martes, 9 de octubre de 2012

EL DOCTOR PENSAMOS


Presidente de Millonarios: – Pensamos devolver las estrellas ganadas por el equipo en los años 87 y 88, como una muestra de transparencia.

Periodistas: – Señor presidente, ¿y cuándo devolverán las estrellas?

Presidente de Millonarios: – ¿Cuáles estrellas? ¿De qué estrellas me están hablando?

Periodistas: – De las que nos acaba de decir que piensan devolver.

Presidente de Millonarios: Ah esas; yo les dije que pensamos en devolverlas, pero nunca les dije que efectivamente las vamos a devolver.

La situación de arriba parece sacada literalmente del libreto de El show de Joselo, la comedia televisiva venezolana de finales de los ochentas. José Pérez (“Joselo”), su director y principal protagonista, nos mostraba la realidad de su país a través de personajes pintorescos; como el doctor Chimbín, un abogado leguleyo y corrupto que le ordenaba andar en cuatro patas a un interlocutor que recién conocía, y que había acudido a su despacho con el fin de solicitar un certificado de recomendación. Una vez cumplido el requerimiento, eldoctor Chimbín podía venderle al solicitante un certificado en el que constaba que él lo conocía desde que gateaba.

Entre los muchos personajes estaba el doctor Pensamos, un político que, en vísperas de elecciones, estaba en pleno ejercicio de su poder. Un enjambre de periodistas corría de un lado a otro buscando la puerta por donde finalmente saldría el político, quien finalmente declaraba que pensaban hacer puentes, carreteras, escuelas; cuando le preguntaban que cuándo iban a hacer todo aquello, él simplemente contestaba que sólo habían pensado en hacerlo, pero que no iban a ser tan tontos de dar “la papayita” de dejarle un país mejor a la eventualmente triunfadora oposición.

Ese era el desolador escenario de Venezuela hace 25 años, hasta que los votantes, cansados de las promesas sin cumplir de los miles de doctores pensamos de los partidos tradicionales, se decidieron por Chávez. Y ahí están las consecuencias.
Aquí en Colombia también ha pasado toda la vida. Mientras “Joselo” denunciaba, con mucho humor, a los pillos de su país, Belisario nos decía que pensaba entregar casas sin cuota inicial a los más pobres (Santos ya pensó algo similar, pues desde Belisario los pobres sin casa no han hecho más que aumentar). Barco, a su turno, pensó que podía gobernarnos cuatro años, pero a la mitad ya lo hacía su secretario general. Gaviria pensó en abrirnos la puerta al futuro, pero aún estamos en el segregacionista, feudal y confesional siglo XIX. Samper pensó en darnos el salto social, pero ahora, según el índice GINI, la distribución de la riqueza está peor que nunca. Pastrana, el más coherente de todos, no pensó nada, y tampoco hizo nada. Uribe pensó en acabar con la guerrilla (una vez cuando fue elegido, y una vez más cuando fue reelegido), pero él mismo dice, después de sus ocho años de gobierno, que la guerrilla sigue siendo una amenaza peligrosa (aunque en su favor podría alegarse que lo pensó dos veces).
Santos, que toda la vida ha pensado muchas cosas, ahora piensa muchas otras, pues él no solo usa el verbo pensar para defraudarnos, sino también para disculparse. Cuando lo de la fallida reforma a la justicia, al oír los pasos de animal grande de la opinión pública descontenta con semejante adefesio, salió con la verónica de torero de que el gobierno sólo había pensado en sacar adelante el proyecto, pero que de ninguna manera lo iba a realizar. Lo mismo sucedió cuando el gobierno impulsó la medida que estuvo a punto de gravar con el IVA a la canasta familiar. En esa oportunidad, Santos (a quien yo prefiero llamar electricista que pokerista), después de quemar fusibles de funcionarios de menor orden cuando se descubrió el pastel, aclaró que el gobierno sólo había pensado en hacerlo, pero que jamás se iba a pasar a la acción.
Es una estrategia de ensayo y error que termina por ser el desmentido de la naturaleza del verdadero político, que es aquel que debe conjugar el verbo pensar en su acepción más intelectual -y no como una mera intención de hacer algo-, y con base en ello tomar las decisiones que más le convengan a sus gobernados, y no las que, a partir de conclusiones inmediatistas, sus gobernados -pues por eso lo son- crean que son las mejores para ellos. Lo otro es el peligroso arte de gobernar con las encuestas, en el que Santos es experto mundial. O con las redes sociales. Para la muestra el botón de Grecia, que amenaza con llevarse por delante la camisa completa de Europa.
Todo esto viene a cuento ahora que Santos ha pensado en sacar adelante un proceso de paz con las guerrillas. Porque esos palos de ciego de electricista chapucero (que tarde o temprano tocará un cable pelado), hacen que los actuales diálogos con los grupos subversivos tengan la estabilidad de un huevo parado en la punta de un alfiler. Si han seguido adelante es solamente porque un grupo mayoritario de la opinión pública y periodística los ve con buenos ojos. Pero temo que, mientras el presidente sigue pensando en encender sus cuatro locomotoras, a la primera dificultad significativa de los diálogos -que haga titubear a la opinión hasta el punto de hacer cambiar de sentido su punto de vista- aparecerá una vez más el doctor Pensamos, encarnado en Santos, con las declaraciones de rigor. Y todos sabemos que en cualquier momento los amigos de la guerra nos proporcionarán esa dificultad; baste recordar el calibre de los actos de sabotaje de los que han sido capaces en el pasado.

Por ese y otros pésimos modos de hacer las cosas es que estamos como estamos. Pero como este es un país donde abundan los estúpidos, que piensan que lo mejor que pueden hacer con sus vidas es imitar a los desastres de presidentes que nos ha tocado padecer (recuerden cómo se difundió la irritante muletilla “ciertamente” en épocas de Gaviria; y cómo se masificaron los bravucones de cantina durante el uribato), es por lo que personajitos de poca monta, como el presidente de Millonarios, hacen declaraciones llenas de acciones grandiosas que nunca se llevarán a cabo (bastó con que un puñado de hinchas se enfureciera).
No se sabe si esa fue la única forma en la que el dirigente deportivo pensó que podía lograr su cuarto de hora de fama. O si está pensando en lanzarse a la política.

