sábado, 17 de septiembre de 2011

MIDNIGHT IN BOGOTÁ

“La música siempre nos hace recordar un tiempo que nunca existió” 
 Oscar Wilde 
De antemano sé que voy a ser crucificado por lo que diré aquí sobre la música. Bueno: sobre ciertos tipos de música. Está bien, iré más lejos: sobre ciertos ruidos que algunos consideran música. Por dos razones no voy a meterme con la definición de todo lo que encierra, como tal, el concepto “música”. Primero por sus inabarcables manifestaciones (por poner un ejemplo extremo: las arañas saltarinas macho –según minuciosos estudios-  se valen de cantos de seducción para atraer parejas sexuales; cantos que elaboran frotando partes de su abdomen y que acompasan con una especie de taconeo de sus patas.  Su potencial compañera sexual, al carecer de oídos, juzga el performance del macho por medio de vibraciones).  Y segundo, porque no soy músico: si para un erudito de la música es imposible comprender la complejidad de los intrincados hilos que unen a los géneros musicales creados por la humanidad, imagínense lo que será para un lego como yo. Baste decir que la música es una manifestación evolutiva muy primitiva que debe estar grabada en las más profundas capas cerebrales y, por lo cual, ha estado presente en todas las culturas conocidas.  De hecho, la compartimos con las especies más disímiles  en el árbol genealógico de la vida, como ya vimos arriba.

Hablaré, entonces, de la música en un sentido más convencional: la música popular, la que oímos en la radio, la que bailamos en las fiestas (o intentamos hacerlo, como es mi caso).  Recuerdo cuando a principios de los 90 en Bogotá, mis años más bailarines (es un decir), era posible oír, en las discotecas de moda y en la radio, una amplia gama de géneros musicales: en la radio sonaba el merengue de Juan Luis Guerra, la salsa de Willie Colón, el rock de Bruce Springsteen, el pop de Michael Jackson, el reggae de Bob Marley. Y en la discotecas igual: Bahía, Mr. Babilla, Massai, Keops, tenían –unas más que otras- una variedad semejante, y sus modestos disc jockeys se aseguraban de incluir un par de canciones lentas cada tanto, las que daban, bien una pausa para quienes querían disfrutar de un trago en la comodidad de la mesa, bien una oportunidad de oro para los enamorados que aspiraban a un momento romántico con su potencial conquista. Ahora todo eso ha desaparecido: la noche bogotana -al menos en las discotecas a las que me invitan mis amigos- es regentada por un par de géneros musicales a cuya servidumbre es necesario someterse para no correr el riesgo de hundirse en el ostracismo nocturno, en el destierro rumbero; en lugar de mesas y bonitas discotecas la gente se agolpa en colosales bodegas; los románticos se han extinguido para dar paso a petulantes pavorreales que no tienen nada que decirle a sus perspectivas de pareja (pero tampoco lo necesitan: las canciones de uno de los géneros a que me referiré más adelante hacen el trabajo por ellos: explícitas solicitudes sexuales, meticulosas descripciones de actos íntimos, y los más indecorosos vituperios a las mujeres -que terminan por acomplejarlas - abundan en sus letras).
Lo sé: estoy cayendo en la misma trampa en la que han caído todas las generaciones de la historia de la humanidad: creer que todo tiempo pasado fue mejor.  Precisamente en torno a ese tema gira la trama de la película “Midnight in París”, escrita y dirigida por el genial Woody Allen: el protagonista, un escritor que sueña con el París de los años 20, repentinamente encuentra una vía de acceso para viajar a esa época.  Allí, además de departir con sus héroes, Ernest Hemingway, Pablo Picasso, Salvador Dalí, se encuentra con la sorpresa que los vivientes de los años 20 añoran la Edad de Oro de París (1890).  Más tarde logra viajar también a ese año, sólo para comprobar que Gauguin, y Degás –con quienes comparte mesa- preferirían vivir en la época de El Renacimiento. Finalmente llega a la triste de conclusión que los vivientes de El Renacimiento seguramente anhelarían estar en la corte de Kublai Khan. Y así sucesivamente. 
No puedo negar que ese mensaje me llegó, pero  pasaré por alto un momento a “Midnight in Paris” y analizaré, sin esas prevenciones, a las nuevas formas que nos acompañan en la noche bogotana (después, saquen ustedes sus propias conclusiones).  Empezaré con la música electrónica. Si bien al principio me quejaba tímidamente de la monotonía y la exagerada duración de la canción de música electrónica que siempre ponían en todas partes, después me enteré de que se trata de varias piezas, algunas de las cuales (o todas, no sé muy bien) tienen incluso nombre.  Es decir: no es, como yo creía, una misma canción larguísima que está sonando desde 1913 (año de nacimiento de este tipo de música), sino que son varias.  Y algunos aficionados a ellas tienen la temeridad de asegurar que diferencian cuándo acaba una y cuándo es otra canción la que empieza. Pero ahí no acaba todo: de hecho aprendí (la teoría lo aguanta todo) que este género musical tiene a su vez subgéneros: house, trance, dance, rave, jungle, eurodance, etc… Al parecer, según también supe, la música electrónica fue un género de culto en diferentes partes del mundo hasta finales del siglo XX, momento en el cual se popularizó (y aquí es en donde estriba lo más extraño de la situación: en que se popularice un género de música reservado para unos cuantos iniciados que eran capaces de imaginar –con éxito- música donde sólo había ruido).  Hoy, además, existen estrellas de la música electrónica llamados DJ’s, cuyo papel se limita a poner discos, levantar los brazos al son (?) de la música (??), y aullar como un bobo de pueblo: wwooooowwwww –y poner a aullar a la concurrencia; quien no lo haga estará perdido-.  Estos DJ´s son adorados como dioses y cada uno de ellos tiene la curiosa peculiaridad de ser el mejor del mundo: siempre nos está visitando el mejor DJ del mundo (cualquier cosa que eso signifique), llámese como se llame.

