sábado, 28 de enero de 2012

GOMORRA

"Yo no entiendo esos delincuentes por qué van a cobrar, si eso aún está en obra negra". Esa fue la queja del presidente del concejo de Medellín, Bernardo Guerra (El Tiempo, 24 de enero), referente a la extorsión que ejercen mafiosos de la Comuna 13 de esa ciudad sobre los futuros usuarios de una nueva escalera eléctrica pública que facilitará el acceso a dicha comuna, una zona deprimida de Medellín, habitada por gente debajo de la línea de pobreza. Queja que, como habrán notado, revela la impotencia del Estado ante el omnipotente crimen organizado.  El inconsciente juega sucio, y aquí el resignado presidente Guerra prácticamente suplica a los extorsionistas que por lo menos esperen a que se finalice la obra para -ahí sí- tomar posesión de ella y empezar a usufructuarla. Eso pasa en Medellín, pero también pasa en Ciénaga (Magdalena) donde, según El Heraldo de Barranquilla, hasta los bicitaxistas son vìctimas de la extorsión.

Usé deliberadamente el término mafiosos, y no el de simples delincuentes, como los llamó el quejumbroso y pusilánime Guerra, porque es exactamente eso lo que son esos extorsionistas. Aprovechemos que este año se cumple el centenario del primer tratado que declaró la guerra orbital a las drogas para tratar de desvincular el concepto de mafia al concepto de narcotráfico, pues considero que de esa forma no se ve el problema del crimen organizado en toda su dimensión. Seamos claros: un narcotraficante puede no ser un mafioso. Y un mafioso puede no ser un narcotraficante. Obviamente que mafia y narcotráfico son dos actividades que compaginan bastante bien entre sí, pero si, por ejemplo, algún respetable profesional decidiera llevarle unos cachos de marihuana a un amigo que viviera en, digamos, Estados Unidos, y fuese capturado en el intento, aquí o allá sería acusado de narcotráfico (pero todos sabemos que no es un mafioso).  El circunstancial traficante simplemente habría cometido una falta, y no estaría, en últimas, tratando de sustituir el Estado de Derecho por unas reglas establecidas por él.

Esto último es en realidad lo que caracteriza a la mafia: querer usurpar la autoridad de una determinada región, bien sea por inoperancia, complicidad, o debilidad de la autoridad legítima; o bien sea por ausencia de la misma. Esa es su génesis. Y aunque no hay estudios fiables, es de suponer que estructuras de este tipo hayan existido siempre. De hecho no sería raro que las sociedades más primitivas funcionaran de esa manera: un grupo de arbitrarios, pero poderosos (fuertes o ricos o numerosos; o las tres cosas) oprimiendo a otros, y obligándolos a pagar tributos de variadas índoles.

Pero no fue sino hasta mediados del siglo 19 cuando en Sicilia se acuñó el término Mafia  para designar a las organizaciones que se encargaban de dirimir los asuntos de la comunidad que, por lagunas jurídicas o de control, no dirimía la autoridad legítima.  Sin un consenso entre la población, y ante el vacío de autoridad, ese nuevo poder no podía ser de otra forma sino totalitario y arbitrario.

Pudo ser el hecho de que tentáculos americanos de esa Cosa Nostra o Mafia Sicilia controlaran gran parte del negocio de tráfico de alcohol en Estados Unidos -durante la famosísima Prohibición de los años 20- la razón por la cual el crimen organizado se ha asociado mayormente, desde entonces, a la actividad de traficar un sustancia ilegal. Y -también- la razón por la que esas organizaciones se conocieran en adelante con el término genérico de mafia. Obviamente la influyente (culturalmemte hablando) industria del cine contribuyó a reafirmar ese fenómeno, y a conferirles glamour a esas organizaciones y al estilo de vida que, según las películas de la época, llevaban sus integrantes: lujo, sexo fácil, poder, e incluso elegancia. Desde entonces la industria cinematográfica ha seguido vendiéndonos esa imagen de grandes señores, rodeados de amigos, dinero, políticos, carros último modelo, mansiones etc... Y en el camino nos fueron incluyendo ritos, ceremonias de iniciación, códigos de honor, y toda una serie de ingredientes que han hecho aún más atractiva la vida de aquellos suertudos que, traficando un poco de droga, logran el paraíso: sin drogas no hay paraíso. Y que también, por supuesto, han hecho más taquilleras a ese tipo de películas.

Pero nada más lejano de la realidad.  La verdad es que, además de la del narcotráfico, mafia hay de todos los tipos y de todas las estéticas, como lo demuestra la mafia de escaleras eléctricas públicas de Medellín. Se ha sabido que Sicilia ha padecido mafias hasta de serenateros: según esta variedad, sólo los serenateros que tributan al Don (al capo) de la región están autorizados para dar serenatas. El resto son amedrentados o eliminados; o, en su defecto, lo son los potenciales contratantes de éstos.

Yo lo viví en carne propia en Italia -otro país devastado por la mafia- cuando conocí a Venecia y era parte de un tour contratado. La noche de nuestra llegada acudí al restaurante de comida marina que había recomendado nuestra guía, una mujer española de mediana edad. Cuando llegué allí no me sorprendió, por lo tanto, verla sentada en una de las mesas, aunque sí -confieso- me extrañaron su gélido saludo y la presencia en su mesa de un caballero, también de mediana edad que, cadena de oro al cuello, pelo cano, y cara de pocos amigos, gesticulaba y manoteaba visiblemente disgustado.  Al otro día todo se aclaró:  estábamos en medio de una disputa de mafias de, digamos, transportistas acuáticos: es decir, habíamos recibido amenazas de dos grupos en pugna, que nos advertían, cada uno por separado, sobre las represalias que tomarían contra nosotros si decidíamos contratar al grupo rival para transportarnos hasta la Plaza de San Marcos, nuestro destino planeado para ese día. La solución: tomar el vaporetto público. Así lo hicimos y, en efecto, una vez embarcado, pude ver merodeando por la estación al personaje del cabello blanco. La noche del restaurante, entonces, yo había presenciado, sin saberlo, el momento de la extorsión.

El caso es que la vida real está muy lejos de Hollywood. Y la mafia no es precisamente la excepción a esa regla. Mucho más realista que aquellas películas de italoamericanos engominados y vistiendo trajes de seda, es la muy recomendable cinta italiana Gomorra, en la que vemos copias exactas de lo que pasa a diario en Colombia: los personajes de la película son gente italiana común y corriente vinculada de una u otra manera a la mafia, pero que viven en las mismas condiciones que cualquier modesto asalariado. Con el agravante, eso sí, de la probabilidad siempre presente de cometer una imprudencia que los meta en el lío de sus vidas: recaderos de la mafia, grises contadores, inexpertos gatilleros, choferes, etc... Nada de glamour, nada de rubias despampanantes, nada de mansiones.