@samrosacruz

DEL AHOGADO, EL SOMBRERO


Hace poco, gracias a los azares de mi Ipod, oí una vez más la canciónWhat a wonderful world: bella música y magistral interpretación de Louis Armstrong. Pero, como a mi generación no le tocaron los cursitos de inglés “on-line” (sino que, a lo sumo, alcanzamos para el sistemita de los rótulos sobre los objetos: pollo, chicken; repollo, rechicken), no había reparado en lo tonto de la letra de esa canción.

Es de lo más estúpida, díganme a ver si no: después de revelarnos que la noche es oscura y el día claro, y de enumerar cosas (nubes árboles, rosas) y asignarles los colores más obvios (nada de nubes vainilla, arboles rojizos o rosas blancas; no: nubes blancas, árboles verdes, rosas rojas…como en el kínder), después de eso, digo, nos atropella la colosal mentira de que hay alguien que ve la belleza en las caras de la gente; o en los amigos que al preguntarse “¿cómo estás?” realmente están diciendo “te amo”. Pero todos sabemos que todo el mundo anda por ahí malencarado, y que a nadie le importa un carajo cómo está nadie debajo de esa frase de cajón. Es como si el autor de la canción pensara que esa retahíla de pendejadas pudiera dulcificar el hecho de que el mundo no es nada maravilloso, sino que es una absoluta porquería.
Sin embargo, después pensé que muchas de las desgracias, resultado de que el mundo sea una porquería, derivan, gracias a la invaluable herramienta del arte,  en cosas -esas sí- maravillosas. Cosas que, de otra manera, bien pudieran nunca haber existido. Me refiero, por ejemplo, a que si los nazis no hubiesen  bombardeado al pueblo español de Guernica en 1937, Picasso probablemente jamás habría pintado el majestuoso cuadro que repite el nombre de la población devastada.
La crucifixión de Cristo es otro hecho horrendo sublimado por millones de pinceles, martillos, cinceles, plumas, e instrumentos musicales, que han prodigado placer estético y místico por generaciones; porque si lo miramos bien, quitándole las connotaciones religiosas y culturales, es esa una forma bastante bárbara de ejecutar a alguien: colgar a un pobre fulano de un madero después de propinarle la paliza de su vida, y esperar a que se ahogue por su propio peso, se desangre, muera de sed, o lo devoren vivo los buitres. Con todo, el Cristo de Dalí es grandioso.
Incluso, hay veces que dos tragedias se unen para producir un resultado magnífico: poco después de que el compositor italiano Giussepe Verdi viera morir a su esposa y sus dos hijos, le encargaron la música de una tragedia basada en el exilio hebreo en Babilonia, ocurrido después de la primera destrucción del templo. De su tragedia particular, y de la milenaria judía, nació Nabucco, cuyo tercer acto contiene un coro titulado Va, pensiero, el cual me conmueve hasta las lágrimas cada vez que oigo una de las muchas versiones que de éste he podido conseguir.

Por otro lado, no sólo los actos humanos convierten a este mundo en un valle de lágrimas susceptible de ser maquillado por el arte. Hay eventos dolorosos de los que nadie en particular tiene la culpa. Los recientes rumores sobre el Alzheimer que sufriría García Márquez (lo que no le permitiría escribir más), nos golpean a todos los que admiramos su gran obra. No obstante, la infame enfermedad familiar que supuestamente padece Gabo, fue la misma que aquejó hasta la locura a su abuela Tranquilina Iguarán, y fue, irónicamente, gracias a esos delirios seniles en los que la anciana hablaba con la más asombrosa naturalidad acerca de hechos sobrenaturales y extraordinarios, que el escritor de Aracataca adquirió la habilidad de contar historias inverosímiles con tanta verosimilitud. Hecho que finalmente dio vida al prodigio de Cien años de soledad.

Obviamente, en un mundo de porquería, no todos los pretendidos alivios logran glorificar a sus respectivas desgracias. Hay unos que las empeoran. Y no hablo de, digamos, la reciente restauración del Ecce-Homo de Borja por parte de una anciana “proactiva”, como dicen ahora; ese, por lo menos, ha dado pie para millones de risas medicinales que nos anestesian momentáneamente de tantas catástrofes cotidianas. Pienso, en cambio, en cómo las carnicerías de las batallas de independencia colombianas fueron, si cabe, agravadas por el sádico de Rafael Núñez en esa fechoría literaria, con ínfulas de poema, llamado Himno Nacional. No sabe uno si salen mejor librados los muchísimos desastres que ni siquiera tienen un poeta de segunda categoría que los llore.

Volviendo a What a wonderful world y sus idioteces almibaradas, se me ocurre que la belleza de los niños llorando (?) y los cielos azules, si bien como letra de canción constituyen un pequeño cataclismo intelectual, nos permiten a cambio –sobre todo a los que no entendemos muy bien inglés- disfrutar de una magistral interpretación más de esa maravilla de cantante que es Louis Armstrong. El afortunado ensamblaje entre su inigualable intérprete y su bella música es el sombrero que logramos rescatar de una canción que, en vez de ser un ahogado que se precipita al fondo del mar de la mediocridad, nos convence, al menos durante sus tres minutos de duración, de que este es un mundo maravilloso.