El otro ritmo que domina a los noctámbulos bogotanos (aunque también a los diurnos, no olvidemos a las emisoras) es el reggaetón.  La primera vez que supe de él fue en mi propia casa.  Alguien se apoderó del equipo de sonido y, de repente, éste empezó a vomitar un ruido infernal. Consciente de que ya no poseía mi venerable tocadiscos (con lo que descartaba que, por error, se estuviera tocando algún LP a 78 revoluciones por minuto), corrí alarmado al aparato para averiguar qué eran esos estridentes chillidos dignos de un zoológico en emergencia, pero mi amigo trató de tranquilizarme: esta música suena así, me dijo.  Me alarmé más: era de no creerlo.  Tratando de buscar algo que salvara la canción, me concentré en la casi ininteligible letra. Adivinando trabajosamente lo que decía, recordé que la piqueria vallenata y la trova paisa tenían improvisaciones semejantes, si bien no tan extraordinariamente malas. Pero aún la mínima defensa que aventuré sobre la letra -teniendo en cuenta que era imposible hacerlo sobre la música, dados sus repetitivos estampidos- no tenía ningún fundamento: ni siquiera se trataba de improvisaciones: eran “composiciones”, debidamente trabajadas, premeditadas.  He aquí una muestra que tomé al azar en Youtube: un fragmento de una canción llamada “A mí me Gustas Tú”, interpretada por  L’Omy (?)
Desde que estábamos chiquitos/ Te acuerdas cuando comíamos Alpinito/ Zapatico cochinito 1 2 3/ Cambia de piececito/ Desde que estábamos chiquitos/ Cuando jugábamos en el parquecito/ Físico e´ pelaito/ Mente de grandecito” ¿Mente de grandecito? No lo creo. Complementémosla: no seas tan chamboncito/ jálale al respetico/ dedícate a otro trabajito/ déjanos tranquilitos.
Aún sabiendo que no es ni de cerca lo peor que puede ofrecer el reggaetón, a su lado Ricardo Arjona es Rubén Darío.  Lo increíble de todo es que eso gusta.  Sobre todo a los jóvenes quienes –creo- conscientes de la tortura a que nos someten a los más viejos con esos ruidos estrepitosos, han resuelto, para darnos una ventaja en el cortejo -ya que ellos, por su juventud, se ven mejor físicamente- contagiarse de los principios estéticos de las estrellas del reggaetón. Pero lejos de imitarlos en su estilo pandillero de vestir, nuestros jóvenes, hoy, optan por usar los jeans con la pretina de éste situada a mitad del muslo, de donde emerge un gigantesco pañal que asciende hasta un poco más arriba del ombligo.  Por si no fuera suficiente, prescinden de peinarse y, en cambio, piden que les den un tratamiento de gallinas, cuando éstas son matadas a escobazos. Inolvidable detalle de estos espantapájaros abandonados para con los que no soportamos el fragoroso esnobismo de su música.  Ahora, si es verdad que esta música les gusta y no están interesados en indemnizaciones, sino que se visten de ese modo porque están convencidos de que así se ven bien, tendremos que dedicarles, también a ellos, otro pedazo de nuestra composición: lávate las orejitas/ o por lo menos no el cerebrito/ pareces un mendiguito/ ve a que te cambien el pañalito 

