domingo, 31 de julio de 2011

ATRAPADOS SIN SALIDA

Harding  -Estoy aquí (en el manicomio) por mi propia voluntad, no estoy confinado, no tengo que quedarme aquí, puedo volver a casa en cualquier momento
McMurphy  -¿Puedes volver a casa en cualquier momento?
Harding  -Sí
Mcmurphy  -No lo puedo creer
Atrapados Sin Salida


Recientemente un estadounidense cometió uno de los actos más extraños que alguien pueda imaginarse: el desesperado hombre optó por asaltar un banco, con el fin de ser atrapado y condenado a prisión.  La cosa ocurrió así: James Varone entró al Banco RCB de la localidad de Gastonia y entregó un papel al cajero en el que le informaba que el banco estaba siendo asaltado y exigía que le entragara la suma de ¡un dólar!...  Luego se retiró de la ventanilla y se sentó tranquilamente a esperar a que llegara la Policía.

Posiblemente muchos ya lo habían hecho antes con propósitos y etiología similares, pero dudo que de la misma forma.  Varone no parece ser el típico ser humano que ha perdido su humanidad y, en consecuencia, ya no le importa nada ni nadie, ni siquiera su propia vida (la que estaría dispuesto a sacrificar en busca de la única salida posible a –por lo menos- el problema económico).  No: Varone, al igual que un delantero de la selección colombiana de fútbol, se aseguró de enviar un mensaje inequívocamente claro acerca de su absoluta inocuidad: se presentó solo, sin armas y exigió una suma ridícula.

Hay que ver la enorme carga simbólica que implica un movimiento de esa naturaleza y que, al parecer, Varone se decidió a realizar por la angustia que le causaba el hecho de que sufría una severa artritis y feroces dolores de espalda. Todo lo anterior en el marco de una tesitura tormentosa: tal como  informa el cable noticioso:  se quedó sin trabajo y perdió su seguro, así que la única opción que encontró para recibir asistencia médica fue la cárcel”.   Lo único que faltó fue que entregara el mensaje dentro de una botella.  Como un náufrago (sería una muy buena escena cinematográfica ¿no?). Varone, entonces, quería vivir.  Así fuera en la cárcel… Telón. 

Cierro la revista en la que aparece la nota y me pongo a pensar cómo la cárcel –¡la cárcel!- podría ser un medio menos hostil que la cotidianeidad del mundo libre estadounidense (ojo: hablamos de Estados Unidos, no de Corea del Norte). Pero es una realidad.  Y mucho tiene que ver con la cobertura en salud en ese país: los francamente abusivos costos médicos y farmacéuticos hacen que los gastos per cápita en dicho sector sean descomunales. Los empleadores costean los impagables seguros médicos de buena parte de la población.  Otros (ancianos, y discapacitados) son cubiertos por el Estado federal a través del Medicare.  Pero hay otros (casi el 20%) que no poseen ningún tipo de cobertura.  Eso equivale a cincuenta millones de personas (un poco más de la población total de Colombia). Lo triste de todo, es que esta situación está dada por un simple manejo político: de falta de voluntad política, de oportunismo político, de mezquindad política: hay un influyente grupo de políticos al servicio de los poderosos, que se encargan de frenar cualquier iniciativa que implique aumento en los impuestos (que ayudaría a mejorar la cobertura en salud), al tiempo que convencen al ciudadano de clase media y baja, con hábiles discursos nacionalistas y xenófobos, de que los impuestos son el enemigo a vencer.  Los votantes lo creen y lo refrendan en las urnas, mientras los supermillonarios -patrocinadores de las campañas políticas y principales beneficiarios de estas medidas- se mueren de la risa.

Varone se encuentra en este último grupo, en el del 20% sin cobertura de salud.  Y su situación recuerda a la vivida por los internos del hospital psiquiátrico de la novela (llevada después al cine) “Atrapados Sin Salida” (Alguien voló sobre el nido del cuco).  Mcmurphy, el protagonista, es acusado de varios abusos sexuales y finge un desequilibrio mental.  En consecuencia es trasladado al hospital psiquiátrico. Allí se encuentra con un rebaño de internos, algunos de los cuales también fingen estar enfermos. La diferencia es que mientras Mcmurphy lo hace para evadir la cárcel, los otros lo hacen porque el humillante ambiente del hospital es, para ellos, preferible al mundo exterior.  Recordemos al indio (Chief) que aparenta ser sordomudo para permanecer interno.  O a Billy (todo un adulto), quien termina suicidándose ante la posibilidad de ser acusado con su mamá por un acto de indisciplina, lo que podría acarrearle la expulsión del sanatorio, único lugar en donde se siente a salvo de vivir una –para él- intimidante vida convencional.


De igual forma que los anteriores casos, Varone se siente (paradójicamente) atrapado en la libertad, y opta por una especie de liberación en…¡la cárcel!.  Liberación de su dolor físico (su espalda, su artritis), pero, especialmente, liberación mental: la presión de mantenerse en un sistema de salud que, a pesar de los esfuerzos de Barak Obama por mejorarlo, es, por decirlo dulcemente, infame.