@samrosacruz

EL ODIO Y LA SOBERBIA


Dice la Biblia que Lucifer pretendió ponerse al mismo nivel de Yahveh, y por eso fue degradado. Cometió el peor de los pecados capitales del cristianismo: la soberbia. Así también, el procurador que padecemos en Colombia incurre, según esa misma religión -que él profesa y dice defender-, en idéntico pecado: “¿Usted cree que el presidente se va a meter en ese pulso contra mí?”, se preguntaba el propio Ordóñez  hace poco, en tono altanero, refiriéndose al proceso de una nueva elección de procurador general de la Nación. Elección que, por lo demás, en una cínica  y arrogante ostentación de poder, está completamente seguro de ganar: se sabe más poderoso que el mismísimo presidente de la República; y se pavonea de ello, al mismo tiempo que se ufana de ser digno representante de una colectividad religiosa que predica la humildad.
Ésas ironías son las que están dominando el panorama nacional hoy día. Hay que ver cómo en El Tiempo, un periódico de supuesto talante liberal, encontramos tantas opiniones retrógradas, más acordes con las páginas editoriales de periódicos ultra-godos, como El Nuevo Siglo o El Colombiano. Por un lado está el Padre Llano, con un artículo (Idoneidad moral) plagado de falacias y argumentos deleznables. Por otro está Salud Hernández-Mora con un artículo (La ley del embudo) tendencioso y parcializado.

El padre Llano se dedica, en el suyo, a alabar el fallo de la Corte Constitucional que niega la adopción de menores por parte de parejas homosexuales, a la vez que describe a esa institución como “ajena a todo prejuicio religioso o moralizador”. El simple hecho de negar la total igualdad en los derechos, independientemente de la orientación sexual de un individuo, ya no hace a la mencionada magistratura ajena a lo uno ni a lo otro. Tampoco es buen argumento el hecho de que afirme, como lo hace en el mismo artículo, que si dos homosexuales quieren un hijo es porque tienen una “carencia de afecto”: lo mismo podría decirse de una pareja de heterosexuales, pues, que yo sepa, no existe una diferencia entre las motivaciones para formar una familia entre un grupo y otro.
Con respecto al hecho -siguiendo con el artículo- de que para el menor “un factor decisivo es la presencia de la madre”, habría que informarle al brillante sacerdote que una pareja de homosexuales puede estar conformada por dos mujeres, con lo que el menor tendría, a falta de una, dos madres a su disposición. Tampoco parece muy acertado aquello de que una pareja homosexual que quiere adoptar un menor tenga mucho que ocultar, como él lo asevera: ¿qué pueden querer ocultar acerca de su condición sexual dos personas que acuden a los grandes medios de comunicación nacionales como un esfuerzo adicional para lograr una adopción que injustamente se les está negando?
¿Por qué, por otra parte -y este es el argumento más ridículo de todos-, el cura columnista pide que no se aduzca la -para él- excepcional carencia de idoneidad moral en las parejas heterosexuales, o la -también para él- excepcional idoneidad moral en alguna que otra pareja homosexual? ¿De dónde saca eso? ¿Ha visto este señor algún noticiero en su vida? ¿Lee el periódico? ¿Está loco? ¿Es, simplemente, estúpido?
Por último, su argumento de que en su larga vida nunca ha visto a un padre de familia “proclamar a los cuatro vientos” que tiene un hijo homosexual, se estrella de frente con que seguramente tampoco ha visto a ningún padre hacer una fiesta porque alguno de sus hijos resultó estéril; y no por esto último se le niega a nadie el derecho a la adopción, sino que, justamente, porque no puede tener hijos de manera natural, al igual que en el caso de los homosexuales, se le permite adoptar un hijo. De hecho supongo que de eso se trata esa figura. Si nos vamos a aferrar a lo natural, entonces lo mejor sería acabar con la práctica de la adopción.
La circunstancia de que él, un representante de la religión que pregona la igualdad ante los ojos de dios, afirme que a su parecer “es mucho, quizás demasiado” lo que han conseguido los homosexuales -dándoles, de ese modo, un evidente tratamiento de seres inferiores- ofrece una idea de las colosales contradicciones que pueblan esas arrogantes mentes retardatarias. Ya el procurador había expresado abundantemente su odio hacia los homosexuales a través de “feroces panfletos”, como lo recuerda Daniel Samper Pizano en su último artículo.
No se queda atrás Salud Hernández, quien -al contrario del jesuita- se va en su artículo lanza en ristre contra la Corte Constitucional (la llama “banda peligrosa”) y contra el sector más progresista de la opinión. Arguye que hay un grupo de fundamentalistas (aquí risas, supongo) que apoya las decisiones de la Corte aunque vayan en contravía de la Constitución, siempre y cuando coincidan con su modelo de sociedad y, en cambio, lanza violentos ataques cuando dichas decisiones contradicen su pensamiento. Sus dardos a la Corte van, particularmente, por cuenta de la decisión de esta magistratura que conmina al procurador a que se retracte y pida perdón en el asunto del aborto en los tres casos permitidos por la ley. Asunto que el procurador y sus colaboradores más cercanos se han encargado de torpedear en lugar de vigilar que se cumpla, como es su deber.