Y a todas estas, ¿recuerdan a la araña saltarina del primer párrafo? Pues bien, olvidé mencionar que, aprovechando su mayor tamaño,  el juzgamiento que hace la hembra acerca del performance del macho es  radical: si es bueno habrá apareamiento, pero si es malo la hembra tomará la vocería de las hembras de todas las especies del reino animal y dará una nueva interpretación a las románticas invitaciones a comer: ya que fue invitada a comer, engullirá miligramo por miligramo al macho. Ese es mi sueño: que en un concierto del DJ David Guetta la gente salga del trance (ojo: no confundir con la música trance) en que la sumen las hipnóticas insistencias pendulares de la música electrónica, valore su lamentable performance,  y la emprenda contra la diva del tornamesa. Comerán David Guetta a la chimichurri, saciarán el hambre, y saldremos todos de un fanfarrón más en este mundo. Aunque, ciertamente, después me pongo a pensar en lo desagradable que puede resultar para cualquiera un sancocho de pata del reggaetonero “Daddy Yankee”. 
Sin embargo, a pesar de todo lo que he afirmado acerca de esos dos géneros musicales, y como dije antes, me sigue quedando la duda que nos planteó Woody en su película: ¿será que en un futuro añoraré el reggaetón o la música electrónica? Tengo dos consideraciones al respecto. Primera: que me preocupa el hecho de que la contrariedad que me producen  estos géneros me ha hecho glorificar canciones que en la década de los 90 consideraba apenas mediocres (o incluso malas). Segunda: recordar que algunos ritmos, que ahora gozan de gran prestigio, estuvieron condenados a la oscuridad durante décadas, tal como yo condeno ahora al reggaetón y a la música electrónica. El vallenato, por ejemplo, según nos cuenta la gran autoridad en la materia Alfonso López  Michelsen, nació de la conjugación de los valses vieneses que se tocaban en los matrimonios de la alta sociedad cesarense con los ritmos indígenas y africanos que, a su turno, interpretaba en la cocina la servidumbre, a efectos del mismo acontecimiento.  Al final de la celebración, patrones y empleados se reunían (lo que era llamado colitas) y amalgamaban las dos músicas.  Aún así, la música vallenata estuvo proscrita de los altos círculos del país, e incluso del Club Valledupar, hasta entrada la segunda mitad del siglo XX.  Hoy, sin embargo, no hay quien se considere caché que no haga su obligatoria peregrinación anual al Festival Vallenato: políticos y empresarios se dan allí cita y entonan, sin ningún tipo de vergüenza, viejos cantos compuestos por los mismos trovadores que ellos marginaron durante años. Igual pasó con el tango, un género de malevos del arrabal cuyo baile es, actualmente, paradigma de elegancia en el mundo. 
Curioso ¿no?  En esa misma línea el notable científico e historiador Isaac Asimov escribió: “Espera mil años y verás que se vuelve preciosa hasta la basura dejada atrás por una civilización extinta”.  Tiene sentido, pero ahora que escribo esto y mi vecino da, a la vez, una fiesta en su casa, amenizada en este momento por “Zun Zun Rompiendo Caderas” -canción interpretada por (¡ojo!) “Wisin y Yandel”-  se despejan como por ensalmo todas mis dudas al respecto. Tanto, que me da hasta para corregir al gran Isaac (tal vez la única oportunidad de hacerlo que tendré a lo largo de toda mi vida): cuando un arqueólogo de una civilización futura encuentre entre las ruinas de la nuestra un DVD de reggaetón o uno de música electrónica, vea y oiga (que vergüenza) cómo nos divertíamos y todavía lo considere precioso, no habrán, para entonces, pasado mil años: tal vez tres mil (millones).

Ver y Oír Zun Zub Rompiendo Caderas
http://www.youtube.com/watch?v=6eLCa4d9Urc

1 comentario:

  1. Samuel
    Que articulo, me senti identificada en lo que dices y me rei muchisimo por que vi descritos a mis hijos y a sua amigos. Me rei todo el tiempo. Mi madre dice que eso siente ella con respecto a la musica que tuvo que oir de nosotros cuando estabamos creciendo. Y haciendo mencion a mucho mas atras, el vals fue un escandalo cuando aparecio. Creo que Asimov tiene razon.

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