No obstante, Varone se enfrenta a un escollo final: que no sea condenado: puede que un jurado con gran sentido de la justicia, pero “insensible”, determine que el acusado no representa un peligro para la sociedad y lo absuelva. Por otro lado, si Varone viviera aquí en Colombia, correría la misma suerte de la absolución, siempre y cuando se limitara a desfalcar al Estado en enormes sumas -que  habrían podido usarse en inversión de salud y educación de los más pobres-; pero con sólo  tocar el trasero de una mujer desconocida en la calle, sería condenado inapelablemente a cinco años de cárcel, como lo fue el mensajero Víctor García por cometer ese execrable acto criminal.  Lo malo es que si, por otro lado, lograra esa condena aquí en Colombia, se encontraría con la sorpresa de que, aparte de que en prisión no le suministrarían ninguno de los medicamentos que necesita para aliviar sus dolencias, probablemente tampoco dispondría de agua potable, como ocurrió recientemente en la cárcel de Valledupar. Eso si lograra que lo condenasen. De no lograrlo tendría la oportunidad de intentar obtener los medicamentos en el saqueado sistema de salud colombiano. Fácil ¿no?


Varone, entonces, parece estar atrapado sin salida. No obstante, queda una última puerta por abrir: ayudémoslo: iniciemos una acción popular internacional (o abramos un grupo en Facebook, ¡qué sé yo!), encaminada a sensibilizar al jurado que le corresponda definir la culpabilidad de Varone: señores del jurado, pónganse la mano en el corazón, miren a ese pobre hombre, piensen en su futuro, tengan compasión de ese ser humano que clama su culpabilidad, por favor: declárenlo culpable, Señor Juez: enciérrelo para siempre.

sábado, 23 de julio de 2011

CIEN AÑOS DE CALIDAD

"Los uruguayos llevarán por siempre consigo la gloria y la desgracia de haber sido. Mientras los argentinos, por años, la soberbia maldición de creerse lo que nunca pudieron demostrar que fueron”  Juan Sasturain



La Copa América –conocida hasta 1967 como Campeonato Sudamericano de Selecciones- es la competencia futbolística internacional, adscrita a la FIFA, más antigua del planeta. Aún si no contamos el primer experimento realizado en 1910 en Argentina -como conmemoración de la Revolución de Mayo- todavía podemos contar la competición realizada en 1916, también en Argentina (ya reconocida por la FIFA), y que es considerada la primera Copa América. Faltan, entonces, apenas cinco para celebrar los cien años de existencia de aquel primer torneo en el que se impuso el principal protagonista de la Copa en toda su historia: Uruguay

La Selección de Uruguay tiene de qué jactarse en el mundo, pero sobre todo en América.  Hace más de cien años (1901) la ya existente Asociación Uruguaya de Fútbol, se daba el lujo de que la selección que la representaba disputara partidos internacionales, los que, desde hace ciento uno, juega con la tradicional camiseta Celeste.  Cuando no existían aún los mundiales, la máxima distinción internacional de fútbol de selecciones era la medalla de oro Olímpica de fútbol. Los de Amberes 1920, en los que la medalla de oro la ganó Bélgica, se consideran el primer campeonato intercontinental de fútbol.  Pues bien, Uruguay ganó las dos medallas siguientes: París 1924 y Ámsterdam 1928 (es de anotar que Uruguay fue el único equipo de América en ganar la medalla de oro durante 80 años hasta que Argentina la ganó en 2004 -y repitió en 2008-.  Brasil, en cambio, no ha podido ganarla.  Es el único título importante que le falta, y –pienso- tiene la oportunidad dorada -si me permiten la figura- de lograrlo en Río de Janeiro 2016).  A partir de 1930, la medalla  de oro fue desplazada por el Mundial de Futbol, cuya primera edición fue ganada por…Uruguay, país que además ofició como anfitrión de la misma.

Aparte de los títulos mencionados, la selección uruguaya de fútbol cuenta con los siguientes: otro Mundial de Fútbol (Brasil 1950), un Mundialito (jugado en 1980 en Uruguay en conmemoración a los 50 años del primer mundial y que fue disputado entre los campeones mundiales hasta ese momento), ocho Copas Libertadores (el torneo de clubes más importante de América), y trece Copas América adicionales, siete de las cuales ganó como anfitrión del torneo en igual número de veces en que ofició como tal.  A la fecha está empatado con Argentina en títulos de Copa América (catorce cada uno) pero de ganarle hoy a un italianizado Paraguay -cuya única arma en la Copa ha sido aplicar una especie de catenaccio sudamericano- tomaría ventaja, algo que fue la regla durante las primeras décadas de historia de la Copa.


Durante esa ya larga historia, grandes cracks uruguayos –como Enzo Francescoli y  el “Policía” Alzamendi- han ganado la Copa América.  Sin embargo, como hecho curioso, ninguno de los considerados mejores jugadores de fútbol de todos los tiempos pudieron ganarla nunca: Pelé y Maradona.  Tampoco la ganó Garrincha.