Igual aquí en Colombia: humildes vendedores ambulantes deben someterse a mafiositos de poca monta que controlan los andenes y las esquinas; paupérrimos cuidadores de carros deben destinar parte de su ganancia a completar la cuota que deben pagar a un cuidador de carros más antiguo que se ha apropiado del espacio público;  esforzadoss tenderos deben incluir un sobrecosto a su mercancia con el fin de lograr la cantidad exigida por un zarrapastroso recaudador que oficia de asociado de un grupúsculo mafioso; y así: buseros (lean al respecto la última columna de Pascual Gaviria en El Espectador), putas, recicladores.... Todos deben sacrificar parte de sus exiguos ingresos para satisfacer las ansias de dinero fácil de algunos vulgares y nada glamorosos rufianes. Somos un país mafioso, lleno de mafiosos y de estructuras mafiosas por todos lados: políticos, guerrilleros, paramilitares, comerciantes, empresarios, funcionarios públicos, periodistas, contratistas... (sí, de acuerdo: incluyamos a los narcotraficantes también).

Un país así no va para ninguna parte, por más que invirtamos millones en estúpidas campañas publicitarias en las que nadie cree (¿marca país?: mafia país). Y mientras la incompetencia estatal siga favoreciendo el caldo de cultivo donde germina la mafia, ésta seguirá floreciendo. Es que (¡por favor!): presidentes de concejos municipales que prefieren, por física pereza, negligencia o conveniencia, cerrar los ojos ante las necesidades de la población marginada y, en cambio, abrirlos para firmar contratos y asistir a cocteles... Dirán ustedes que él no es el alcalde o el comandante de policía (que, por cierto, ¿dónde están? ¿qué dicen? ¿qué hacen al respecto?). Y sí: no es ninguna de las dos cosas, pero ciertamente está investido de una cierta autoridad que finalmente declina en favor de la extorsión, del caos. ¿Qué se puede esperar de eso? Pues simple: mafia de escaleras eléctricas públicas (¡mafia de escaleras eléctricas públicas!): ¡Qué vergüenza de país!

Vínculos:
http://www.eltiempo.com/colombia/medellin/bandas-cobrarian-extorsion-por-usar-escaleras-electricas-de-comuna-13_10998261-4

http://www.elheraldo.co/region/ni-los-bicitaxistas-se-salvan-de-las-extorsiones-en-cienaga-54029

http://www.elespectador.com/impreso/opinion/columna-322799-combos-pasajeros





sábado, 21 de enero de 2012

CABAÑUELAS

"No hay un límite obvio para la credulidad humana. Somos vacas dóciles y crédulas, ansiosas víctimas de curanderos y charlatanes que nos ordeñan, y que engordan a nuestras expensas" Richard Dawkins, A Devil's Caplain.

Todos los años los campesinos –antes más que ahora- en España y otros países, en especial de Suramérica, acuden a un método llamado cabañuelas para proyectar el éxito de sus cultivos. Éste consiste en observar atentamente el comportamiento de los fenómenos atmosféricos que se suceden los primeros doce días de determinado mes (varía según el país; en la costa Caribe colombiana es enero); posteriormente asignan un mes del año por cada día (el primero del mes seleccionado corresponde al mes de enero, el dos a febrero...), y extrapolan las condiciones climáticas de cada día con el mes correspondiente: si el tres del mes llueve, implica un mes de marzo predominantemente lluvioso; si el seis hace un día radiante, entonces junio será un mes seco.

Por simple azar, ciertos años se cumplen algunos de los augurios, pero otros años el fracaso de las predicciones es el común denominador.  Lo cierto es que mientras en el primer caso el éxito se le atribuye a la infalibilidad de las cabañuelas, el fracaso del segundo caso se le atribuye a esos hijueputas del banco que no me gestionaron el préstamo a tiempo. Son sesgos causales (contabilizamos los éxitos escrupulosamente y tendemos a ignorar los fracasos); O la llamada disonancia cognitiva, basada, en esta ocasión, en el hecho de que lo mágico es más propenso a ser venerado y respetado.

Es este, pues, el de las cabañuelas, un rito tan inútil como pintoresco. Pero estoy seguro que les parecerá aún más pintoresco el extremo al que llegó el compositor Roberto Calderón en su canción vallenata titulada -justamente- Cabañuelas. Cuenta la canción -cuya versión de Los Hermanos Zuleta recomiendo ampliamente- que un hombre -no sabemos si el mismo Roberto-, tal vez cansado de las pifias de gitanas y pitonisas, resuelve trasladar sus expectativas de amor al reino de las cabañuelas. Para tal efecto -y, por supuesto, en enero- pinta un corazón en la arena esperando que sus malos presagios amorosos no cuarteen la tierra (asociando su mala suerte en el amor con la mala suerte de que no llueva y se malogren los cultivos). Desesperado, pide a gritos al cielo que resulte en tierra mojada aquella parcela en la que dibuja su atribulado corazón (obviamente el Fenónemo de La Niña no era frecuente en la época en que Roberto compuso la canción).

Cabe anotar que estos campesinos españoles y suramericanos -incluyendo al hombre de la canción (¿Roberto?)- sólo piden consejos a los intermediarios de los poderes supremos (las nubes, por ejemplo), y no son tan prepotentes como para darle órdenes a esos intermediarios; como, por el contrario, sí lo hacen aquellos de la escuela de Josué. Recordemos que este personaje bíblico, con la complicidad nada menos que de Jehová, paró El Sol, hecho que le concedió un día más largo de batalla para vencer al enemigo. Debo decir que a mí no me deslumbra mucho ese milagrucho, sobre todo desde que me enteré,  a través de mis estudios de primaria, que es La Tierra la que se mueve alrededor de El Sol, y no al revés, como creía el tramposo pero desinformado Josué (sé que a Copérnico le faltaban siglos para nacer, pero Josué tenía a Jehová para preguntarle).

 De esa escuela de pedantes que no piden favores a intermediarios, sino que son ellos los propios intermediarios con los dioses, es nuestro chamán colombiano; ese al que todos nosotros, los contribuyentes, le pagamos casi cinco millones de pesos para que  (supongo que enviando imperativos inapelables a las nubes) evitara un chubasco durante la clausura del reciente Mundial Sub-20 de fútbol. 

Tenemos entonces que Jorge Elías González -así se llama el chamán- es el intermediario directo con.... ¿Dios? El sujeto se dio el lujo de firmar un contrato en el que se comprometió a suspender la lluvia durante un tiempo específico y en un lugar determinado, gracias a una técnica conocida como radiestesia (?), que no debe ser otra cosa que una compinchería con esos seres de carácter divino que son (leamos a Asimov) "tan erráticos y tan irascibles como los seres humanos en sus peores momentos; que son increíblemente poderosos y sin embargo increíblemente inmaduros; que, aunque en principio estén bien dispuestos, tienden a estallar en una ira incontrolable a la menor ofensa o al desaire más insignificante". Todo indica que nuestro chamán está, como Josué, bien respaldado, y no pierde nada firmando ese tipo de contratos: si llueve, no le pagan. Si no llueve, le pagan. Y, si le demoran el cheque, siempre tendrá en su haber la amenaza de aguarle cualquier tipo de celebración al ordenador del gasto. O mandarle un terremoto a la ciudad deudora.