Pasa por alto la manipuladora y ensoberbecida columnista el pequeño detalle de que en este caso  concreto la Corte no está yendo contra la ley: son tres los casos permitidos por la ley, y los fallos de la Corte se han ceñido a ellos, así Salud Hernández sostenga lo contrario. (¿Por qué la objeción de conciencia institucional, prohibida por la Corte pero apoyada por ella, estaría por encima de, digamos, la malformación del feto?). Es, de hecho, el procurador quien está yendo contra la ley. Pero aún si el fallo de la Corte fuese, como dice ella, en contra de una ley específica, por principios generales del Derecho -como ella muy bien debería saberlo- prima el espíritu central de la Carta, que da prioridad a los Derechos Humanos sobre cualquier otra consideración. (En el caso de la libertad que, por ejemplo, tendría una mujer sobre su propio cuerpo profanado por un violador).
De modo que, a pesar de que este no es el caso, sí: el fenómeno del aplauso a la Corte cuando decisiones de casos difíciles y controversiales van a favor de los sectores progresistas de la opinión, y de abucheo cuando favorecen a sectores reaccionarios y retardatarios, debería ser la actitud mayoritaria. Sería deseable que así fuera, porque lo común es que los progresistas estén del lado de las civilizaciones modernas, igualitarias, incluyentes y pacíficas, mientras que los retrógrados aún sueñen con tribus misóginas, esclavistas, segregacionistas, excluyentes y, por supuesto, guerreristas. Ese escenario progresista, con toda seguridad, nos haría una mejor sociedad.
Convendría, entonces, una Corte con ese enfoque, cuyas decisiones contribuyeran a construir un clima de tolerancia que ayudara a acabar con esta guerra eterna que vivimos, así eso implicare la ira del procurador (cuya reelección haría un daño inestimable al país), de sus secuaces de la extrema derecha, y de los idiotas útiles del padre Llano y Salud Hernández. Pero como no quiero que incurran en otro pecado capital, adicional al de la soberbia, les sugiero que cambien la ira que les produce este tipo de artículos por otro sentimiento no castigado por su omnipresente religión: tienen la alternativa de seguir odiando a quienes somos sus contradictores. Porque, recítenlos y verán que la publicitadamente amorosa religión cristiana -casi lo más distante que hay del mandamiento de Cristo-, en la teoría no considera al odio como uno de los pecados capitales.
Y, como lo demuestran las palabras, obras y omisiones del procurador, mucho menos en la práctica.

@samrosacruz
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jueves, 20 de septiembre de 2012

LAS TORRES GEMELAS Y EL NÚMERO 11 (Y EL NÚMERO 7, Y EL 8, Y EL 9...)


Pitágoras debe estar revolcándose en su tumba por la cantidad de estupideces en las que ha derivado la incipiente ciencia de la numerología que dejó a su muerte. Con motivo de un nuevo aniversario de los ataques del 11 de Septiembre de 2001, y mientras esperaba para abordar mi vuelo retrasado, recibí una cadena de e-mails suscrita por alguien que dice estar aterrado, con los pelos de punta (se erizó), debido las desconcertantes relaciones entre los lamentables hechos ocurridos ese día en E.E.U.U. y el número 11. No sabe uno si quienes se dedican a elaborar esas aparentemente intrincadas relaciones son avivatos de pura raza o desocupados profesionales, pero lo cierto es que logran engrupir a más de un incauto que más tarde confirmarán su ingenuidad engrosando la cadena o publicando el texto correspondiente en alguna de sus redes sociales.
Según la inquietante teoría, el nombre de la ciudad, New York City, tiene 11 letras, al igual que Afghanistan, Ramsin Yuseb (el terrorista que amenazó con destruir las Torres Gemelas en 1993), George W Bush. Pero además, New York es el estado numero 11; el primer avión que se estrelló contra las Torres Gemelas fue el vuelo número 11 que, por cierto, llevaba 92 pasajeros (9 +2=11); el vuelo número 77 también se estrelló contra las Torres Gemelas, y llevaba 65 pasajeros. (6+5 = 11); la tragedia sucedió el 11 de Septiembre, o mejor dicho 9/11 (9+1+1=11); la línea de emergencias en Estados Unidos es 911 (9+1+1 =11); el número total de víctimas dentro de todos los aviones fue de 254 (2+5+4= 11); el 11 de Septiembre es el día 254 del calendario (otra vez 2+5+4=11).
Y, por otro lado, aunque también relacionado, las explosiones de Madrid sucedieron el día 3/11/2004 (3+1+1+2+4= 11), exactamente 911 días después del incidente de las Torres Gemelas (9+1+1=11). Finalmente el mensaje cibernético reta a su destinatario a escribir en una hoja del programa computacional word el código Q33 (correspondiente a uno de los vuelos involucrados), sombrearlo y asignarle el tipo de letra wingdings; si se siguen las anteriores instrucciones, aparecerán, en la hoja de word, íconos que representan a un avión dirigiéndose a dos figuras que podrían pasar por edificios.
Confieso que todo eso, que parece una arcana conspiración digna de una cofradía de poderosos espíritus del mal, habría llegado a erizarme a mí también, si no fuera porque, durante los quince minutos de retraso de mi avión, y para pastorear el aburrimiento, no hubiera confeccionado mi propia teoría numerológica (debo aclarar que ese día era 11 de Septiembre, y mi mayor miedo en ese momento no era ningún agüero relacionado con los incidentes de Nueva York, sino la borrachera que podían tener pilotos o controladores aéreos por el triunfo de la selección Colombia ante Chile).
Contaba, como digo, con no más de quince minutos, así que no podía entretenerme en minucias acerca de cuál iba a ser el número que me convenía para estrenarme como Nostradamus de sala de espera; así que escogí el 7, que era el número que correspondía a mi sala. Inmediatamente noté que el estado donde se produjeron los ataques tiene 7 letras: New York. Además, con una mirada rápida en Wikipedia, supe que es el 7mo estado más densamente poblado de E.E.U.U. Y si bien Afganistán no tiene 7 letras, si que las tiene “Al-Qaeda”, una referencia más precisa de los atacantes. Al igual que “Husseim”, a quien conocemos más que al tal Yuseb que mencionan en la cadena, para no hablar de “talibán”, que también tiene 7 letras. Y más que las 11 letras del zoquete de George W. Bush, a E.E.U.U. lo defendieron los bombardeos del 7 de octubre de 2001 sobre las ciudades afganas de Kabul, Jalalabad y Kandahar.
Entrando ya en materia de aviones, vuelos y pasajeros, la palabra “Airline” tiene 7 letras; el primer avión llevaba 92 pasajeros (sí: 9+2=11, pero también 9-2=7); el vuelo que llevaba 65 pasajeros era el número 77 (a falta de uno tenemos dos sietes); todo ocurrió el 11de septiembre, o mejor dicho 9/11 (9-1-1=7); el número de emergencias en E.E.U.U es 911(9-1-1=7); el número total de víctimas en los aviones fue de 254 (-2+5+4=7); el 11 de Septiembre es el número 254 del año (-2+5+4=7). Los atentados en Madrid ocurrieron en marzo de 2004, o bien 03/04 (3+4=7), exactamente 911 días después de los atentados de las Torres (9-1-1=7). Recordé, además, que hacia la mitad de la tarde del día de los atentados en NuevaYork se derrumbó misteriosamente un edificio del Complejo del World Trade Center -conformado por 7 edificios- que no fue alcanzado por ningún avión; era conocido como “El edificio número 7″ (ahí sí me ericé). También que las 7 letras iniciales que componían el nombre del edificio que iba a reemplazar a las Torres Gemelas (“Freedom”) fueron sospechosamente cambiadas por las 3 de  “One”, su nombre actual.
Finalmente advertí que los objetos involucrados (los 4 aviones, las dos torres y el edificio del Pentágono), suman 7, y que “septiembre”, como lo indican sus cuatro primeras letras, era el mes número 7 del calendario romano (al remitente del mensaje se le pasó la siguiente relación: noviembre, el mes 11 de nuestro actual calendario gregoriano, era el mes 9 en el romano, como lo indican sus tres primeras letras; y, entonces, 9 y 11: 9+1+1 =11; o 9-1-1=7).  Lo cierto que mi profecía de aeropuerto resultó incluso más completa que la basura que acababa de leer (sólo por curiosidad, cambié el tipo de letra “wingdings”, que había resultado en el avión y los dos edificios, por “wingdings 2”: resultó una equis, como las que ponen en los colegios para señalar que lo que uno puso es una estupidez, y dos botes de basura). Pensé, entonces, que con un poco más de tiempo cualquiera podría asociar la secuencia de Fibonacci con las fechas más importantes de la vida de Suso “El paspi”.
Lo anterior sólo demuestra que se pueden diseñar decodificaciones por encargo sobre todos los asuntos de la vida; al fin y al cabo todo lo podemos contar (“las cosas son números” decían los pitagóricos), agrupar como mejor nos convenga y empezar a hacer asociaciones numéricas. O bien siempre es posible encontrar que dos conceptos guardan similitudes entre sí en culturas diferentes. O los vocablos que los designan se asemejan en su pronunciación o en su grafía entre los miles de dialectos e idiomas que en el mundo han sido.
Con los recuerdos todavía frescos de los programas radiales de esa mañana, en los que trataban de encontrar relaciones esotéricas entre el partido de fútbol del día y el golpe de Estado a Salvador Allende, y entre la paz de Colombia y los triunfos deportivos, quise encontrar el calificativo adecuado para definir al idiota que envía esas cadenas de mensajes y al tonto que las cree. Obviamente, debía encajar con todo el espíritu de la profecía del 7 que acababa de descifrar. Entonces, a la manera de un crucigrama: “persona alelada, poco inteligente; que molesta haciendo y diciendo tonterías”, 7 letras: imbécil.

