viernes, 23 de septiembre de 2011

EL OTOÑO DEL PATRIARCA


“…clamando a solas que no valía la pena haber vivido tantos fastos de gloria si no podía evocarlos para solazarse con ellos y alimentarse de ellos y seguir sobreviviendo por ellos…”   El Otoño del Patriarca, Gabriel García Márquez

Lean esta frase que escribe Enrique Santos Calderón sobre su gran amigo Gabriel García Márquez: “Sin temor a equivocarme -que me corrija la 'Gaba', que estuvo siempre al pie del cañón- puedo asegurar que esos años de alternativa  fueron la etapa más politizada de la vida de García Márquez”.  Tristísima la frase. O por lo menos para mí.  Es una confirmación de lo que era un secreto a voces pero que, en el fondo de mi alma, esperaba que fuera una habladuría más. Al parecer no lo es: la frase –que extraje de la crónica sin título que reseñó El Tiempo como “Enrique Santos rememora el paso de García Márquez por la revista Alternativa”, inconsciente o no, nos ratifica la noticia, esta vez de una fuente de alta fidelidad, de que Gabo ya no es Gabo; de que probablemente de lo único que se esté acordando ahora sea de una infancia remota que por millonésima vez es su propia imagen asándose de calor en la arena de las calles de Aracataca.

No de otro modo se explica el tratamiento de difunto que le da Santos Calderón: ¿por qué habría de corregirlo la esposa y no el propio Gabo que, por supuesto, estuvo un poco más que al pie del cañón y quien todavía vive? En general toda la crónica es así –o ya la veo así después de la frase de marras-, en ese tono elegíaco, como si nuestro gran patriarca de Macondo ya no fuera de este mundo, como si su merecido otoño ya hubiese dado paso a un irreversible invierno mental, vergonzante, ya no para él, que ni siquiera lo sabría, sino para sus familiares y amigos quienes, a pesar de las jugadas del inconsciente, quisieran preservar su lejana imagen apabullante de hombre sabio; quienes quisieran que se le respetaran estos tiempos difíciles en que la literatura y la clarividencia de la vida son ahora una materia intangible para un hombre que siempre cerró su vida privada al mundo con tres aldabas, tres cerrojos, tres pestillos.

Ya Gerald Martin, su biógrafo oficial, había dado unas primeras noticias; dadas así, con cautela, como cuando le informan a alguien que un pariente muy cercano y muy querido se va a morir pronto.  Esto escribió sobre Gabo en “Una Vida”, la biografía que sobre él hizo: “Con los apuntes adecuados era capaz de recordar la mayoría de las cosas del pasado distante –aunque no siempre los títulos de sus novelas- y entablar una conversación razonablemente normal, incluso divertida”. Terrible situación para alguien que siempre se tuvo a sí mismo como un profesional de la memoria; para alguien que en los pantanos de la vejez le debía quedar radiante, como un trofeo, el recuerdo de los numerosos escollos que tuvo que sortear durante una infancia y una juventud en las que se disputó la vida a brazo partido con la pobreza; para alguien que las bolas de candela de los extremismos políticos y los eclipses aciagos, producto del reguero de adioses finales de sus amigos del alma, lo habían curtido contra los recursos de lástima de las troneras de la memoria.

Tranquiliza, al menos, saber que no sabe que la vida sigue, aún con él a espaldas de su propio poder, de ese poder que, por otro lado, siempre persiguió: en Clinton de Estados Unidos, en Fidel de Cuba, en Torrijos de Panamá, en Mitterrand de Francia, en Felipe González de España, en López de Colombia  (y en casi todos los presidentes de Colombia de los últimos 40 años, con la infame excepción de Turbay); a espaldas de sus amores furtivos y de sus amores inverosímiles de perdición; a espaldas de su fortuna personal, ahora incontable y estéril, refundida por los peores acechos de unos olvidos que lo deben tener tantaleando en las nieblas ilusorias de una vida que ya no es la suya.

Repito: es triste. Y a pesar de que su deslumbrante edad lo dispone, me es difícil imaginarme a mi maestro cautivo de sus propios delirios en el marasmo senil de una hamaca, desprendido sin dios de una realidad con la que no necesita reconciliarse, qué vaina, y sin embargo, y aunque él se quede sin saberlo para siempre, prefiero pensarlo así, aún vivo, para poder darle, en las últimas hojas heladas de su otoño, las gracias, maestro amado, gracias por los clamores de las muchedumbres frenéticas que con la noticia de tu Premio Nobel se echaron a la calle cantando himnos de júbilo, gracias porque en la ristra de hojas amarillas de tu otoño arrastras las ilusiones de todo un pueblo que supiste descifrar con artificios de alquimista, y al que le diste instantes inasibles de felicidad, gracias por los cohetes de gozo y las campanas de gloria que a pesar de tu partida seguirán en tus libros, en tus palabras, en tu recuerdo, y nos seguirán anunciado por siempre jamás que el tiempo incontable de la eternidad para ti nunca terminará.

No hay comentarios:

Publicar un comentario