Pero no me malinterpreten: no estoy, como el vicefiscal Juan Carlos Forero, contra el chamán ("explique las circunstancias de tiempo, modo y lugar en que puede evitar el fenómeno de la lluvia"). Al fin y al cabo él -el chamán- sólo estaba ganándose su pan, haciendo su trabajo. Un trabajo (eso sí) caracterizado por la estafa, por la pretenciosa consecución de imposibles, pero, a la larga, poco diferente al que realizan la gran mayoría de personas. O díganme ustedes cuáles son las circunstancias de tiempo, modo y lugar con las cuales el inquisitivo vicefiscal piensa erradicar la corrupción en la Administración Pública. O cuáles son, las de los integrantes de los tres poderes, con las que harán cumplir los derechos ciudadanos consagrados en la constitución que juraron respetar. 

Ahora bien, si nos referimos a la publicidad de las organizaciones privadas comerciales, ahí sí que encontraremos abundantes dosis de chamanismo y charlatanería. O si no cuáles son las circunstancias de tiempo, modo y lugar con las que una empresa cosmética -y su respectiva agencia de publicidad- puede hacer rejuvenecer a una mujer en 21 días. O cuáles las de otra corporación que promete revitalizar personas gracias al uso de pulseras hechas de metales milagrosos. O cuáles las de otra más que asegura el éxito en la consecución de pareja por el mero uso de determinado desodorante.

Es curioso ver de qué modo la superstición gobierna, no sólo a la Fundación Teatro Nacional (entidad que canalizó los dineros públicos entregados al chamán), sino al mundo entero.  Es cuestión de todos los días asistir a una especie de configuración mafiosa, incluso más entramada que la mafiosa sociedad colombiana, a la que todos creemos pertenecer: sobornamos constantemente a vírgenes celestiales que ayudarán al equipo deportivo de nuestros amores, para lo cual éstas se trenzarán en feroces garroteras contra otras advocaciones de vírgenes que, a su turno, defenderán al equipo adversario, mientras que Dios, ese dechado de justicia y equilibrio (al que a estas alturas me imagino con gafas oscuras, un enorme tabaco en la boca y contando billetes), se resuelve caprichosamente por alguno de los dos bandos, a cambio de ¿humillantes rezos oportunistas? ¿Admisión a una cofradía o pandilla? ¿Favores a sus secuaces episcopales? ¿Nombramiento como ciudadano honorífico de algún lugar? 

Creo que voy a suspender aquí, no vaya a ser que esos defensores a ultranza de los poderes esotéricos de la Madre Tierra crean que me estoy burlando de ellos con todo esto del chamanismo (lo de Dios los tiene sin cuidado).


Y no es que me preocupen las admoniciones que estos guerreros naturalistas siempre tienen a flor de labios y que nos previenen sobre las desgracias que acaecerán sobre los blasfemos como yo: al fin y al cabo ya los aspavientos cuarentones de la madura Tierra, con sus ciclones y maremotos de medio pelo actuales (como quien levanta una chancleta amenazante), no son nada comparados con las, literalmente, volcánicas pataletas juveniles de las que era presa hace tres mil millones de años, cuando nadie se había metido con ella (ni siquiera los antipáticos dinosaurios, a los que les faltaban dos mil ochocientos millones de años para aparecer con sus pesadas y ruidosas pisadas). No: más bien temo que estos fervientes amantes de la naturaleza se ensañen contra mí y, en una de esas, se apodere de ellos el natural deseo de asesinarme propinándome una sobredosis de plomo (al fin y al cabo el plomo es un material natural). Porque bajo ese cascarón de dulzura y convivencia pacífica con la Madre Tierra yacen unos sujetos bravísimos y peligrosos.

No obstante, me queda una última cosa por decir: también es natural que como humano -y más como colombiano- no haya podido sustraerme a la tentación de la superstición. Por lo tanto, se me dio por tratar de vaticinar cómo puede resultar este nuevo año 2012 en Colombia. Y como ya habrán conjeturado, me serví del ingenioso método del hombre de la canción (¿Roberto?): tomé las noticias que sucedieron en Colombia entre el primero y el doce de enero, las trasladé a los dominios de las cabañuelas, e hice las mías propias (cabañuelas, no noticias). 



Así que, entre las uñas de Laura Acuña y otras apasionantes singularidades por el estilo, llegué a la conclusión de que un país con doce días de noticias estúpidas, producidas y emitidas por estúpidos, cuyos protagonistas son más estúpidos todavía, y cuyos receptores son también estúpidos, no puede ser otra cosa que un país estúpido infestado de estúpidos.  Obviamente las cabañuelas arrojaron como resultado un año supremamente estúpido.

En este caso, mi buena memoria me da el conocimiento anticipado de lo que ocurrirá -siempre ocurre lo mismo- en este miserable teatro de mala muerte. Y me da ventaja; lo que me asemeja a aquellos avivatos chamanes de la antigüedad que, al tener conocimientos de astronomía, predecían con éxito cuándo ocurriría el eclipse que dejaría boquiabiertos a todos los demás. Acabará el año y verán que tengo razón. Cabañuelas de amor/ adiós dolor/ y que llueva.

Aprovechemos que no prosperó la ley SOPA y oigamos Cabañuelas de Los Zuleta http://www.youtube.com/watch?v=bqEIQVD-pLg

sábado, 14 de enero de 2012

TRAINSPOTTING

"Porque no importa cuánto ocultes o robes, nunca alcanza". Renton, Trainspotting

Esta mañana (escribo esto el viernes) oí en una entrevista radial a uno de esos expertos mundiales en economía que son una suerte de oráculos para los grandes inversionistas. El tema tratado era (cómo no) la sostenida crisis mundial que nos afecta desde 2008. El experto hallaba culpables para ésta: los bancos y sus peligrosos (pero atractivos y tentadores) productos financieros. Pero detrás de productos y corporaciones hay, por supuesto, personas; personas a las que calificó, sin más vueltas, de adictas al dinero. Difícilmente se puede encontrar una mejor definición.


Inmediatamente vino a mi mente aquella gran película de los años 90: Trainspotting. Esta es la historia de tres jóvenes cuya adicción a la heroína se convierte en su único estilo de vida. Viven por y para alimentar su insaciable vicio, sin que les importen las consecuencias de sus acciones, muchas de las cuales no sólo los perjudican a ellos, sino también a perfectos deconocidos e incluso a sus seres queridos. Así -también- son estas personas, los llamados banqueros, quienes, desde las cúspides de las pirámides corporativas, destilan su bilis avarienta hasta las mismísimas bases, contaminándolo todo. Es una reacción en cadena, un efecto dominó, que arrasa con todas las consideraciones éticas y morales que encuentra a su paso: sólo existe una cosa en el mundo por y para la cual vivir: el dinero (que nunca duerme, según un inolvidable personaje de otra gran película, esta vez de los años 80).

