miércoles, 2 de octubre de 2013

EL PATILLAZO

Voy a contar la historia del “patillazo”. Resulta que cuando mi esposa cumplió 30 años (número redondo: ustedes saben cómo es la vaina), a mí se me dio por sorprenderla con una serenata de vallenatos. Pero, como eran nada menos que los treinta, no podía ser cualquier guiñapo de esos, sino que, de acuerdo a experiencias pasadas propias, y a recomendaciones de terceros, el cantante debía ser un tipo grandes ligas… Entonces, claro, había que contratar a Oswaldo Rojano, el exacto límite entre un cantante profesional y un crápula de la 72. 



Rojano cantaba una canción legendaria: El niño inglés, en la que un bebé, desde el vientre materno, declara que quiere nacer. El bebé se vale de una retahíla incoherente en inglés (“You are, the family, the monkey, yes”), que después interpreta así el autor: “Así me dijo el niño: mamá quiero nacer”. Recuerdo que, contratado Rojano -el torrente de voz más subvalorado de la historia mundial-, y ya en la fiesta, empecé a repartir trago. Yo, contagiado de una vanidad incorregible, había ideado un coctel consistente en la mezcla Tres Esquinas Dry con Clight de fresa (para compensar el engordador “Siete” que había tomado los últimos 8 meses: la suma de 3 Esquinas y Quatro). 

El susodicho coctel había circulado, esa noche, en vasos desechables entre los invitados. Arribista como es uno, yo había condenado a Rojano y a su conjunto al miserable destino de beber de una botella de aguardiente. Rojano es un tipo entrador, toda una figura. Tanto que si mientras el canta ve a dos circunstantes hablando entre ellos, se va acercando poco a poco hasta que queda frente a ellos y, acto seguido, les canta con ese vocerrón que se gasta en las propias narices, para que se callen y lo oigan y lo vean a él. Pasa lo mismo con las personas que se emocionan mucho y empiezan a acompañarlo en el canto: se les acerca y les grita la canción en el oído, para que se callen. Es tan  entrador que esa noche reclamó –con toda razón- un trato igualitario: “viejo Pame” –gritó con ese chorro de voz-: “¿y a mí por qué no me das de ese patillazo?, refiriéndose a los vasos con el coctel rosado de Clight y Tres Esquinas que veía pasar frente a él.



El “patillazo” verdadero es una bebida popular, también rosada, que venden en cualquier esquina de Barranquilla, hecha con –por supuesto- patilla, y, además, hielo –pero, ojo: cero alcohol- y que resulta muy refrescante con esos calores endemoniados que hacen a las doce del día allá, en las Barrancas de San Nicolás. 

Desde ese día, en que Rojano bautizó al coctel, mis amigos y yo, nos referimos a este así: como “el patillazo”. Es tan traicionero ese coctel que una vez, unas señoras -muy recatadas ellas cuando están sobrias- creyendo que era un juguito cualquiera, terminaron, en una maroma de baile, rompiendo el cielo raso de un salón comunal. 

Pero, bueno, volviendo a la fiesta de los treinta de mi esposa, tengo que decir que estuvo tan buena que desde la barriga de una de las invitadas –a la sazón embarazada de nueve meses- todos los circunstantes alcanzamos a oír con claridad, en un “spanglish” perfecto, "Mamá quiero nacer”.

@samrosacruz

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