sino que defiendo el sagrado derecho a la libre expresión: si
alguien tiene su particular versión de la historia reciente de nuestro país, no
importa si lo hace de la manera más ramplona posible, debe tener ese derecho de
mostrarla, si quiere, en televisión, sin que la resistencia de quienes
disienten vaya más allá de una torva opinión contraria o del cambio de canal.
Hay, claro, otras consideraciones. Alguien hablaba de la
“revictimización”; de los estigmas; de los familiares aún con vida de las
víctimas y de todo el daño que la serie podría acarrearles. Aún así, no estoy
de acuerdo. Siguiendo esa lógica, no hubiera podido hacerse ninguna de las
miles de películas que, año tras año, desde hace más de medio siglo, han
mostrado el holocausto perpetrado por los nazis (máxime cuando todavía andan
por el mundo familiares de las víctimas e, incluso, víctimas propiamente dichas
de ese horror). Por otro lado, el hecho de que la serie colombiana muestre que
algunas personas fueron asesinadas por sus ideas, y no por actos delictivos,
debería ser, en otro país menos intolerante, un bálsamo de alivio para sus
familiares, y no un estigma. Finalmente, no me imagino en la Alemania actual la
censura de, digamos, La lista de Schindler,
por mucho que allí se muestre a oficiales nazis practicando tiro al blanco con
los prisioneros de los campos de concentración. Supongo que alguna reflexión
quedará de todo eso.
Lo que encontramos aquí en Colombia, en
cambio, es a empresas oportunistas que quieren pasar por dechados de prudencia
y sabiduría retirando la pauta de un programa cuyo contenido –haciendo gala de
un curioso misticismo- no se dignaron a revisar antes. Y, también, a grupos de
indignados de teclado, que, llevados por la moda del momento, y como cotorras
cibernéticas, escriben su indignación en dispositivos fabricados en China,
muchas veces por niños obreros que trabajan en condiciones –prácticamente- de
esclavitud (¿por qué no convocamos, a través de Facebook, una quema general de
I Phones? La indignación quizás no llegue hasta allá).
Repito: no defiendo a la serie. Ni siquiera la veo, porque,
entre otras cosas, detesto las porquerías de producciones colombianas. Pero
ello no implica que promueva –ni apoye- una censura de esas características. A
mí, que odio el reggaetón con toda mi alma, en el colmo de la
desesperación, a veces me encantaría disfrazar a Daddy Yankee de
guerrillero y presentarlo luego como una baja de combate. Pero entonces no
sería yo, sino que sería un criminal con todas sus letras. Y prefiero seguir
aguantándome lo que no me gusta y desahogándome haciendo lo que me gusta:
escribir.
Ahora sí: ¿quieren que les cuente el cuento
del gallo capón?
@samrosacruz
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