@samrosacruz

BOLERO CARIBE


Así como en Le Boléro de Ravel, en el que una continuada y persistente adición de instrumentos va llenando y dando una forma siempre diferente a una misma melodía repetitiva e idéntica a sí misma, las decenas de culturas que fueron colmando durante siglos esta región mágica del Caribe colombiano moldearon las bases vernáculas de lo que somos hoy: un mosaico de civilizaciones unidas, principalmente, por una armoniosa forma de ser de abundante contenido musical. Ese es el mensaje que, con variable éxito, logra transmitir el, por muchos motivos, sorprendente Museo del Caribe de Barranquilla, al que tuve la oportunidad de visitar la semana pasada.

Sorprendente en primer lugar por lo majestuoso de su edificación; diseñada por el brillante arquitecto ítalo-barranquillero (¿lo ven?) Giancarlo Mazzanti Sierra, la modernísima construcción contrasta asombrosamente bien con el venerable mundo de Macondo que exhibe en su interior. Mundo que obviamente se inaugura con su principal notario: no bien se entra al museo y las oportunas instrucciones del personal a cargo -segunda sorpresa agradable de la jornada- llevan al visitante a la sala de redacción de El Heraldo (¿El Universal?) de los años cuarenta, donde Gabo escribió sus primeros reportajes y artículos de opinión.

En una media luz que transporta, son presentados, a través de una más que aceptable tecnología audiovisual, fragmentos de cuentos y novelas de Gabo, así como representaciones interactivas de algunas escenas de sus obras: mientras se escuchan las desventuras amorosas de Florentino Ariza, o la enumeración minuciosa del copioso testamento de la Mamá Grande, puede que todas las hormigas del mundo, en forma de luces anaranjadas, ataquen por los cuatro costados al espectador.

Superada la resistencia a abandonar un salón en el que cualquiera podría pasarse la eternidad oyendo una y otra vez la prosa más poética del universo, se desciende (lo de Gabo está en el último piso) a la sala de la naturaleza, donde se pretende, a través de impactos sensoriales que están lejos de ser magistrales, dar una idea de la exuberancia de la vida silvestre del Caribe. Esta sección, aunque tal vez no la agoté debidamente, me pareció floja: tantos manatíes que lloran con voces de mujer desolada, tantos caimanes con ascendencia humana, tantas barracudas berracas de ojos azules, tantos chivos arrechos ameritan algo más que un par de vídeos y fotogramas, por grande que sea la pantalla donde se proyectan.