Maradona la disputó tres veces: en 1979 (una de las tres ediciones que no tenían sede fija, sino que se disputaban juegos de ida y vuelta entre las selecciones), en Argentina 87 (su selección fue eliminada en semifinales por Uruguay) y en Brasil 89, Copa de la que conservo dos recuerdos especiales, ambos casualmente relacionados con Uruguay. El primero: el magistral tiro de Maradona desde la mitad del campo en el Maracaná durante el juego que disputaron Argentina y Uruguay: después de pararla de pecho, Maradona lanzó un largo globo al arco, la pelota se estrelló violentamente en el travesaño y así se malogró uno de los goles más bonitos que se hubiesen registrado en esa competición. Después, el astro uruguayo Rubén Sosa marcó dos goles en soberbias jugadas individuales: Uruguay 2, Argentina 0.  El segundo recuerdo tiene que ver con la final de esa Copa: Brasil –que no se coronaba campeón desde la última vez que había sido anfitrión de la misma, 50 años atrás- se enfrentaba a Uruguay en el Maracaná.  Por supuesto, el fantasma de El Maracanazo, sucedido 49 años antes, bailaba en el ambiente: era la reedición del mismo partido final, se jugaba en el mismo estadio y en la misma situación: Brasil se coronaba con el empate (al igual que en el Mundial del 50, la Copa América del 89 no se definía con una Gran Final, sino por medio de un sistema de puntos acumulados en un cuadrangular final).  Para aumentar los temores de los siempre supersticiosos brasileños, Romario (el gran Romario) abrió el marcador a los cuatro minutos del segundo tiempo: una diferencia de escasos 120 segundos con respecto al anotado por Friaça, 49 años antes, en la final del 50.  De ahí a esperar a que Uruguay remontara el partido y se coronara campeón (como en efecto lo hizo en aquel partido final del 50 con goles de Schiaffino y Ghiggia), reviviendo así el capítulo más amargo de la historia del fútbol brasileño, no había sino una maldición de por medio.  Afortunadamente para los 170.000 espectadores que se dieron cita esa tarde en el legendario escenario, esto no se ocurrió y Brasil volvió a levantar la Copa América después de 50 años.



 El caso de Pelé fue realmente triste.  O Rey sólo jugó la Copa América de Argentina 1959: fue el goleador de la misma (8 tantos, incluido uno en el último partido) y fue, además, declarado el mejor jugador del certamen.  Al igual que lo anotado arriba, esta edición de la Copa se definía a través de un sistema de puntos, y no con una final (así muchas veces coincidiera el hecho de que los dos protagonistas del último partido del cuadrangular, fuesen los mismos que estuvieran más opcionados para ganar la Copa).  Se disputaba, entonces, el último partido y  Argentina empataba  a 1 con una selección Brasil constelada de las estrellas que habían ganado el mundial de Suecia 58. El empate bastaba a Argentina.  Faltando escasos segundos para el final del partido, Garrincha logró colarse entre la defensa gaucha, remató al arco y venció al arquero: Brasil 2, Argentina 1. Pero… no: el árbitro Carlos Robles de Chile pitó el final del encuentro cuando la bola viajaba entre el zapato de Garrincha y la red: Argentina 1, Brasil 1: Argentina campeón 1959.  Así que, por culpa de ese mequetrefe de Robles, Pelé nunca ganó el único trofeo que le faltó en su exitosa carrera.  Confieso que no lancé un ladrillo al televisor por dos razones: la primera porque en aquella época no se televisaban los torneos de fútbol y la segunda y más importante, porque en 1959 aún faltaban ocho años para que yo naciera.

Pero volviendo a La Celeste, creo que hoy tiene todo para ganar: enfrenta a una, como hace mucho no se veía, mediocre Selección de Paraguay (que sufrió lo indecible para no perder ante una sorprendente Venezuela), goza de la presencia del letal goleador Luis Suárez –que atraviesa por un gran momento-, eliminó al anfitrión Argentina y, en adición, viene de jugar un gran mundial, en el que, no sólo fue el equipo mejor posicionado de toda América -al llegar hasta la ronda de semifinales-, sino que su estrella, Diego Forlán, fue elegido como mejor jugador del campeonato. (En contraste con ese buen momento de Uruguay, Colombia fracasó una vez más en un torneo internacional.  Tal vez nuestro director técnico, “Bolillo” Gómez esté tratando de emular al Coronel Aureliano Buendía de la novela “Cien Años de Soledad”, y quiera demostrar, con sus sucesivas derrotas, la inutilidad de la lucha, tal como lo hizo el Coronel al firmar el armisticio de Neerlandia después de perder cada uno de los treinta y dos levantamientos armados que promovió. Lo lógico, entonces, sería que “Bolillo” siguiera emulándolo y firmara de una buena vez su carta de renuncia).



Y ya que ganar el Mundial se ha convertido en un objetivo lejano para Uruguay desde hace décadas (aunque con logros encomiables si consideramos que es un país con un número de habitantes inferior a la mitad de los que hoy tiene Bogotá), por lo menos tiene la oportunidad de ungir a esta pléyade de jugadores con la gloria de la Copa América, como lo hizo con el gran Enzo Francescoli en 1983.  Por lo menos, digo,  podrán Forlán, Suárez, Lugano, Abreu, tener el honor de conquistar ese título con su selección, a diferencia de lo que sucedió a Brasil en la década de los 80, cuando teniendo una verdadera constelación de estrellas (Zico, Falcão, Sócrates, Toninho Cerezo, Junior, Éder, Leandro, etc…), nunca pudieron ganar el mundial con su selección, y ni siquiera tuvieron el consuelo de ganar la Copa América.  Lástima: esa fue una de las estirpes de futbolistas más asombrosas y admirables que ha existido, pero condenada a no tener una segunda oportunidad sobre la tierra.

