jueves, 17 de octubre de 2013

FÚTBOL, CICLISMO, SANCOCHOS Y OTROS DEPORTES DE ALTO RIESGO

Cuando estábamos en sexto, nuestro último año del bachillerato en el Liceo Cervantes de Barranquilla (ese que ahora llaman “once”), a los del curso se nos dio por hacer más vida social entre nosotros de la que hasta entonces nos era habitual. Y a pesar de que en ese momento yo no era el más entusiasta para asistir a las frecuentes “roniones”, como las bautizamos entonces, tuve la oportunidad de disfrutar algunos paseos a la finca de Nacho ( Natxo Saez De Ibarra JI Sáez de Ibarra ) -uno de mis compañeros- en Puerto Colombia, muy cerca del mar por el que entró el mundo a Colombia. Allí jugábamos unos suicidas partidos de fútbol al calor de las doce del día, y rematábamos con un sancocho de gallina, delicioso pero hirviente, que nos ponía a sudar como caballos cocheros, y que probaba, mejor que cualquier documental chimbo de Discovery Channel, hasta qué límites insospechados de temperatura se puede someter al organismo humano.



A veces los paseos no eran futbolísticos, sino ciclísticos, y, apático como he sido toda la vida hacia ese deporte, me abstenía de asistir. Era pleno 1985, y la fiebre de los tales “escarabajos” colombianos en las competencias europeas era como de 42 grados centígrados en todo el país. Por consiguiente, cada vez se unían más y más compañeros de curso a esos paseos. Los domingos se hacía una competencia que arrancaba desde nuestro colegio y terminaba allá en la finca de Nacho, distante a unos 15 kilómetros (me parece recordar una zona de ascenso particularmente difícil, a la que los participantes más asiduos llamaban el “tourmalet”, en referencia a uno de los premios de montaña más famosos del Tour de Francia). Había otros amigos que, si bien no participaban de la competencia, asistían en carros que acompañaban a la caravana ciclística. Iban simplemente a pasar el rato y a tomarse unos tragos.

Uno de esos domingos, nuestro compañero Andrés ( Andrés Martínez De Urbina ) quiso debutar en la competencia. Para tal efecto compró una tremenda bicicleta (no recuerdo la marca, sólo sé que era de las buenas), y se atavió con uno de esos uniformes que parecen de buzo profesional: negro, bien ceñido al cuerpo, y en tela como de lycra. Estaba, pues, Andrés, listo para cortar el viento, para desafiar las distancias, para fajarse con los pedales. Mi amigo Mario ( Mario Alberto Neuman Zambrano ) –que no corría- iba ese día, con mí recordado amigo Tato y otros dos, a bordo de su Nissan Patrol amarillo, en plan, como digo, no competitivo, y a la vez haciendo las veces de soporte para los eventuales rezagados.



Largaron la partida, y los de siempre -Nando Antequera ( Hernando Antequera ) y otros dos- se escaparon del pelotón. La carrera se dividió entonces en tres cuerpos: los escapados, el pelotón, y Andrés, que, como se estrenaba ese día, a medida que pasaban los minutos, perdía más y más terreno frente a los demás. Mario advirtió el rezago de Andrés y disminuyó la velocidad del carro para asegurarse de que no fuese a quedarse abandonado en la mitad del camino. Interrogado sobre sus condiciones físicas, Andrés confesó no poder dar un pedalazo más, pero se negó a subir la bicicleta al Nissan y terminar la competencia en la comodidad de las sillas traseras del mismo. A cambio de eso, sugirió que le proporcionaran una ayuda extradeportiva: él se agarraría del carro en movimiento hasta llegar a la finca, sin pedalear, y terminaría la carrera de una forma digna: montado en su flamante cicla nueva.

Una vez acordado el asunto, pusieron manos a la obra, pero Mario, en un momento dado, se distrajo un poco con el acelerador mientras se desplazaban por un trayecto cuesta abajo, y, simultáneo a la vista de una iguana que agonizaba en la mitad de la carretera, oyó un estropicio de desintegración que provenía de atrás. En una fracción de segundos intuyó lo que después pudo comprobar a través de su retrovisor: Andrés había perdido pie (o rueda, más bien), y rebotaba contra el pavimento junto a su bicicleta de una forma tan armoniosa que era como para otorgarles a los dos la medalla de oro en la modalidad de rebotes sincronizados: la bicicleta le pasaba por encima y, casi enseguida, como despedido por inmenso resorte, Andrés se izaba sobre la bicicleta, la que en ese instante besaba el suelo y se preparaba para ganar un nuevo impulso de catapulta.

Decenas de rebotes más tarde, y después de dar marcha atrás durante medio kilómetro, Mario y los otros tres finalmente llegaron hasta el sitio en donde convalecía Andrés (la bicicleta era ahora un precursor objeto de arte moderno: ruedas romboidales, manubrio asimétrico, caballo dividido en dos partes; lástima no haber tenido la visión en ese momento para subastarla en Christie’s). “¿Qué te pasó, Andrés? –preguntó Mario, disimulando lo mejor que pudo el sentimiento de culpa por su ligereza con el pedal del carro- ¿No sería que te tropezaste con la iguana que había en la carretera?”. Andrés, haciendo un esfuerzo descomunal para hablar (aprovechando que aun podía mover la lengua, tal vez el único órgano de su cuerpo que resultó indemne), lo sacó de la duda: “Que iguana ni que mondá, no joda”.

Veintisiete días después volvió Andrés a clases; parecía un personaje de caricatura: tenía enyesadas tres de las cuatro extremidades y una costra púrpura le ocupaba toda la espalda. Mientras no turnábamos para desplazarlo de un lado a otro en una silla de ruedas, convinimos en que esas actividades resultaban demasiado peligrosas para nosotros. Decidimos, entonces, que no volveríamos a organizar competencias ciclísticas, y que nos limitaríamos solamente al desafío del fútbol al mediodía de la costa caribe colombiana.

Y, sobre todo, que trasladaríamos los sancochos a las más frescas horas de la noche.

@samrosacruz

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