De ahí se pasa a la sala de la gente, donde mejora un poquito la experiencia respecto de la sala anterior. Vídeos personalizados en los que se escoge alguna de las etnias que componen al Caribe (zenúes, koggis, arhuacos, wayúus….), y que -tercera sorpresa- funcionan sin contratiempos técnicos, ilustran acerca de las costumbres y tradiciones de cada uno de esos grupos humanos. No obstante, y sin ser ningún experto en el tema ni mucho menos, me extrañó la escasa referencia negra -palenqueros-, máxime si tenemos en cuenta que Cartagena fue uno de los principales puertos negreros de toda América. Si bien tal vez no existieron asentamientos de aldeas africanas particulares en el Caribe colombiano (un asentamiento exclusivamente Yoruba, por ejemplo), bien valdría la pena un vídeo sobre los orígenes africanos particulares que después, en suelo caribe, derivaron en el sincretismo de todas esas aldeas africanas, más diferentes entre sí –lingüística y culturalmente hablando- de lo que se cree.

Los vídeos reportan a unos indígenas demasiado tristones para ser los ancestros del imaginario impetuoso y bullanguero del caribeño actual. Pero hasta los palenqueros aparecen un poco aplacados y aburridos en su respectivo documental. Puede que haya faltado el ingrediente blanco, que al fin y al cabo aportó el acordeón, el instrumento más alegre de los tres que componen esa metáfora del sincretismo cultural colombiano que es la música vallenata. Porque de lo que no hay duda es de que el ser caribe es algo más que indios y negros: españoles, hebreos, árabes, italianos, franceses, gringos, alemanes, y otros que se dieron citas seculares en la costa Caribe colombiana, y que tarde o temprano terminarían bailando La pollera colorá, bien merecían al menos un vídeo que los agrupara a todos. Al fin y al cabo todos somos notas de ese hermoso bolero caribe.

Donde se mejora sustancialmente el recorrido es un nivel más abajo, en la sala de la palabra: fragmentos escritos en grandes caracteres de los mejores prosistas costeños  y audios de una exquisita selección de poemas (algunos de viva voz de sus propios autores) dan cuenta de cuán diversos son los ingredientes que componen el sancocho humano de la región: desde la huella árabe de Gómez Jattin o Sánchez Juliao, hasta los ancestros negros de Zapata Olivella. Grabaciones con la voz de los mamos indígenas, perorando sobre lo divino y lo humano, terminan de sazonar el plato.

Después viene la sala de la acción, que da una idea de cómo se forjaron las diferentes poblaciones de la zona, desde las rancherías guajiras hasta la pujante Barranquilla de finales del siglo XIX y principios del XX. El escaso tiempo que por razones ajenas a cualquier consideración de calidad le dediqué a esta sala (mi faceta de Herodes no soportó la tumultuosa invasión de los niños de un colegio local), no me permite tener los elementos de juicio necesarios para opinar al respecto.

Finalmente, y como era apenas obvio, se llega a la sala de la expresión, la que contiene las mayores sorpresas. Para empezar, no sé si aplaudir o criticar la casi total ausencia del manoseado lugar común del carnaval de Barranquilla como referencia explícita. Dada la importancia -cada vez más creciente- de esa fiesta en el panorama nacional, y dado el hecho de que el museo está ubicado precisamente en esa ciudad, pensé que el montaje, que se adivina al ver una constelación de vídeo beams instalados en el techo, iba a tener una alta a dosis de carnaval de Barranquilla, con su música explosiva y su colorido de paraíso tropical.

Pues no: la muy buena idea de la producción, en la que van apareciendo músicos y bailarines de tamaño natural sobre el fondo negro de las paredes, tropieza con la lánguida -casi torpe- selección de dichos temas, y con la tiesura de muchos de los bailarines. En ese momento prácticamente confirmé la sospecha que tuve durante casi todo el recorrido: una probable intervención cachaca en la dirección y montaje del museo. (Catastrófica, cuando de cuestiones caribes se trata. Hay que proteger a la costa atlántica de las delirantes ínfulas caribes rolas -ya teníamos suficiente con los caleños-. Para el que quiera entender mejor el fenómeno, le transmito lo que repite mi papá cada vez que los rolos se autoproclaman campeones mundiales de la rumba en las secciones de entretenimiento de los noticieros: “los cachacos se morirían de la felicidad de que les pasara un huracán por Bogotá, para así sentirse caribes”).

Diríase, por las manifestaciones artísticas y culturales presentadas en el museo, que somos un pueblo de lamentos y de músicas a un tono de ser lúgubres. Yo esperaba en la última sala un excelente sonido (el que hay es bastante opaco), y una selección de lo más sabroso del vallenato, del porro, del merecumbé, de la cumbia; con los vídeo beams proyectando comparsas carnavalescas, llenas de color,  con miles de mulatas meneando las nalgas hasta que se les rompiera la cintura, para que al final no quedara otra alternativa que correr a tomarse un ron en el bar que debería tener el museo (sí hay, en cambio, un restaurantico donde me dejé caer, esófago abajo, un exquisito mote de queso y una suculenta palangana de fritos).

Sin embargo, la mayor sorpresa -afortunadamente para bien- corrió por cuenta de los mismos niños que precipitaron mi retirada de la sala de la acción, y con los que coincidimos, también, en la función de la sala de la expresión. Durante los pocos chispazos de buena música, en los que se alcanzaba a presentir el inigualable swing caribe, los niños, espontáneamente y sin la sugerencia de ningún adulto, improvisaron un baile alucinante, con una soltura, un desparpajo y una gracia que cualquiera que hubiese visto solamente ese baile, y nada de lo que se exhibe en el museo, se habría hecho una idea tan exacta de lo que es la cuestión caribe que ni un millón de museos o tratados socio-culturales serían capaces de mostrar ni en mil años.

A estas alturas habrá quien se pregunte por qué, si la música es, en mi opinión, un factor aglutinador de tanto peso en la prodigiosa mezcolanza humana del Caribe, escogí para el título un ritmo tan alejado del temperamento bullicioso y alegre que tanto reclamo a lo largo de todo el artículo. La respuesta es de una simpleza reveladora: a diferencia de otras zonas en las que los muy caribes boleros (son originarios de Cuba)  sólo se oyen, en el Caribe  terminan, inexorablemente, bailándose; y una noche de boleros en Barranquilla, con el intérprete adecuado, no es nada diferente a una noche llena de ritmo y paroxismo.
Si no me creen, pregúntenle a Nelson Pinedo, ese inmortal bacán caribe.