VER APARTES DEL PARTIDO DE ARGENTINA-URUGUAY, COPA AMÉRICA BRASIL 1989 (Goles de Sosa y tiro de Maradona)

VER GOL DE ROMARIO EN LA FINAL DE LA COPA AMÉRICA BRASIL1989 EN EL MARACANÁ

viernes, 15 de julio de 2011

EL PLANETA DE LOS SIMIOS


“Somos construidos como máquinas de genes (…) pero tenemos el poder de rebelarnos contra nuestros creadores.  Nosotros, sólo nosotros en la Tierra, podemos rebelarnos contra la tiranía de los reproductores egoístas”  Richard Dawkins, El Gen Egoísta

Hace poco, en El Heraldo de Barranquilla, un tuitero envió al periódico un video –publicado en la edición digital del 11 de julio- en el que un chimpancé dispara un fusil AK-47. En la escena (lo más parecido que he visto a un sketch de las legendarias películas y series de TV de “El Planeta de los Simios”), un grupo de hombres armados (paramilitares de algún país africano tal vez), en medio de bromas y risas le dan el fusil cargado al chimpancé; éste lo recibe con pasmosa naturalidad, lo acomoda en la posición correcta y, ante el desconcierto de los ya para ese momento aterrados bromistas, hala el gatillo y empieza a disparar a diestra y siniestra -como no lo hubiera hecho el mismísimo General Urko de la serie de TV- mientras los humanos corren por sus vidas. Al final del video, en una escena que, por su simbolismo, recuerda el momento en que los humanos -en la película-  encuentran la Estatua de la Libertad semienterrada en una playa solitaria (y así descubren que el planeta al que desembarcaron de su viaje estelar no es otro que la propia Tierra), al final del video, digo, el ahora solitario chimpancé levanta sobre su cabeza el fusil con las dos manos en una escalofriante señal de triunfo y superioridad.
Supongo que esto último no es más que una casualidad o una reacción corriente del simio -la que probablemente también habría tenido si sujetase un racimo de bananas en lugar del fusil-, pero la remota alternativa de que llegare a tratarse de un mínimo rapto de conciencia del chimpancé acerca de lo que acababa de acontecer, me da pie para una defensa -también mínima- del género humano, y para una final reflexión en torno al papel transformador que podemos darle a nuestras vidas a través del gobierno de nuestros actos.
El reputado zoólogo Richard Dawkins nos presenta en “El Gen Egoísta” la teoría de que los seres vivos no somos más que máquinas de supervivencia de los genes, los que, a la larga, dirigen todas las acciones del ser vivo (cazar, comer, reproducirse, metabolizar etc…) con el fin de garantizar su propia supervivencia (del gen). El objetivo, totalmente azaroso e irracional, es mantener la estabilidad del gen (o paquete de genes actuando como uno solo) y, de esa manera, subsistir una generación tras otra indefinidamente.  De modo que, mientras no exista la razón, todas las acciones de los seres vivos estarían regidas por una suerte de determinismo genético. En contraste, cuando existe la razón (hasta ahora sólo comprobada en el hombre), sería posible dirigir el curso de los acontecimientos con base en razonamientos morales o éticos.
Teniendo en cuenta lo anterior, se me ocurre que toda la crueldad atribuida al género humano, no es más que un accidente, producto – paradójicamente- de su atributo más distintivo y honroso: la razón. Me explico: el género humano no sería cruel y sanguinario per se, puesto que cabría pensar que de haber sido los simios quienes hubiesen tenido la suerte (por mutaciones genéticas) de evolucionar primero que los humanos a un estadio de inteligencia similar al que poseemos nosotros, probablemente las cosas serían muy semejantes a como son hoy, con la simple diversidad o inversión de roles de algunos actores: quizás habría un obeso chimpancé saqueando el erario de la Alcaldía de Kampala (supongo que la Nueva York de los simios); o un lascivo papión –dirigente de alguna poderosa institución monetaria internacional- violando a una indefensa bonoba que oficiase de camarera en un hotel de cinco estrellas de Nairobi; o un insensible orangután experimentando drogas nuevas en inermes humanos.
Para algunos el anterior escenario no es tan descabellado. El biólogo y filósofo británico Rupert Sheldrake, por ejemplo, mantiene su teoría de la Causación Formativa, especie de mezcla del Registro Akáshico de Annie Bésant (que sostiene que el espacio está formado por un éter que almacena la memoria de todos los conocimientos desde la creación del Universo), el Campo Morfogenético de Hans Speman, y el Inconsciente Colectivo de Jung. Según esta teoría, “Los comportamientos característicos de los organismos biológicos están influenciados por invisibles campos organizadores operando a través del espacio y del tiempo”. En otras palabras: el aprendizaje de los seres vivos se iría almacenando en recipientes invisibles, y estaría disponible para las nuevas generaciones (¿cómo?, no lo dice: es un nimio detalle susceptible de ser afinado en dicha teoría). Para Sheldrake, gracias a la Causación Formativa, las nuevas generaciones tomarían el aprendizaje acumulativo de las anteriores (a través de los campos) y serían capaces de aprender más rápidamente: un grupo de ratas que lograse realizar una tarea determinada –por ejemplo-, por el sólo hecho de hacerlo, les facilitaría la labor de realizar, la misma tarea, a otras ratas que estuviesen naciendo en el otro extremo del mundo. O a cualquier persona contemporánea -según la teoría- le sería más fácil aprender a escribir mandarín (por el enorme conocimiento almacenado durante siglos) que una grafía recién inventada. Interesante. Espero ansiosamente el momento en que, aprovechando siglos de acumulación de literatura -que estarían disponibles en los famosos campos-, les sea infundido a los cibernautas actuales el conocimiento de Cervantes y, superando a Borges, la realidad nos regale  millones de Pierre Menards que escriban deliciosos fragmentos de “El Quijote”, a cambio de las estúpidas sandeces plagadas de catástrofes ortográficas que sufrimos hoy en las redes sociales. Convengamos en que se ha tardado un poco ese esperanzador fenómeno.
De otro lado, está el historiador (también británico a pesar de su nombre latino) Felipe Fernández-Armesto quien, a través de sus múltiples investigaciones con simios, ha encontrado que una vez descubierta una habilidad por parte de uno de los individuos de un clan, ésta es –a través de la observación- rápidamente aprendida por los otros individuos. Para Fernández-Armesto, tratar de establecer diferencias entre el género humano y las demás especies de animales, ha fracasado rotundamente a lo largo de la historia: los animales tendrían sociedades, cultura, tradiciones, formas de conciencia y comunicación muy similares al hombre, y la única diferencia sería la volatilidad social, es decir, el altamente cambiante contexto cultural humano respecto al más estable contexto cultural animal. De esta manera, la evolución de especies sigue su curso, algunas en la dirección del razonamiento superior.
Teorías como las anteriores, algunas un poco traídas de los cabellos, y otras con más bases científicas (estudio de neuronas espejo en primates, lenguaje avanzado en delfines, emociones en ballenas), hacen verosímil el hecho de que en un futuro no seamos la única especie con derechos privilegiados sobre la Tierra.  De hecho, hasta podríamos vernos subyugados por otra especie, tal como en la película “El Planeta de los Simios” (o incluso por un ente no biológico, como los computadores).  Pero mientras llega el momento en que un  grupo de chimpancés paracos le entreguen un fusil a un travieso humanito para que juegue, bien podríamos poner nuestro superior raciocinio al servicio de la ética, la moral y el sentido social –a costa de nuestro egoísmo genético- y así lograr una civilización que pueda ser un ejemplo decente para otras especies capaces de llegar a nuestro nivel.
(Ver video del Chimpancé disparando en el enlace de abajo)
http://www.youtube.com/watch?v=csbF2O6TvJg