Y aquí es donde nos preguntamos en qué momento viramos hacia ese despeñadero al que inevitablemente nos conducirá la furia codiciosa que estamos viviendo. Amor al dinero ha habido siempre; hace cuatrocientos años ese poderoso caballero era objeto de las rimas de Quevedo; y hace dos mil, en la forma de unas cuantas monedas de plata, bastó para que Judas traicionara a su maestro. Pero estoy seguro de que la actual voracidad monetaria es un hecho sin precedentes en la historia. Somos homogenizados desde la cuna para que todas las demás dimensiones de la vida (artísticas, intelectuales, físicas) no sean sino un medio para conseguir dinero, y no un fin en sí mismas. Que no se puede comer aire y, por lo tanto, hay que procurar las necesidades básicas que, casi sin excepción, requieren de dinero, de acuerdo. Pero una cosa es satisfacer dichas necesidades e, incluso, destinar unas reservas para garantizar un final de vida tranquilo, y otra cosa es la acumulación patológica de activos imposibles de gastar, ni aún viviendo cien vidas, mientras millones se mueren de hambre.

Puede que la explicación estribe en la desmedida lucha por el estatus en la que, como en una carrera de ratas, estamos involucrados al ser habitantes de estos enormes conglomerados humanos a los que el zoólogo Desmond Morris denominó supertribus, y que no son otra cosa que nuestras grandes urbes contemporáneas. Las condiciones actuales difieren drásticamente de las imperantes hace veinte mil años, cuando cada ser humano contaba con un espacio vital novecientas noventa veces veces superior al actual. Existían entonces mecanismos más claros para definir el estatus de cada cual. Y es para ese escenario, y no para el de las supertribus, que está diseñado nuestro cerebro, el cual no ha podido evolucionar al vertiginoso ritmo de los cambios sociales. Hoy día, a pesar de las monstruosas desigualdades que prácticamente sellan el destino de cada uno de nosotros al nacer, cualquiera puede, en teoría, acceder a las cumbres sociales, económicas y de poder. 



Esa constante (y perversa) presión ejercida a través de todas las esferas de la vida, es un componente del que es casi imposible sustraerse (presión que padecemos desde la escuela y el hogar hasta las más inocentes actividades de entretenimiento: ¿conocen, por ejemplo, algún videojuego cuyo objetivo sea otro distinto al de terminar como el amo del universo?).

Las supertribus, entonces, nos han hecho adictos a muchas cosas que actúan como válvulas de escape. Es inevitable desde el punto de vista biológico esa conducta psicópata de los poderosos por excelencia: los banqueros. Pero por muy entendible que sea no es, ni de cerca, excusable. Es por eso que desde la óptica racional urge una solución a la peor de esas adicciones: al dinero. Muchas adicciones pueden dañar a otras personas diferentes al adicto; así nos lo deja ver Trainspotting en la horripilante escena que nos muestra a un bebé muerto de física inanición debido al descuido de los adultos que lo acompañaban, envueltos éstos en una saturnalia de drogas de muchos días, y cuyo consuelo para el dolor de la pérdida del bebé consistió en prepararse un nuevo toque de heroína. Pero son más bien pocas adicciones, como la del dinero, las que no sólo afectan poco al adicto, sino que son increíblemente dañinas para millones de otras personas: no es, en este caso, un bebé que muere por dejadez, sino millones y millones que mueren todos los años por algo peor: por maldad (o si no que lo digan las centenas de miles de niños desnutridos de nuestro país, para no hablar de los del cuerno de África, abandonados a las hienas). Todo eso sin las horrorosas alucinaciones que, durante el síndrome de abstinencia, debía tributar el adicto protagonista de la película: estos banqueros nunca padecen el síndrome de abstiencia: cuando se les acaba la sustancia, consecuencia de sus sucios y malos negocios, siempre estará el alcahueta -y servil- papá gobierno para auxiliarlos: aquí tienes tu maldita droga. Y ellos celebrarán con otro toque (de billete).

Lo decía el economista de esta mañana: se busca al culpable donde sólo hay víctimas: en los pensionados, en los que perdieron sus casas, en los que vieron esfumarse sus ahorros de toda una vida. Los culpables no son esos, son aquellos delincuentes de cuello blanco cuyas movidas escatológicas terminan salpicándonos a todos. Para finalizar, y a propósito de eso, voy a referirme a otra de las escenas de la película: el adicto protagonista, en uno de sus múltiples intentos de dejar la heroína, se ve acosado por los primeros malestares de la abstinencia, por lo que decide introducirse unos supositorios de opio que providencialmente le suministra un dealer. Sin embargo, momentos después, se ve en la imperiosa necesidad de descargar sus intestinos; pero en vez de encontrar el impoluto baño que imagina, ingresa al único disponible ("El peor baño de Escocia"): una porqueriza maloliente y anegada cuyo inodoro averiado almacena las heces fecales de anteriores usuarios. Una vez aliviado, el angustiado junky cae en cuenta de dónde deben estar ahora los supositorios y, sin pensarlo dos veces,  mete las manos en su propia mierda hasta dar con las dos cápsulas salvadoras. 



Y exactamente así es el comportamiento de esos banqueros de mierda.

jueves, 22 de diciembre de 2011

ABRE LOS OJOS

“El fanatismo consiste en redoblar los esfuerzos cuando se han olvidado los objetivos” George Santayana

Cuando nos hablan de cirugías plásticas –o más propiamente del abuso de éstas- automáticamente pensamos en Michael Jackson, el ídolo del pop, cuya obsesión con este tipo de prácticas lo llevó a realizarse un número inverosímil de intervenciones, las que, sin embargo, el famoso cantante siempre desmintió. Lo cierto es que difícilmente se puede dejar de notar la diferencia entre las primeras imágenes que vimos de Michael, en las que lucía como un adolescente afroamericano promedio, dueño –incluso- de cierta apostura, y las correspondientes a sus últimos años de vida, en las que lucía con el aspecto de alguien escapado del plató de filmación de El Planeta de los Simios. Ese es el caso contrapuesto al de aquellas personas que, por enfermedad o accidente, han sufrido algún cambio  importante –e indeseado- en su apariencia, y que tienen en las cirugías estéticas una importante alternativa de rehabilitación física y psicológica.



La cinta española Abre los Ojos –cuyo remake hollywoodense Vanilla Sky, con todo y Tom Cruise a bordo, no le llega ni a los tobillos- toca el punto que nos interesa de una manera sobrecogedora. César, el mujeriego y apuesto protagonista, sufre un terrible accidente automovilístico, a consecuencia del cual su rostro queda horrorosamente desfigurado. En adelante su vida da un giro de 180 grados: un proyecto de novia lo deja para emparejarse con su mejor amigo; sus socios, en la próspera empresa que ha heredado, le hacen una encerrona; su antiguamente agitada vida social, desaparece. Tal es su estado de desesperación, que opta por una alternativa extrema: obedece a los cantos de sirena de una empresa que ofrece una tecnología de vanguardia: la crionización. La promesa consiste en congelarlo en ese presente aciago, para luego descongelarlo y reanimarlo en un futuro cuyos avances médicos permitan una reconstrucción aceptable de su cara.