@samrosacruz


EL PRINCIPUCHO


Prefiere ser temido que amado (“le rompo la cara, marica”), apegado, como es, a las -seguramente para él- infalibles instrucciones maquiavélicas. Así es Álvaro Uribe, uno de los muchos problemas que, con los años, se nos han ido sumando a los colombianos. Es un problema menor (como las fastidiosas alarmas de los carros, que nunca anuncian la inminencia del robo, sino el tropezón involuntario del peatón), cuya única función es molestar, si nos limitamos a los delirios cotidianos en su cuenta de tuiter, o a los discursos destemplados de sus conferencias itinerantes. Pero es un problema mayor cuando usa el remanente de influencia en la opinión pública que aún le queda para intentar sabotear otra posible solución al problema más grande de la historia del país e insiste en la única que él concibe: la guerra.

Aquélla otra solución  que tiene la fuerza para reencaucharse una y otra vez, a pesar de que una y otra vez padece de una impopularidad sin competencia: la salida negociada al conflicto bárbaro que vivimos desde hace cincuenta años tiene la virtud de que, luego de ser vista en repetidas ocasiones, a través de diferentes momentos históricos, como una insensatez, siempre regresa rodeada de un aura de esperanza, suficiente para que, como colombianos, estemos dispuestos a hacer borrón y cuenta nueva; nadie quiere que esta carnicería de pesadilla se prolongue indefinidamente.
Bueno: “nadie” es una exageración que, dadas las despreciables cantidades -en número- de opositores a la paz, bien podría no serlo. El problema es que el poco poder cuantitativo de esos opositores -la criminal plutocracia colombiana en pleno- se ve aplastado por el enorme poder cualitativo del que éstos gozan: altos mandos militares corruptos, potentados mercaderes de la guerra y de la muerte, mafiosos, narcotraficantes y gamonales políticos viven de que nosotros, los demás, vivamos bajo el signo de caín: masacrándonos unos a otros para que ellos despilfarren a placer sus vidas mezquinas, egoístas y superficiales.
Y para lograr tal fin han estado, están y estarán dispuestos a servirse de cualquier medio, incluyendo magnicidios y atentados terroristas. Pero mientras pudieron usar a un idiota útil -démosle a Uribe ese dudoso beneficio de la duda-, a un energúmeno fanático de la guerra y convencido de la venganza, que los representara en el remedo de democracia en el que estamos inmersos, lo usaron. Claro, su canallada quedó, así, una vez más, legitimada. Y el ídolo de barro, el tótem transitorio, convencido a sí mismo, estuvo dispuesto a demostrar su supuesta omnipotencia empleando desde su amenazante estrategia intimidante y temeraria, hasta las macabras tácticas de falsos positivos cometidos a unas espaldas suyas de incierto punto ciego.
Lo único que evitó que el anterior escenario continuara fue que esa misma plutocracia decidió que listo, que hasta aquí te trajo el río paisita cascarrabias (habrían seguido modificando articulitos de la constitución o habrían cerrado cortes y congreso de haber sido necesario), y montó en el caballo (vaya que sí funciona esa metáfora en este caso) a otro de los suyos, pero de refinados modales. Con tan mala suerte que se tropezaron con el Narciso de la política, quien, no teniendo ya baúles donde acumular más plata, abolengos y condecoraciones sobre pedido, resolvió compensar  -superando por obra de la fuerza mayor la atávica indolencia de su clase- la carencia de una de las pocas cosas que una cuna de oro no puede proporcionar en este país: la trascendencia.
Fue así como Santos nos embarcó en esta nueva aventura negociadora -que ojalá por fin llegue a buen puerto, a pesar de su origen casquivano- y el principito de Antioquia, el eterno niño berrinchudo que se niega  a su vejez de poder, fue bajado del caballo, dejando -al contrario del entrañable personaje de Exupéry- miles de preguntas sin responder. Y mientras Santos nos entrega de carambola una esperanza, con un extraño color maquiavélico, en el que la paz es un mero medio para sus fines vanidosos, Uribe se encarga de enfocar esa misma máxima maquiavélica desde un ángulo bastante particular.
Porque aún si le concedemos a Uribe la presunción de inocencia sobre los falsos positivos y sobre las decenas de escándalos de corrupción de su gobierno, aún si suscribimos la tesis del idiota útil de la plutocracia, aún si ignoramos el tono envidioso de sus críticas a la iniciativa santista (“estaba cantado”), aún si hacemos todo eso, todavía nos queda un loco furioso obsesionado con la riña, con la pendencia, con la pelea. Un orate agresivo para quien sus exclusivos medios guerreristas para arreglar cualquier asunto de la vida justifican los fines, sean éstos cuales sean: no es algo que lo desvele a él el hecho de que esta enorme hacienda bananera llamada Colombia finalmente se arregle o se termine de joder.

@samrosacruz

martes, 21 de agosto de 2012

DE DIOSES Y HOMBRES


Me entero a través de la prensa de que algunos integrantes del grupo de rock Pussy Riot -que ignoraba que existía- han sido condenados, en Rusia, a cárcel por vandalismo; su delito consistió en irrumpir en la catedral Cristo Salvador de Moscú y pedirle musicalmente a la virgen que protegiera al país de una eventual reelección de Vladimir Putín. Sorda a sus artísticas plegarias, la virgen permitió la temida reelección, con lo que las defraudadas rockeras terminaron sin libertad y, de todos modos, con Putín.