domingo, 10 de julio de 2011

EL CHAPULÍN COLORADO


“Era un mundo diferente… Ahora me dicen, sé, que se habla mucho de política.  En mi opinión les interesan los políticos.  La política abstracta, no.”  Jorge Luis Borges, Diálogos

En su última columna hablaba Juan Gabriel Vásquez de la última columna de Antonio Caballero, en la que éste hablaba de Mockus, “de su candidatura a la Alcaldía de Bogotá y las razones de su popularidad, y se preguntaba (Caballero) por qué la gente votaba por él ( Mockus) y se contestaba diciendo: "Por desesperación. Porque se presenta bajo la pretensión de ser distinto de los demás políticos".”  (Un antipolítico). Por una imperdonable prudencia, Vásquez omite la pregunta fundamental (y literal) de Caballero: “¿Por qué vota la gente por semejante payaso?”
Más adelante, en la misma columna,  Vásquez se extraña del concepto “antipolítica” y argumenta, casi que irrefutablemente, que ese disfraz –sustentado por un enorme sinsentido-, dadas las características de nuestras pobres sociedades, es uno de los mecanismos más demagogos y eficaces que existen actualmente para ganar elecciones (Uribe, Mockus, Chávez…).  Y antes de concluir su columna, cita al escritor argentino Patricio Pron: “El rechazo a lo establecido en plazas y calles cuenta con mi solidaridad, pero ¿por qué otra cosa lo reemplazamos? No es menos política lo que necesitamos —porque el punto cero de la política es una dictadura—; lo que necesitamos es más y mejor política”. Y finalmente Vásquez  concluye -refiriéndose a la frase de Pron- con esta frase “Y eso también es cierto, claro. Pero a ver quién se lo explica a los votantes”
No creo que la cosa se trate de explicarle nada a los votantes: un votante que ya no se deja engañar tan fácilmente por un político corrupto no debe ser tan tonto como para creer en un mesías bajado de los cielos (bueno, algunos sí).  Ni tampoco creo que sea por simple desesperación como dice Caballero.  Me parece, en cambio, que, aparte de la desesperación y la falta de explicaciones, los votantes sienten físico odio hacia los políticos tradicionales. Y puede que prefieran que el Estado sea saqueado por otros ladrones distintos a los de siempre (si fuera por desesperación, habríamos oído decir  a entusiastas votantes –otrora abúlicos- que hay que votar por fulano  o mengano, salvadores que nos sacarían del atolladero. Pero no: hay más bien resignación. Resignación que, más que por la desesperación, parece guiada por la rabia o por simple y llana sustracción de materia: sencillamente no hay por quién votar.  No hay esa esperanza que por lo menos deja la desesperación y, en consecuencia, y gracias a un sentido innato de la equidad, el votante se resigna y decide que “de los males el menor”: ya que le ha tocado tanto al ladrón evidente, bien podría tocarle algo al ladrón agazapado.)
Los votantes, entonces, parecen razonar como el anti-héroe “El Chapulín Colorado (“anti” también, a propósito de Mockus, ¡vaya!), quien, cuando se veía en gran peligro, exclamaba: “¡primero muerto antes de perder la vida!”.  Una posición límite frente al descreimiento en la Política. Claro, entendida ésta como lo relativo al ordenamiento de la ciudad, como el proceso que permite la toma de decisiones que benefician a determinado grupo humano; entendida así, como la entendió Aristóteles, y no entendida  como el deprimente sainete que por política (escrita así, con p minúscula) entendemos hoy en día.
Si bien en un principio la Política fue una prolongación simple  de la ley darwiniana del más fuerte, con los años –y sobre todo con los griegos- se sublimó, y evolucionó   a un nivel racionalmente más elevado: arte para algunos, ciencia para otros.  Y como es un hecho que políticos corruptos ha habido todo el tiempo, son pocos los períodos en los que se han debatido las ideas políticas como tal (olvidadas casi siempre por esa detestable realidad corrupta), y, en cambio, sí lo han sido -hasta la saciedad- los chismes y cotilleos con los que, especialmente ahora, sembramos nuestros medios de comunicación y conversaciones: “están hablando de política”, decimos cuando oímos las fechorías de algún gamonal, sin tener la menor idea de lo que estamos diciendo: que fulano o mengano se hayan robado “X” cantidad de plata no tiene nada que ver con la Política; es un asunto judicial, ético; o -en nuestra realidad colombiana- social.
Entonces, sí: puede ser que por desesperación -o por falta de escolares explicaciones, o por sustracción de materia o por rabia - la gente esté dispuesta a votar por Mockus.  (o el antipolítico de turno), pero esto sólo conducirá a espumosos fenómenos que se desvanecerán con el tiempo y se convertirán en totalitarismos o payasadas si resultan mal, o se marchitarán al mismo tiempo que lo haga la salud del caudillo, en el extraño caso en que resulten bien: no trascenderán, pues no gozan de la viabilidad permanente que otorgan los partidos. Por lo tanto, mientras sigamos eligiendo personas y no ideas, el electorado, en el mejor de los casos, estará inmerso en un entorno de comedia televisiva de los ochenta, que al final sólo de deja la opción de conformarse con una famosa frase: “¡se aprovechan de mi nobleza!