Dejaré hasta ahí la reseña de este interesante thriller psicológico para motivar a los lectores a que la vean. Seguiré con el otro extremo: los miles de Michael Jacksons que en el mundo son. Sí: aunque Michael es el mutante por antonomasia, no hay que hacer mucho esfuerzo para encontrar en internet galerías de famosos que cambiaron la alternativa de envejecer dignamente por el espejismo de la eterna juventud. Hermosas mujeres, que antes componían las fantasías sexuales de millones, han devenido ahora en espantosos esperpentos que hacen correr a los niños. El mundo moderno, con sus innúmeras presiones estéticas (lo que sea que se entienda por estético en la era contemporánea), ha creado ese nuevo género de enfermedades psicológicas que no permiten, a los afectados, darse cuenta de la verdadera degradación su propio cuerpo a costa de las medidas tomadas –irónicamente-para embellecerlo (la anorexia, por ejemplo).


Pero, lejos de lo que cualquiera pudiera pensar, el asunto no es privativo de famosas estrellas de la farándula que viven de su imagen física.  Cada vez es más frecuente encontrarse, camino a la tienda de la esquina, a un monstruo que lo saluda a uno al pasar, y que posteriormente ingresa en la casa vecina (donde solía vivir una respetable dama muy dueña y señora de sus cincuenta años).  Los cirujanos plásticos están, por supuesto, viviendo su sueño dorado: diabólicos arlequines que deberían demandarlos por la falta de ética que implica el hecho de haber accedido a operarlos compulsivamente, les giran, en cambio, jugosas sumas de dinero.

El equilibrio se ha perdido: si bien en la antigüedad eran frecuentes las historias y leyendas que hablaban de la Fuente de la Juventud, el Elixir de la Vida o la Piedra Filosofal, muchas culturas privilegiaban la vejez sobre la juventud en muchos aspectos. Asambleas que tomaban trascendentales decisiones eran generalmente conformadas por ancianos, cuyas opiniones eran respetadas y ponderadas por los más jóvenes. El sólo hecho de llegar a una edad avanzada, en una época en que la expectativa de vida frisaba en un tercio de la actual, comportaba una hazaña digna de admiración.  Es posible que las facilidades derivadas de los actuales avances de la medicina hayan banalizado la dignidad que debería, merecidamente, acompañar a la ancianidad.



El hecho infortunado es que la actual dictadura de la carne fresca es una realidad. Y paulatinamente invade cada vez más esferas de nuestra vida: estamos sitiados por anuncios de cremas adelgazantes que sirven para todo menos para adelgazar,  de pastillas quemadoras de grasa que incrementan el metabolismo a niveles peligrosísimos, de aparatos de gimnasia caseros de todas la formas y colores que a la postre cumplen su real función de costosos percheros, de cremas antiarrugas, de comida light, de métodos de meditación express escritos por todos los Depak Chopras del mundo, de talismanes,  de batidos, de terapia eléctrica, de dietas de todos los tipos (de los asteriscos, del brócoli, del atún con piña), de costosas suscripciones a rimbombantes centros médicos deportivos (antes llamados, más modestamente, gimnasios), de tratamientos láser, de dosis de bótox, de peelings, de liftings, de vacumterapias, y de una interminable lista de mecanismos mágicos que juran convertirnos en personas más jóvenes y –por ende- más deseables.

Y no es que diga que todo eso esté mal.  Cada quien es libre de proyectar la imagen que crea conveniente. Muchas veces, sobre todo en lo tocante a los ejercicios físicos moderados, estas maneras de arrancarle un bocado de juventud al tiempo traen aparejados beneficios en el plano de la salud, particularmente convenientes por su efectividad y ausencia de efectos colaterales perjudiciales. Ayudarse dosificadamente en el cuidado corporal cosmético puede ser, de hecho, conveniente para la autoestima: sé que a cualquiera de nosotros le gustaría más compartir un rato de conversación con la todavía bella figura de la septuagenaria Sophia Loren, en lugar de hacerlo con el grotesco mamarracho en que se ha convertido el otrora símbolo sexual Brigitte Bardot.



El problema es –como siempre- cuando el asunto pasa al nivel del fanatismo. El fanatismo es uno de los males más dañinos que ha inventado el ser humano: se alimenta de los venenos de la envidia, la intolerancia, la frivolidad y la estupidez. Y es, al parecer, altamente contagioso. E incurable: no hay razonamiento en el mundo capaz de convencer a esos pobres seres humanos, patológicamente inconformes con su aspecto terrenal, de no convertirse en lastimosos miembros de bestiarios fabulosos. Y tampoco –me temo- habrá dinero capaz de pagar un talento médico que, por ahora, logre devolver a algunos de esos espantajos arrepentidos su fachada original. En todo caso, supongo que esa misma situación hará que algún aventajado de los negocios saque buen provecho de todo esto: ¡atención!: urge la creación de buenas y numerosas compañías de crionización. 

sábado, 10 de diciembre de 2011

UTOPÍA

“En la utopía de ayer, se incubó la realidad de hoy, así como en la utopía de mañana palpitarán nuevas realidades” José Ingenieros

“La utopía es el principio de todo progreso y el diseño de un futuro mejor” Anatole France

“La utopía de un siglo a menudo se convirtió en la idea vulgar del siglo siguiente” .Carlo Dossi

En esa gran Facebook de los ricos y famosos iberoamericanos, que es la revista HOLA, se publicó hace poco una foto que tiene como escenario la mansión de una acaudalada dama de la alta sociedad caleña. En una de ellas, con la ciudad de Cali al fondo, la susodicha aparece sentada en compañía de otras tres mujeres también sentadas (al parecer todas parientes suyas: madre, hija y nieta). Dos de las mujeres están en sendos sofás y las otras dos en sendas tumbonas. Mobiliario y personas están dispuestos de una forma perfectamente simétrica. Detrás de todo este cuidadoso decorado, y equidistantes a una palmera que parece dividir la foto en dos mitades exactamente iguales -como de alfombra persa-, aparecen uniformadas de blanco, mirándose una a la otra, y de perfil a la cámara, dos empleadas negras portando bandejas con lo que parecen ser lujosos servicios de plata. Las dos se adivinan en total inmovilidad y con los brazos en ángulo recto, lo que les da un aire de efigies en permanente posición de ofrendar a los dueños de casa.



La foto, por supuesto, ha causado airadas reacciones provenientes de diversas fuentes: ciudadanos del común, redes sociales, organizaciones antirracistas, medios de comunicación, etc… No era para menos. Es cierto que sólo una de las muchas fotos que la revista publicó de la señora caleña y su mansión incluye el elemento de la servidumbre como parte de la escenografía; también es cierto que, aunque la señora nunca lo dijo en la entrevista radial que le hicieron a propósito de la polémica desatada, la idea pudo no ser de ella, sino de los periodistas productores del reportaje; y hasta puede ser cierto que -como ella afirmó- la familia quiere mucho a las dos empleadas y les prodigan un trato deferente; todo eso puede ser cierto, no obstante, al mirar la foto de marras, queda una sensación de indignidad, de humillación.