No dudo del golpe publicitario que buscaba el grupo con ese incidente; ni de la efectividad y lo estratégico del medio que utilizaron para transmitir su mensaje.  Pero tampoco dudo de que al menos alguna de ellas, en su fuero interno, creyó que, en efecto, la virgen podía oír sus peticiones y ponerse resueltamente de su lado. A pesar de su carácter extremadamente corriente, nunca deja de sorprenderme el hecho de que, para bien y para mal, y a pesar de que un simple análisis arrojaría como resultado que las probabilidades de la ocurrencia o no un evento nada tiene que ver con los rezos que medien (un hincha del Unión Magdalena puede corroborarlo sin problemas), gentes de todas las culturas –unas más que otras, por supuesto- sigan metiendo a dios en todos sus asuntos; endilgándole responsabilidades cuando algo sale mal, o agradeciéndole cuando las cosas resultan como se esperaban.

Hay ejemplos admirables de este tipo de conductas. La extraordinaria cinta francesa De dioses y hombres –basada en una historia de la vida real- nos muestra a un grupo de monjes cristianos oficiando en un monasterio rodeado de musulmanes en plena guerra civil argelina.  Los monjes, a pesar de las reservas acerca de su seguridad por parte de uno de ellos, se apoyan en la indestructible fe de Christian, su superior, y permanecen haciendo su sacrificada labor apostólica sin que les importen las amenazas de que han sido objeto por parte de un comando fundamentalista musulmán. La cosa no termina bien, y los monjes –a excepción de un par que escapan fortuitamente- son salvajemente asesinados por los islámicos.

Si bien el grupo de monjes no esperaba que descendieran tropas de las milicias celestiales a defenderlos, su notable sentido de la ética los hacía permanecer al frente y obedecer lo que, para ellos, más que una obligación, era un mandato divino. Pero aparte de lo romántico de sus muertes y de su condición de mártires, me parece que les habría ido mejor atendiendo las opiniones del monje más racional: hoy probablemente estarían vivos y adelantando su loable obra social en otras latitudes; o, calmada la guerra, incluso en la misma región.  Otra vez: el mundo se quedó, de todos modos, con la guerra y sin los virtuosos monjes.

Pero tengo que ser claro: no estoy diciendo que a la primera dificultad se pongan pies en polvorosa; ya quisiera yo tener la entereza y valentía que tuvieron los monjes. Lo que digo es que encomendarse a dios y confiar en que ello funcione, sin tomar otras medidas terrenales, es suicida. Y  -perdónenme- tonto.

Hasta ahí, sin embargo, todo tiene aún un aire de grandeza. El cual se empieza a vulgarizar cuando la intervención divina se desvía del altruismo y se centra en los intereses personales y egoístas del creyente. Es cuando nos encontramos con joyas como “es que mi (¡mi!) dios me quiere mucho”; o “es que dios está conmigo”. (¿Por qué? ¿A cuenta de qué?). Y peor cuando lo que ocurre es que se desata una batalla de dioses de diversas religiones, o incluso entre distintas advocaciones del mismo santo en la misma religión: “el Divino Niño del 20 de julio es el más milagroso”: ¿es que la virgen tuvo gemelos o trillizos? ¿Acaso no es el mismo personaje nacido de María que en otro lado llaman el Divino Niño de Atocha pero con ropaje diferente?

Ahí está, entonces, el grueso de la población esperando que su particular dios mafioso los ayude a ellos por el simple hecho de ser ellos; y que sin haber hecho nada de lo que exige su hijo –en el caso de la religión cristiana- les tenga una predilección especial sobre el resto de sus ovejas, no obstante afirmar que Él es “infinitamente justo”: ¿o es que acaso ya alguno vendió todas sus posesiones y regaló el dinero resultante a los más pobres?

Dios también es útil para excusar fracasos (deportivos, electorales, profesionales…), que bien pueden deberse a incompetencia del afectado, a componendas de por medio, o a simple azar, pero que de todos modos avergüenzan a este último hasta el punto de afirmar que “mi dios no lo había dispuesto así”; o que “son las cosas de dios”. Nadie que no esté en un manicomio ha visto a dios; y sin embargo casi todos creen conocerlo a fondo, y conversan con él con el mismo convencimiento con que el orate de la esquina discute con el aire circundante.

Con todo, hasta ahí nadie, excepto el ingenuo creyente, sale seriamente afectado de ls omnipresente intromisión divina. El problema real surge cuando ese creyente quiere imponer sus creencias al resto, así él y el resto vivan en el marco de una sociedad laica, como se supone que debe ser la colombiana. Sin meternos en guerras, atentados terroristas, torturas y otras exquisiteces por el estilo -que se dan muchas veces en nombre de la religión- el simple hecho de injerirse en la vida y la felicidad de otras personas, por el simple hecho de complacer unas certidumbres que nunca deberían salir de la órbita personal de cada quien, es criminal.

Es por eso que la reciente elección del magistrado de la Corte Constitucional es tan importante. O mejor dicho: lo que éste haga en el ejercicio de su cargo: la Colombia progresista no puede seguir a paso de procesión simplemente porque un grupo de funcionarios públicos y ciudadanos, por muy mayoritario que sea, crea que el resto debe vivir como ellos creen que se debe vivir –o, en algunos casos, como ellos, por cuestiones de imagen, quieren que los demás crean que ese es su paradigma de vida-, y no como ese resto (drogadictos, homosexuales, abortistas, ateos), sin hacerle daño a nadie, quiere vivir.

Insisto en lo que dije en un artículo anterior: la invención de dios quizá fue útil en la alborada de la civilización, cuando había que sublimar algunas pulsiones primitivas para garantizar una existencia mínimamente armónica. Pero una vez conquistada la razón y el saber, dios se convierte en uno de los incordios más dañinos y entrometidos imaginables. En adelante sería más conveniente para todos –menos para los plutócratas que se quieren quedar con todo y, por ende, les conviene que se mantenga el oscurantismo religioso- actuar en consecuencia, aceptando que nuestro destino está en manos del azar, las leyes físicas, los animales, los vegetales, los minerales, los fenómenos atmosféricos.

En manos de hombres, y no de dioses.