viernes, 1 de julio de 2011

LA HOGUERA DE LAS VANIDADES

“La vanidad nos cuesta más que el hambre, la sed y el frío”
Thomas Jefferson

En una columna anterior –en este mismo blog- alabé el arranque del gobierno de Juan Manuel Santos: respeto a las Cortes, normalización de relaciones con los países vecinos, Ley de Víctimas,  etc…  Sin embargo, en la parte final de ese mismo artículo, dejé ver –también- mis reservas con respecto a las verdaderas intenciones de un inicio de mandato tan sorprendente e inconsecuente con el continuismo Uribista que todos pensábamos iba a producirse. (VER http://elemperadordesnudo.blogspot.com/2011_02_01_archive.html)  
Continuismo que se deducía del poco disimulado apadrinamiento de la candidatura de Santos por parte del presidente en ejercicio y de la  invariable glorificación durante la campaña –por parte del entonces candidato- del régimen del cual él mismo había hecho parte.
Los infrecuentes optimismos en Colombia suelen desvanecerse más temprano que tarde.  Lo digo porque la situación del país parece –si cabe- empeorar con respecto al anterior gobierno: ya hubo un incidente de reclamo a una decisión de la Corte Suprema de Justicia; la confraternidad con Chávez sólo ha servido para que éste deje de vociferar improperios (pero deja intacta la categoría de Venezuela como refugio de guerrilleros: no en vano la frontera colombo-venezolana está considerada como uno de los lugares más peligrosos del planeta); la Ley de Víctimas sólo ha logrado -hasta ahora- que algunos de los que antes tenían la condición de despojados, actualmente la tengan de asesinados (el resto cuenta con la suerte de seguir sólo despojados); y -poniéndole la cereza al ponqué- esta semana que termina, durante un operativo que intentaba repeler una acción de las FARC perpetrada en la vía que de Antioquia conduce a la Costa Atlántica, resultó muerto el comandante de carreteras de Antioquia.  Un hecho como este último, en esa zona del país (con quemada de tractocamión y buses incluída), no ocurría desde 2002.
Pero, ¡un momento!, no es que yo esté añorando al gobierno de Uribe (¡Dios nos ampare y nos favorezca!): la ralea de matasiete del expresidente y su séquito de petulantes lacayos, no tardarían en regalarnos una primorosa versión local de las Madres de la Plaza de Mayo de Argentina.  Ningún grupo armado es tan peligroso como los aparatos de seguridad del Estado a cargo de un tenebroso gobierno matarife.  Mucho menos lamentamos la conclusión del intrascendente gobierno de Andrés Pastrana, en el que se frivolizó hasta el conflicto armado: recordemos el show mediático del Caguán con ingredientes de cualquier reallity de la televisión (hasta plantón de novios a punto de reconciliarse hubo: el episodio de la silla vacía de Tirofijo). Ni el despelote del período Samper, cuando la gente dejó incluso de trabajar por sumarse a las diarias y carnestoléndicas protestas y manifestaciones contra cualquier medida adoptada por el gobierno.  Ni la carambola accidental de Gaviria, cuya repentina asunción de la dignidad presidencial lo llevó a improvisar hasta el límite de concederles prebendas inverosímiles a pavorosos mafiosos. Ni el de Virgilio Barco: un gobierno del olvido y para el olvido.  Ni –mucho menos- el lírico cuatrenio de Belisario, durante el cual se pintarrajeó al país de palomas blancas en pos de un Premio Nobel de la Paz que nunca llegó. Ni…
Es curioso cómo en Colombia hay una obsesión por obtener ese dudoso galardón –el Premio Nobel de la Paz-, con lo que se compartirían honores con el genocida de Kissinger, el terrorista de Arafat, la impostora de Rigoberta Menchú, y otros pintorescos o siniestros especímenes.  Aparte de la obvia tentación por procurárselo, dictada por la manifiesta viabilidad que facilita el ser colombiano, supongo que también está lo del premio en efectivo: un millón cuatrocientos mil dólares.  Ya hablamos de Betancur (Belisario) quien sólo sonó para ganárselo en su idílica cabecita.  Mientras que Betancourt (Ingrid) sonó mucho en Europa, pero sonaron más los destemplados comunicados en los que invitaba a los medios franceses a la rueda de prensa en que ella daría el discurso de aceptación del premio que, dos días más tarde, recibió otro. Por otra parte, y para no quedarse atrás en la cómica comparsa de chascos, Piedad Córdoba fue víctima de una broma informática y alcanzó a celebrar ruidosamente junto a los circunstantes que la acompañaban a esperar la noticia del, una vez más, esquivo premio escandinavo.
