Informa El Espectador que la
congregación Misión Paz a las Naciones, a través de su presidente, el pastor
cristiano John Milton Rodríguez, firmó en 2010 un documento con el
parlamentario Roy Barreras. A la luz de este documento, Barreras se comprometía
a “no promover ni apoyar el matrimonio entre personas del mismo sexo, ni la
adopción de niños por parte de estas parejas”. En contraprestación, Misión Paz
a las Naciones se comprometía a organizar reuniones para difundir la
propuesta del parlamentario y a apoyarlo en el proceso de votación para las elecciones al Senado de marzo de 2010. No es un
fenómeno inusual que las congregaciones religiosas en este país, con tal de
sacar adelante sus ideas anacrónicas y sus intereses mezquinos, realicen este
tipo de pactos, a los que poco les falta para ser con el diablo (nada más basta
echar una ojeada a las informaciones acerca de la reciente muerte del
esmeraldero Víctor Carranza).
Por otra parte, las últimas noticias
indican que Roy Barreras, quien no es precisamente un modelo de lealtad,
cumplirá con su pacto: ha anunciado que no apoyará el proyecto de ley del
matrimonio igualitario propuesto por el senador Armando Benedetti. No sorprende:
hay en juego muchos votos, factor decisivo en el criterio de muchos políticos.
Con todo, sigue llamando la atención -a pesar de que es un hecho repetitivo-
que en pleno siglo XXI amplios sectores de la sociedad colombiana, bajo la
forma de guías espirituales, funcionarios públicos, dirigentes políticos, o
jerarcas religiosos, continúen con su campaña de odio,
oscurantista y excluyente, encaminada a malograr la vida de personas cuyo único
delito es pensar y sentir diferente. Y que, además, la abrumadora mayoría de
las veces lo hagan apoyados en los supuestos preceptos de un hombre cuyo
discurso de hace veinte siglos consistía en fomentar todo lo contrario: el
amor, la inclusión, la justicia.
Recuerdan estos guardianes de la
moral al cuento El gran inquisidor, de Fedor Dostoievski, en el que, después de
una venida no programada de Jesucristo a la tierra –concretamente en la Sevilla
de la Inquisición-, el gran inquisidor de la ciudad encarcela a Jesucristo en
uno de los calabozos del Santo Oficio. ¿Los cargos? Amenazar el status quo
imperante (“¿Por qué has venido a molestarnos?”, le pregunta el inquisidor).
Tal como en la realidad, la Iglesia del cuento se había dedicado, desde los
mismísimos tiempos del emperador Constantino hasta el momento en que se
desarrolla la historia, a "corregir" la obra de Jesucristo. De hecho,
el gran inquisidor del cuento espeta a Jesucristo con una frase que
tranquilamente podría salir de la boca de John Milton Rodríguez, el
pastor que quiere gobernar en el fuero íntimo de otros sin más argumentos que
su lamentable disfraz moral: “Y reinaremos en tu nombre, sin dejarte acercar a
nosotros”. (O de la boca de nuestro flamante procurador).
Y tal como el inquisidor del cuento,
nuestros guardianes de la moral, con la aquiescencia de parte del pueblo
colombiano, parecen estar convencidos de que la libertad es un don demasiado
valioso como para permitírselo al hombre. Saben que la mayoría de la humanidad
espera que le den un amo ante quien inclinarse; saben que hay seres humanos
que, con tal de no tener que decidir nada, anhelan ser tratados como borregos
de un rebaño. (Esas ideas, que aún hoy pretenden imponer en Colombia unos
trogloditas que no tienen por faro de la civilización a Suecia sino a Yemen,
hace ya siglo y medio le parecían medievales a Dostoievski).
Lo peor es que, repito, esa
dirigencia cavernícola goza del apoyo de una parte del pueblo colombiano que
parece amar las cadenas mentales sobre todas las cosas. Porque, para ese pueblo
enajenado, es más cómodo que sea, digamos, el Antiguo Testamento, un libro
escrito hace miles años, el que decida qué es lo correcto y qué no, y no que
sean ellos, homo sapiens dotados de cientos de miles de millones de neuronas,
los que tengan que preguntarse qué clase de sabandijas del infierno son, que
son capaces de arruinar la vida de otros sólo porque no piensan o sienten como ellos. Porque para ellos es más fácil que sea otro el que decida (el cura, el obispo,
el papa), así ello implique que ese otro se arrogue las voluntades de toda una
comunidad.
Por esa vocación de siervos mentales,
a algunos colombianos les resulta tan fácil pensar que lo fácil es lo correcto;
que una humanidad de una homogeneidad inverosímil es a la que debemos aspirar. Una
humanidad insípida, pasteurizada, en la que todos tengamos los mismos gustos
sexuales; una humanidad sumisa, aterrorizada, sin dilemas morales ni éticos. Un
mundo feliz huxleyano en el que ya vengamos programados, y en el que cualquier
disidencia al orden establecido deba sofocarse de inmediato. O, como dijo
Estanislao Zuleta en su Elogio de la dificultad, un mundo en el que no se pueda
“desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule
nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar”, sino “un idilio sin
sombras y sin peligros, un nido de amor, y por lo tanto, en última instancia un
retorno al huevo”. Un paraíso inventado, sin una Eva díscola que origine las
tristezas y las dificultades sin las cuales nunca cobrarían sentido las
alegrías y las soluciones.
Y, ya que hablamos de paraísos y cadenas, cabe
recordar aquí al poeta inglés que, en su obra El paraíso perdido, presenta nada menos que al
diablo como un ser contestatario, amigo de la igualdad de derechos; un
libertario capaz de cuestionar normas injustas y arbitrarias. Pero lo más irónico de
todo, es que -como dijo Borges- a la realidad le gustan las simetrías, y esta
vez ha querido que John Milton, el famoso poeta al que nos referimos, y cuya
concepción de la maldad por antonomasia, en El paraíso perdido, coincide con la
profesión de la igualdad y la libertad, sea homónimo de John Milton Rodríguez,
el pastor inquisidor para quien hay hombres y mujeres inferiores que no son
libres ni siquiera de decidir con quien quieren unir sus vidas. El mismo pastor
que firmó el pacto con Roy Barreras.
Un pacto que más bien parece del
diablo con el diablo.
@samrosacruz
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