Más allá de las justificaciones o crucifixiones sobre un acto que nunca sabremos si fue inocente o ruin, queda la reflexión acerca de la prudencia, el tacto que debería acompañar no sólo a ese tipo de eventos de mayor calado, sino a todas las acciones cotidianas posibles. La vida en comunidad colombiana ha estado en jaque desde siempre, y las actitudes tendientes a la reconciliación -no sólo en el aspecto racial- pueden ser la clave para centrifugarnos del círculo vicioso de exclusión, pobreza, odio y violencia en el que giramos vertiginosamente como ratones mordiéndose su propia cola.

Por otro lado, ¿qué cara podemos dar en el exterior (en España, por ejemplo, donde circula mayoritariamente la revista) si ofrecemos esa imagen feudal –para no hablar de esclavista- en pleno siglo XXI? Aún con la molestia que puede causar el hecho de que unos españoles que no conocen ni nuestra historia ni nuestra realidad (y que ni siquiera han visitado a Colombia) se conviertan en defensores de la guerrilla bárbara, narcotraficante y terrorista que sufrimos desde hace cincuenta años, poco podemos rebatirles si lo que llega a sus manos es la ilustración fotográfica de dos mujeres negras paradas, cual estatuas, a la espera del chasquido de los dedos del jefe blanco. Muy pocos países en el mundo tienen una imagen más deteriorada que Colombia, y si no hacemos nada por mejorarla bien podríamos, por lo menos, no hacer tanto por empeorarla.

A todas estas, el fotógrafo italiano que registró las imágenes, quizás aprovechando que el suceso ocurrió en ese inmenso traspatio llamado América Latina, minimizó el asunto: “Debió ser idea de alguien de nuestro equipo, las señoras aparecieron por ahí para poner un café y a alguien se le ocurrió que se pusieran ahí. No hay que darle más vueltas”. Estoy seguro de que si esa misma idea se le ocurre en Europa al ingenioso fotógrafo (en la casa de algún multimillonario que se dé el lujo de tener servidumbre; también en España, digamos), las señoras de la casa habrían salido fotografiadas con curiosos tocados de plata en la cabeza: bandejas, jarras y azucareras 0.925 habrían sido sus inusuales sombreros. Carmen Miranda les habría quedado en pañales.

Eso en lo concerniente a la imagen externa que proyectamos con este tipo de incidentes. Pero en cuanto a la imagen interna la cosa es todavía más espinosa: Cali es la ciudad con la mayor población negra del país, y enormes franjas de miseria de la ciudad son ocupadas por asentamientos de marginados en los que predomina justamente esa raza, la negra. A pesar de que no es precisamente en la compra de la revista HOLA que esas personas gastarán sus exiguos ingresos, las noticias sobre este tipo de ultrajes se riegan como pólvora, y no demoran en estallar voces indignadas que se encargan de propagarlas. Pero además, lo más importante: toda la situación va contra la dignidad humana: las personas no pueden rebajarse al nivel de ornamentos, de simples objetos, por mucha plata y poder que tenga su empleador. Lean el modesto título del reportaje: “Las mujeres más poderosas del Valle del Cauca (Colombia) en la formidable mansión hollywoodiense de Sonia Zarzur, en el Beverly Hills de Cali”.

Estas dañinas actitudes exhibicionistas ya ni siquiera tienen excusa. Si hay personas poderosas que quieren ostentar sus posesiones para así, supongo, valer más, o compensar alguna minusvalía profesional, social, humana -o la que sea que padezcan-, ya un señor llamado Mark Zuckerberg inventó una (también) poderosa herramienta para hacerlo: se llama Facebook, y allí cualquiera puede abrir un perfil, agregar amigos, presumir de sus bienes materiales a través de fotografías, y dirigir todo ese alarde de superioridad hacia un círculo cerrado de amistades de su mismo nivel, conjurando así el pavor de que éstas se estén formando una imagen disminuida de sus capacidades económicas o sociales.

De ese modo se evitarían resentimientos innecesarios en un país que ya tiene demasiados, justificaciones a la barbarie guerrillera, mala imagen en el exterior y, sobre todo, atropellos públicos a la dignidad humana. Dignidad que se gana realmente con acciones no excluyentes, y no tanto con la -actualmente de moda- exagerada y casi absurda corrección de raza, género y otras tonterías, que sólo sirven para desviar la atención de la verdadera segregación: nada ganamos refiriéndonos a las personas de raza negra como “afrocolombianos y afrocolombianas” si los ponemos como adornos de carne y hueso para solaz de los casquivanos lectores de frívolas revistas foráneas.

Y aunque probablemente nunca se logre en ninguna sociedad del mundo una igualdad como la que nos presenta el británico Tomás Moro en su legendaria Utopía, cualquier paso que demos en esa dirección debe contribuir a una mayor concordia entre y al interior de las sociedades y sus subgrupos. En Utopía, la isla fantástica de la novela, no había clases sociales; todos eran iguales y cualquier ostentación era rechazada y mal vista por la comunidad. Pero, bueno, recordemos que Utopía quiere decir no-lugar, o lugar que no existe. Y, por ahora, así es.

viernes, 2 de diciembre de 2011

NO FUTURO

 “Indudablemente es más fácil enfrentarse con la desgracia, con el deshonor, con la perdición del alma, que con el hambre prolongada” El Corazón de las Tinieblas, Joseph Conrad

Todos, como un disco rayado, decimos una y otra vez que a nuestro país se lo llevó el diablo. La felonía, infamia, canallada (pónganle el calificativo más abyecto de todos y aún así se quedarán cortos), cometida por las FARC el 26 de noviembre realmente no tiene nombre: ejecutar a sangre fría a cuatro miembros de la fuerza pública, secuestrados y confinados durante lustros en infrahumanos campos de concentración, es de una bajeza que nos debe hacer preguntarnos qué carajos es lo que estamos haciendo tan mal como sociedad para producir seres humanos capaces de perpetrar un acto de esa naturaleza.

Bien pude basar esta columna en la película Asesinos por Naturaleza, pero no: la cosa no es así de fácil. No es así de simple nuestra compleja realidad como la pretenden ver nuestros dos últimos presidentes de la república, cuya brillantez mental admiran tantos (como de superior calificó a la mente de Uribe su asesor José Obdulio). No parece sensato que alguien con acceso privilegiado a la información de este país crea que la problemática se reduce al hecho de que hay 18.000 psicópatas viviendo entre nosotros; que en nuestros genes cargamos esa tara fratricida que nos mantiene en esta guerra sin fin.

Para mi más sensato es pensar que nuestros envalentonados mandatarios, con su discurso intimidante, no son más que unas gallinitas asustadas que se vuelven una gelatina ante los más peligrosos criminales que tiene el país y que, a la larga, son los principales generadores de la guerra: los poderosos, los plutócratas. Pero, claro, cómo no van a estar asustados, si en Colombia son más mortíferas las chequeras que los fusiles.