Ojalá no estemos asistiendo -con Santos- a otra pueril operación destinada a la ilusoria obtención del mencionado galardón (esa sanción presidencial de la Ley de Víctimas con la presencia del Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon, y la candidata al Premio Nobel de la Paz, Yolandé Mukagasana…)  El caso es que todos esos actos conciliatorios, que han caracterizado al actual gobierno, han resultado tan impresionantes como inútiles. Y a veces parece que solamente persiguieran esos dos fines en pos de otro fin ulterior, lleno de irresponsabilidad y vanidad.
La excesiva vanidad puede llevar a la perdición. Así nos lo presenta Tom Wolfe en su la novela La Hoguera de las Vanidades.  En ésta, Sherman Macoy (el protagonista que lo tiene todo: dinero, éxito, esposa, amante…), mientras se desplaza una noche por Nueva York, toma el camino equivocado y se pierde en un peligroso barrio del Bronx.  Como resultado, termina atropellando a un joven negro; ese incidente hace que su mundo aparentemente invulnerable se venga al suelo como un castillo de naipes: es acusado de intento de homicidio, pierde su trabajo, su esposa, su amante, su casa…
El problema nuestro es que si Santos está tomando el camino equivocado, buscando su gloria personal sin importarle lo que le pase al país, el mundo que se desmoronará no será el suyo, será el nuestro: al fin y al cabo, en su condición de expresidente, Santos tendrá, hasta el final de sus días, seguridad pagada por el Estado para él y su familia;  o vivirá en otro país gracias a un predecible nombramiento diplomático o a la pingüe suma que le correspondió (¿corresponderá?) con la venta de sus acciones de El Tiempo.
La perdición de Santos será otra.  Se dice que el presidente es un jugador de póker experimentado  que apuesta fuerte. Y  en este caso se juega su colosal vanidad. Lo malo sería que al final de la partida, el botín no resulte ser lo que siempre ha perseguido afanosamente a lo largo de toda su vida pública: que lo asocien con un gran personaje de la historia, de la talla de Winston Churchill o de Franklin Delano Roosevelt. En contraste, puede ocurrir que termine obteniendo, al igual que Belisario Betancur, el deshonroso trofeo de malbaratar, por satisfacer sus complejos de grandeza, cuatro preciosos años de la solución de nuestros múltiples problemas; coyuntura que –como de hecho ocurrió en el pasado con Betancur- puede hacer retroceder hasta las pocas conquistas (por ejemplo en materia de seguridad) obtenidas por un tiránico gobierno anterior.
Como última esperanza, podríamos esperar que lo que persigue con todos estos malabares políticos sea, como dijo en su última columna de Semana (La Tercera Vía) un extrañamente optimista Antonio Caballero,  que Santos quiere sustituir “el partido uribista de La U de extrema derecha por un reunificado Partido Liberal "de extremo centro": es decir, de derecha moderada.” Ojalá. Y aunque lo que nos presentan las noticias a diario no ofrece un futuro muy alentador, es mejor pensar eso y no pensar en resignarnos a acumular un nuevo monigote en nuestra bochornosa galería de Premios Nóbeles de Paz  frustrados, mientras el país se hace pedazos.

viernes, 24 de junio de 2011

EL DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE


-Médico: Señor Sinatra, ¿cuánto bebe usted?
-Frank Sinatra: unos treinta y seis tragos al día doctor
-Médico: en serio, señor Sinatra, ¿cuánto bebe usted?
-Sinatra: ya se lo dije: treinta y seis tragos al día
-Médico: ¿cómo puede estar tan seguro?
-Sinatra: se lo explicaré: todos los días me tomo una botella de Jack Daniel’s, lo cual equivale a treinta y seis tragos
-Médico: ¿Y cómo se siente por la mañana?
-Sinatra: no lo sé: nunca me levanto por la mañana, y no estoy seguro de que usted sea el médico apropiado para mí.
Poco tiempo después, Sinatra recibió la noticia de la muerte del  médico, debida a complicaciones circulatorias

Anécdota de Frank Sinatra, 1915-1998 (83 años)


