miércoles, 2 de octubre de 2013

ADONIS

Buscando fotos de la fiesta aquella del “patillazo”, de la que hablé la vez pasada, me encontré con una foto de Adonis, la única empleada de servicio doméstico que hemos tenido en la vida. En realidad hubo otras, pero Adonis fue la única interna (ahora no tenemos ni siquiera de por días: yo mismo hago mi almuerzo; es decir, destapo una lata de atún).

Al principio Adonis no trabajaba con nosotros, sino que estaba haciéndole unas vacaciones a la titular de la casa de mi papá, adonde yo, por esa época, iba a almorzar a diario. Una tarde, cuando nos íbamos, Adonis, con ese hilito de voz que tenía, nos informó que trabajaba hasta el día siguiente (fecha programada para el regreso de la titular), y preguntó que si nosotros no podríamos recomendarla con algún amigo o amiga, pues ella necesitaba emplearse. La situación nos enterneció mucho, pues Adonis era muy respetuosa y diligente, así que decidimos hacer una excepción en nuestras costumbres, algo agringadas en ese sentido, y la contratamos de inmediato.

Adonis, en realidad era, además de respetuosa y diligente, increíblemente tímida, hasta el punto de que después de pasados dos meses de su estancia en la casa fue cuando se atrevió a pedir permiso para usar, durante las noches, un abanico que estaba arrumado en un cuarto. Sí: por una enorme negligencia de mi parte, la pobre había estado durmiendo en el infernal agosto de Barranquilla sin mayor ayuda para aplacar el calor que una ventana abierta. Después de pedirle excusas en todos los tonos, por supuesto que aprobé su solicitud; “de hecho úsalo todo el día si quieres”, añadí avergonzado.

Su timidez no le impedía comer como una leona preñada -pese a lo cual se mantenía tan flaca como un gancho de ropa-, pero sí le hacía titubear más de la cuenta al momento de dirigirse a nosotros; sobre todo a mí. Una tarde, después de sentirla merodeando durante un buen rato por el umbral de mi cuarto, le pregunté que si me necesitaba. Había sonado el teléfono fijo toda la tarde, y yo sospechaba que ese errático comportamiento tenía algo que ver con eso. En efecto, finalmente entró y me preguntó: “Señor Samuel, ¿usted se llama John Freddy?”. “Por supuesto que no, Adonis" -respondí yo- "¿no te das cuenta de que tú misma me estás llamando Samuel?”. 
Lo que ocurría era que alguien, con un número erróneo, insistía en que le pasaran a un tal John Freddy, pero Adonis, por un lado, no se atrevía a decirle al tipo que definitivamente estaba equivocado, y, por otro, su creciente nerviosismo, a medida que se repetían las llamadas, llegó a hacerle dudar de si ese “Samuel” no sería más bien un apodo de John Freddy, mi verdadero nombre.



Pero el principal problema era con los celulares. Por aquellos años, cada minuto costaba un ojo de la cara, y Adonis, a quien yo había suministrado mi número de celular por si ocurría algo en la casa, había adquirido la costumbre de llamarme para informarme de los asuntos más nimios, no vaya y fuera que por una negligencia suya se estropeara algo: “señor Samuel, aquí le llegó la revista Semana”. Ya se imaginarán las cuentecitas de teléfono fijo que me llegaban.

Para neutralizar la avalancha de llamadas, decidí no contestar si en el display de mi celular aparecía el teléfono fijo de mi casa. Pésima idea: la llamada se iba a buzón de voz, y en ese caso ni siquiera había la posibilidad de cortarla: me dejaba unos mensajes kilométricos en los que daba minuciosa cuenta de cualquier evento doméstico, por insignificante que fuera… a veces ni siquiera le alcanzaba el tiempo disponible para almacenaje de mensajes en el correo de voz. La cuenta, como es lógico, subió aún más.

Por aquella época, de los minutos a celular carísimos, había prosperado la costumbre de que si entre dos personas había una con más plata o más minutos disponibles, pues la otra le marcaba, dejaba que sonara una vez, de modo que quedara registrada la llamada en el display del celular destinatario, luego colgaba y esperaba la llamada de vuelta. Con ese principio me preparé para contraatacar las arremetidas telefónicas de Adonis. Le dije: “Adonis: cuando ocurra algo en la casa, me llamas al celular y cuelgas”. Asunto resuelto: si en adelante veía registrada una llamada del teléfono fijo de mi casa, apenas encontrara otro teléfono fijo disponible sencillamente la llamaría a ver qué pasaba.

Impartida la instrucción, me fui a trabajar. No había pasado media hora cuando empezó a timbrar mi celular. Era Adonis. Pero el celular timbraba y timbraba y ella no colgaba. Temiendo que me dejara otro de sus interminables mensajes en el buzón de voz, logré contestarle en la última repiqueteada.

-¿Señor Samuel?
-Sí, Adonis, cuéntame.
-Como usted me dijo que lo llamara y le colgara, entonces yo le voy a colgar.

Y, tran, me colgó


@samrosacruz

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