El creer que los asesinos se dan en el país por generación espontánea es, o bien cándido (y estúpido), o bien deshonesto (y criminal).  Estudios muy serios, basados en datos de la ONU y el Banco Mundial, han demostrado que, al margen de la riqueza o pobreza de un país, el principal generador de problemas es la desigualdad en la repartición de los recursos, guardando estos dos fenómenos, entre sí, una relación directamente proporcional: a mayor desigualdad, mayor número de homicidios, población carcelaria, deserción escolar, enfermedad mental, obesidad, mortalidad infantil, etc… ) 

De hecho la pendiente representada en los gráficos de resultados se mantiene prácticamente inalterada aún si el estudio se limita solamente a los países del primer mundo: el extremo conveniente se encuentra encabezado por Japón -el país más igualitario del planeta-, seguido de cerca por otros países con números similares en cuanto a reparto de la riqueza: Finlandia, Noruega, Suecia.  En contraste, en el extremo inconveniente, donde hay más homicidios, población carcelaria, mortalidad infantil, etcétera, se encuentran los países que en el mundo desarrollado presentan las cifras más desequilibradas en ese aspecto: Singapur, el Reino Unido, y Estados Unidos.




Incluso si el experimento se traslada al interior de los Estados Unidos, el ángulo de la pendiente es similar; y a lo largo de la pendiente se ubican los estados de la Unión según su índice de reparto de la riqueza, independientemente de su PIB: los más desiguales en la parte alta de la línea, dónde las cifras poco contribuyen a la formación de una sociedad deseable; y viceversa.

Todo esto va a que, según el último estudio del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PUND), Colombia es el tercer país con el reparto de la riqueza más inequitativo del planeta, precedido sólo por Haití y Angola. Entonces: ¿no sería más inteligente –y sobre todo más honesto- pensar que la barbarie que vivimos se deba, cómo no es difícil de inferir a partir de los estudios mencionados, a ese esquema homicida y no a un improbable pasatiempo sanguinario de miles de personas?

Algunos, para justificar la existencia de la guerrilla, argumentan que nuestra accidentada topografía le facilita los escondrijos. Pero Japón está lleno de montañas. Y si aquí tenemos los Andes, en Suiza tienen los Alpes. Y ninguno de los dos países tiene –ni remotamente- guerras intestinas. Sin duda esa circunstancia topográfica no ayuda a la erradicación de insurgentes, pero es que el problema no es dónde están, el problema es por qué están. ¿Y –razonan otros- nuestro pasado violento signado por la conquista española? Pues lo compartimos con otros países que, al no tener una desigualdad tan marcada como la nuestra, no presentan cifras tan lamentables, pero que, así mismo, al no tener una igualdad como la japonesa, tampoco presentan los deseables números nipones.

Cuando existen desigualdades tan acentuadas las sociedades tienden a presentar más casos de desprecio o exclusión por parte de unos grupos hacia otros. Y paralelamente se va abonando el terreno para la germinación de odios y resentimientos en vía contraria entre esos mismos grupos.  ¿Cuál es la solución? En Japón políticos realmente corajudos, desafiando a la plutocracia, han tomado medidas audaces en contra de la inequidad: allí el presidente de una gran corporación, por ejemplo, no puede ganar más de ocho veces lo que gana el empleado peor pagado. En Noruega, enfrentando valientemente a los mismos poderosos, lo hicieron de otro modo: las diferencias en salarios pueden ser enormes, pero mientras más gane una persona, mayor es su carga impositiva (sustancialmente mayor), lo que termina reduciendo drásticamente esas nocivas brechas. Y los impuestos de allí derivados se asignan a la asistencia social.

Por esta época navideña, y como todos los años, la emisora La W adelanta una campaña para resarcir –merecidamente- a los miembros de las fuerzas armadas heridos en combate. Y también todos los años, entre las risas nerviosas y los halagos zalameros de Julito y su corte, la emisora recibe la llamada del hombre más rico del país: Luis Carlos Sarmiento, propietario del principal conglomerado bancario; el mismo que, según el propio Sarmiento, este año arrojará utilidades por la friolera de un millón de millones de pesos.

Quiso el irónico destino -o el frio cálculo- que este año la cantidad destinada por el empresario a favor de la causa de los soldados fuese de 250 millones de pesos, exactamente el cuatro por mil de sus pingües ingresos proyectados. Tal cantidad, que probablemente produzca en su cerebro la dosis de oxitocina suficiente para mantener su tranquilidad espiritual hasta la próxima navidad, son meras monedas si hablamos de reparar los daños que nuestro perverso modelo económico ocasiona.

Según el Ministro de Trabajo, Rafael Pardo, en Colombia “1’129.054 trabajadores devengan un salario mínimo, es decir 535.600 pesos, mientras que 17’005.747 de personas subsisten al mes con hasta dos salarios mínimos”. Y según el DANE “11’410.000 colombianos (…) ganan menos de un salario mínimo”. Demoledoras cifras. Eso quiere decir que de 44 millones de colombianos las dos terceras partes -casi 30 millones- van a tener la siguiente relación de ingresos con respecto al hombre más rico del país: 17’005.747 de ellos ganarán 77.736 veces menos dinero que el banquero, 1’129.054 ganarán 155.472 veces menos, y 11’410.000,00  ganarán aproximadamente 300.000 veces menos. Aún pagando todos los impuestos que por ley le corresponden, sin que recurriese a trapisondas contables, tendríamos que servirnos de símiles de astronomía para ilustrar la colosal distancia resultante entre los niveles de ingreso de Sarmiento y los de esos casi 30 millones de colombianos (y los de algunos millones más).

Las chequeras de los plutócratas, siempre prestas a girar jugosas sumas a campañas de políticos de bolsillo -que más tarde legislarán a favor de perpetuar la pérfida inequidad-, bien pueden ser consideradas armas de destrucción masiva. Y los giradores de esos cheques, criminales de lesa humanidad, así se presenten, disfrazados de siniestros papanoeles, como los grandes benefactores: “No hay peor enemigo que aquel que trae rostro de amigo” reza un sabio refrán.

El director Víctor Gaviria nos presenta en la película colombiana Rodrigo D. No Futuro a seres humanos sin la menor esperanza de llevar una vida digna (para no hablar de, digamos, lograr algún tipo de movilidad social). Ladrones, extorsionistas, secuestradores, vagos, suicidas, limosneros… He ahí el bastimento del que se compone el sancocho social de los grupos marginados que expone la cinta. Y, por supuesto, asesinos a sangre fría, como los infames ejecutores de los cuatro uniformados. Aquellos 11’410.000 colombianos que ganan menos del -ya de por sí- miserable salario mínimo son los millones de Rodrigos D que sobreviven en el no futuro de nuestra nada ficticia franja de pobreza absoluta, humillada por la ofensiva opulencia de unos pocos.

