viernes, 30 de septiembre de 2011

EL DESTINO DE LAS ESPECIES

“La selección natural obra solamente por medio de la conservación de las variaciones que son en algún concepto ventajosas”.  Charles Darwin, El Origen de las Especies

En 1859 Charles Darwin publicó su famoso libro “El Origen de las Especies”, obra que se convirtió en la piedra angular de la teoría evolutiva que –con más bien pocas variaciones - aceptamos  hoy día para dar la explicación más plausible del cómo estamos aquí (nosotros y todas las demás especies vivas del planeta).  Por ahora, y para los efectos que aquí nos atañen, dejémoslo en el cómo, aunque lo más probable es que nos diga mucho también del por qué, pero eso es más difícil que sea comúnmente aceptado, sobre todo por las implicaciones religiosas o místicas que tal asunto conlleva.

Aún así, inclusive el cómo no es fácil: para algunas personas es simplemente intolerable pensar que una serie de circunstancias ciegas y silenciosas que caracterizan a la transmisión del material genético entre individuos de una generación a otra, conjugadas con las azarosas condiciones del entorno, sean el camino que todas las especies, incluso nosotros, han recorrido para llegar dónde están: somos, según Darwin, productos de la imperfección, productos de la incapacidad del ADN de hacer una copia escrupulosamente exacta de sí mismo, lo que trae como consecuencia imperceptibles variaciones (que dejan de ser imperceptibles con el pasar de los siglos).

Traigo esto a colación por una preocupante afirmación que leí la semana pasada acerca del calentamiento global y las funestas consecuencias que esto traería –más rápido de lo esperado- en la salud humana.  A ese respecto  aseguró el doctor Carlo Heip, director del Royal Netherlands Institute of Sea Research y coordinador del Proyecto Clamer: "Hemos acumulado pruebas convincentes e inquietantes".  Para empezar, redujo sustancialmente el plazo medio en el que este fenómeno empezará a afectarnos: 30 años, frente a los 60 ó 100 a que estábamos acostumbrados.  Posteriormente, advirtió del especial peligro que representaba el medio marino: el aumento en la temperatura del mar puede provocar, a su vez, un aumento significativo de bacterias patógenas al ser humano, bacterias que posteriormente le serían transmitidas. Heip habla de elevación de costos sanitarios, pero otros van más lejos: las emisiones de gases de efecto invernadero, además de calentar al planeta, adelgazan la capa de ozono, permitiendo una mayor entrada de los dañinos rayos UV. 

Pero el mayor peligro que traerán los rayos no es el que inmediatamente suponemos: cáncer de piel en humanos. No: al fin y al cabo, como escribía Isaac Asimov al respecto, encontraremos la solución a eso: protectores solares, sombrillas, ropa especial, no exposición al sol; eso no nos extinguirá directamente a nosotros.  Pero puede que sí lo haga con mucha de la frágil vida microscópica del suelo y de las capas más superficiales de los mares, de la que dependen, para su supervivencia, otros pequeños seres, de los que, a su vez, dependen otros más grandes, y así sucesivamente, en una aterradora reacción en cadena que terminará con poner en peligro incluso a nuestra propia especie (convendremos en que es un pelín difícil dotar de sombrillas y protectores solares a todas esas indefensas especies que pueblan los océanos y suelos de La Tierra).

Pero, ¿y eso qué diablos tiene que ver con Darwin?  Pues sencillo: con La Tierra en el anterior contexto, el entorno cambiará velozmente y la evolución seguirá su implacable y sigiloso paso, arrasando con lo que no se adapte. Y en el caso del hombre lo hará con los (exactamente) desadaptados que hoy se oponen al protocolo de Kyoto y a otras instancias que batallan por salvar nuestro planeta azul.  De hecho me aventuraré a decir algo aparentemente disparatado: es posible que esta loca carrera (licenciosa, suicida) que corremos hacia nuestra propia destrucción termine por favorecernos -desde el punto de vista evolutivo- en el último minuto.

En el segundo párrafo veíamos cómo el material genético (transmitido ciegamente), conjugado con las condiciones del entorno, eran la clave para la formación de especies nuevas y exitosas desde la perspectiva darwiniana: de supervivencia de la especie. Pues bien, antes de que sea desatado el escenario apocalíptico de hambrunas, pandemias, guerras por los suministros básicos y otras sutilezas de ese tipo –probable resultado final del fenómeno del calentamiento global- el hombre podría detener tal desastre; al fin y al cabo es la única especie capaz de hacerlo (puesto que, además de ser la única que razona al nivel necesario para ello, es la principal responsable de las causas).  Pero me temo que no lo hará: en los días que corren la ancestral codicia le gana fácilmente la partida a la novata razón.

Sí: por más que tratemos de paliar el problema con aumento de educación y consciencia ecológica, queda siempre flotando una poderosa escoria primitiva que da al traste con todo: hasta en las sociedades más avanzadas, el verdadero primer mundo, donde a nadie se le ocurriría que puede haber deficiencias educativas, persisten este tipo de conductas destructivas: a pesar del liderazgo de Dinamarca en materia de energía eólica y de Islandia en energía a base de hidrógeno, por razones de índole económica se sigue retrasando el reemplazo de las energías causantes de los perjudiciales gases por esas energías más limpias. Imagínense  el resto del mundo.

Entonces, ¿qué pasará si ya el fenómeno se cierne sobre nosotros y no parece haber tiempo de educar a una masa crítica de seres humanos al respecto? Probablemente se dé en algún momento el dantesco escenario que mencionamos arriba; y los pocos sobrevivientes habrán de agruparse en núcleos humanos, de acuerdo a la escasa disponibilidad de alimento. Esos núcleos, ante la alternativa de la extinción definitiva, deberán observar una cuidadosa relación con su respectivo microambiente; una relación casi de mírame y no me toques. 

Y para que esa cuidadosa relación resulte exitosa, como ya se ha demostrado, se necesitará algo más que buenas intenciones y palmadas en el hombro: requerirá, por la premura de las circunstancias y la terquedad del ser humano, de un cambio en la estructura genética: aquellos individuos que corran con la suerte de un desperfecto en sus planos prehistóricos, aquellos a los que genéticamente no seduzca el mandato acumulativo insaciable (tan necesario en la era de las cavernas, pero superfluo ahora), aquellos a los que el tratamiento digno hacia las otras especies les represente una cascada de endorfinas en su cerebro, esos individuos, lograrán transmitir ese material genético depurado (así sea por obra y gracia de la necesidad), excelso, noble.  Si hay aislamiento de grupos (que es muy probable), el grupo cuyos individuos logren hacerse a ese valioso material genético, prevalecerá; y habrá subido un escalón más, con respecto a nosotros, en la escalera evolutiva. 

No es que me crea Alvin Toffler;  ni estoy –ni más faltaba- haciendo una apología de la irresponsabilidad ecológica que actualmente avasalla al mundo;  pero dadas las abrumadoras evidencias  en contra del apremiante cambio de mentalidad que se necesita, pienso que probablemente, en el mediano plazo, el destino de muchas especies sea la extinción; y el destino de la nuestra sea el triste escenario de continuar con el insensato afán exterminador que nos caracteriza, para así, gracias a la ceguera ( y torpeza) genética y a la tiranía ambiental, lograr  elevarnos un poco más, ya no en una dirección tecnológica, sino en otra más retadora para nuestras sociedades modernas: ética.

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