Si queremos detener la producción en serie de homicidas, los mandatarios deberían mostrarse igual de machitos con los propietarios de esas macabras fábricas de muerte como lo son frente a los enemigos de siempre, los convencionales. “La culebra sigue viva” peroran insistentemente Santos y Uribe. La culebra no: las culebras. Pero la solución para acabarlas no consiste en intentar pisotearlas a todas: consiste en acabar con sus temibles criadores.

lunes, 28 de noviembre de 2011

LA CONVERSACIÓN

"Tenía usted que vivir (…) con la seguridad de que cualquier sonido emitido por usted sería registrado y escuchado por alguien…" 1984, George Orwell

“El cazador cazado”. Esa expresión, utilizada por un personaje de la genial película La Conversación -dirigida por uno de los mejores directores de la historia del cine, Francis Ford Coppola- fue lo primero que se me vino a la cabeza cuando oí el audio de las arengas hechas por Uribe a la oposición chavista en Venezuela, en las que instaba a rechazar el acercamiento que hacia el gobierno de Chávez ha propiciado el de Santos.

En la cinta de Coppola el protagonista –arquetipo de todos sus colegas espías-, después de realizar uno de sus impecables trabajos se arrepiente de haberlo hecho, al intuir el peligro mortal en el que pudo haber envuelto a sus espiados. Más tarde, sin embargo, se da cuenta de que la situación es bastante diferente –incluso contraria- a la imaginada por él: las supuestas víctimas se tornan en potenciales victimarios de su cliente. Un incidente menor, en el que es víctima de sus propias prácticas de espionaje–y que le revela su propia vulnerabilidad en ese sentido-, unido a unas intimidantes llamadas telefónicas que le advierten acerca de la conveniencia de alejarse de cualquier indagación referente a los hechos que terminaron con la vida de su cliente, lo convierten en un paranoico redomado: termina desarmando su propia casa en busca de los mismos micrófonos que él instalaba antes a cientos de desprevenidos.

Uribe puede haber sido, en el episodio venezolano antichavista (y antisantista), el cazador cazado, pues aunque no se trate exactamente de un asunto de chuzadas, el tono de las declaraciones en la grabación, difundida por el noticiero CM&, tiene un cierto aire clandestino. De acuerdo a lo que éstas develan, y al comportamiento que ha mostrado desde que dejó la Casa de Nariño, Uribe, paradójicamente, y contradiciéndose a sí  mismo, ha resuelto lanzarse a una rabiosa oposición: sus constantes ataques al gobierno de Juan Manuel Santos –totalmente respetables por lo demás- lo convierten, a la luz de sus propios juicios del pasado, en un conspirador, terrorista y cómplice de la insurgencia. Recordemos que durante su administración cualquier manifestación disonante con el gobierno era invariablemente catalogada como conspirativa: la oposición fue, durante todo su mandato, satanizada sistemáticamente, con la pusilánime aquiescencia de áulicos oficiales y lacayos del común. 

En ese sentido hay que reconocerle a Santos su tolerancia a la pluralidad: su abrumadora popularidad se lo permite, y ha sabido capitalizar ese hecho más inteligentemente que Uribe. Y eso hay que reconocérselo, así esa popularidad se haya conseguido a través de una estrategia que combina –magistralmente- variados factores: una retórica efectista, un sagaz manejo mediático, un gatopardismo de la mejor estirpe, y –finalmente- la imbecilidad cómplice de un engendro de chauvinismo enrazado -asombrosa y misteriosamente- con esnobismo extranjerizante: de un  momento a otro nos asaltó el delirio infantil de ser una potencia militar del corte estadounidense de la posguerra (ya los otros risibles delirios, los de ser los grandes empresarios –léase malicia indígena-, o los mejores deportistas, o los simpares científicos -¡ay patarroyito!- habían tomado una vergonzosa delantera).

Nos encontramos -con Uribe- ante el caso de un expresidente que evidentemente no conoce el poder que, en ocasiones, tiene el silencio y que, con sus nuevas posiciones políticas, conserva una coherencia onírica con sus antiguas convicciones. Entendiendo, sin embargo, lo irritante que puede resultar la frívola pose de prócer prefabricado que a toda costa quiere vender el actual presidente, es un hecho que los arrebatos ciber-mediáticos de Uribe y su soterrada diplomacia paralela lo hacen parecer, sorprendentemente, más caricaturesco que la cómica parodia de ¿Winston Churchill? ¿Franklin Delano Roosevelt? ¿Lady Gaga? que afanosamente busca nuestro primer mandatario.

No se entiende muy bien cómo es consistente el hecho de catalogar como apátrida a toda voz discordante con el discurso oficial, y luego convertirse, sin que se le derrame el tinto sobre el caballo, en la principal voz discordante del discurso oficial. No es poca cosa esa notoria inconsistencia que, bien mirada, arroja una conclusión de fondo: tal inconsistencia evidencia la importante diferencia que existe entre el seguimiento a unas ideas y la prosternación ante un accidental caudillo, con todas las peligrosas implicaciones de volubilidad que esta última situación conlleva (si no mirémonos en el espejo de nuestra melliza Venezuela: ¿alguien sabe qué diablos va a pasar allá en el mediano plazo?).

Víctima de su propio invento vigilante, el expresidente pasó de agache -como se dice popularmente- en esta coyuntura: sus pobres explicaciones acerca del incidente no reflejan la estatura de un estadista; por el contrario: dan la impresión de provenir de un conspirador de poca monta, cuyos superficiales argumentos han sido preparados en la cocina de las ideas. Todo parece reducirse a un asunto de egos maltratados y de chismes mal contados. No es más.

Se sabe que desde hace rato la conversación entre presidente y expresidente se ha tornado imposible (lo que, quién quita, pueda deberse a un comprensible temor de ser espiados).  Es difícil no pensar que los dos tuvieron mucho que ver en las prácticas de espionaje –las famosas chuzadas- acontecidas durante el gobierno pasado. Y eso los debe tener tan paranoicos como terminó el protagonista de la película de Coppola. En vez de conversar entre ellos y tratar de arreglar sus diferencias, Uribe ha preferido seguir con su campaña de desprestigio al gobierno santista, al paso que Santos continúa con la intensa campaña cosmética que lo contrarresta.

En todo caso, mientras el país se sumerge en una nueva –y predecible- tragedia invernal, Julito de La W nos trae buenas nuevas, resultado de su comisión periodística en Londres. Al parecer el Presidente Santos solicitó una audiencia (¿una conversación?) con el Príncipe de Gales, con el fin de aclarar una vieja duda que databa de sus humildes tiempos de estudiante londinense: una novia suya de entonces, después de un domingo de helados, nunca más volvió a contactarlo. Lo próximo que supo de ella fue que se embarcó en un viaje con el Príncipe.  El importante asunto se aclaró: la joven –colombiana ella- prefirió príncipe genuino que heredero directo de Bochica. Julito -alborozado con la noticia- nos dio el parte de tranquilidad: nuestro presidente había sido orgullosamente cachoneado por el más indigno heredero de la corona británica en toda su historia. Menos mal.