Un nuevo estudio indica que, contrario a lo que se pensaba…  ¿Quién no ha leído contínuamente, en revistas y periódicos, artículos referentes a la salud y el bienestar que tienen como inicio la anterior frase?  Creo que nadie.  Y a veces perece que, cuánto más avances logramos en materia médica, más incierto es el comportamiento que debemos llevar para lograr, lo que se llama ahora, un estilo de vida sano.  El caos informativo en cuanto a los hábitos saludables es formidable.  Tanto que, de seguir las centenares de instrucciones acerca de ejercicios y hábitos que hay que realizar u observar a diario, sumado a las restricciones alimentarias que hay que cumplir para evitar el cáncer, el colesterol alto, la diabetes y otras amenazas macabras, terminaríamos rogando un cupo en un monasterio de monjes cartujos, cuyos votos de obediencia, castidad y pobreza se deben parecer mucho a una vida así, pero con la ventaja de que incluyen la salvación del alma.
El huevo de gallina, por ejemplo, puede pasar de enemigo número uno de las arterias (y por lo tanto hay que restringir su consumo) a aliado incondicional del sistema óseo (y por lo tanto hay que incrementarlo).  Todo en el lapso de una edición a otra de una misma revista.  O el colesterol “bueno”  (HDL) pasar de beneficioso a neutral, de ahí a dañino y otra vez a beneficioso, en el curso de escasos dos meses, sin que siquiera parpadee el editor de la sección correspondiente.
A eso se suman otras informaciones terroristas referentes a los efectos devastadores de la casi totalidad de acciones cotidianas del humano occidental promedio: uso del teléfono celular, exposición a los rayos solares, práctica de videojuegos, ver más de una hora de televisión al día, cohabitación con aparatos electrónicos, consumo de productos procesados, acceso a grandes volúmenes de información, y una sucesión de amenazas adicionales que son el sueño dorado de los psiquiatras.  Lo particular de todo esto sigue siendo que, dos páginas después, en la misma publicación, cualquiera de las anteriores prácticas, será ponderada de alguna manera o, por lo menos, presentada como una condición sine qua non podría alguien desempeñarse exitosamente en el modo de vida contemporáneo.
Esa atmósfera  de paranoia que nubla los hogares una vez se abre el periódico, o se enciende la radio o el televisor, es la misma que se respiraba en la novela “El Diario del Año de La Peste”, de Daniel Defoe: la gente, por temor a contagiarse en la Londres de 1655, tomaba minuciosas medidas. Llevaban, por ejemplo, el cambio exacto con el fin de no entrar en contacto con el dinero del comerciante que les vendía el producto, y muchas otros cuidados extremos, dignos de un enfermo de inmunodeficiencia severa combinada. En realidad, sus excesivas precauciones eran inútiles, puesto que la bacteria causante de la enfermedad se encontraba en las pulgas que habitaban en ratas (la verdadera peste en aquella Londres) y humanos, la cuales, una vez muerto el hospedante, saltaban a los deudos o ratas más próximas, iniciando el ciclo de un nuevo enfermo.
Ya no estamos en 1655, sino en plena era científica y tecnológica.  Entonces, ante este colosal despelote informativo, caben dos preguntas: ¿hay que rellenar a como dé lugar esas secciones de salud y bienestar de periódicos y noticieros?, ¿quién paga esos incesantes estudios? Para la primera creo que la respuesta es sí: el afán de vender ejemplares o de subir el raiting lleva a un periodismo amarillista que aprovecha el mínimo filón, que le dé un dudoso cable noticioso, para fabricar un titular impactante, como dirían estos vivarachos superdotados.  Para la segunda, la respuesta, como no es difícil de imaginar, es: las grandes corporaciones.  Gigantes farmacéuticas, por ejemplo, que deben vender, también a como dé lugar, sus productos.  En consecuencia, pagan estudios a la medida a facultades de medicina de universidades codiciosas, que ponen la ciencia al servicio del gran capital: no en vano los estudios son sospechosamente específicos y nunca arrojan resultados concluyentes: siempre son parciales y “hay que seguir investigando otras variables”. (En contraste con todo lo anterior, hay otros periodistas serios que nos informan sobre los verdaderos peligros de comer, por ejemplo, carne contaminada.  Son quijotes que denuncian y se enfrentan a peligrosas mafias y, ante los cuales, me quito el sombrero).
Tanta intimidación contradictoria acaba por insensibilizar a cualquiera, incluso frente a las pocas cosas que la ciencia ha establecido, más allá de toda duda razonable,  son perjudiciales para la salud.  Como el consumo excesivo de tabaco.  Yo, que tozudamente me niego a comprar un apartamento adicional para almacenar allí a mi televisor, equipo de sonido y celular, y que cometo la temeridad inaudita de caminar hasta el supermercado sin embadurnarme con una capa de cuatro centímetros de crema bloqueadora contra rayos UV, pienso que debo seguir el ejemplo de mi abuela Josefina, quien, a una semana de cumplir sus primaverales noventa años, goza de cabal salud.
Ella, mi abuela, me ha enseñado, a través de su inteligencia vital y de su sabio desconocimiento de esos científicos pistoleros y de sus infames y estúpidas teorías (la verdadera peste actual), que no hay que buscar la fiebre en las sábanas; que la prostitución de la ciencia (denominémoslo cientificismo meretriz) casi equivale a la ignorancia del año de La Peste en Londres. Por lo tanto, sin que yo quiera hacer aquí una apología de los malos hábitos,  pienso que es más bueno que malo para la salud, comerse unas deliciosas hayacas hechas por mí abuela, acompañadas de unos buenos mojitos, y a pleno sol del mediodía en las playas de Cartagena.

viernes, 17 de junio de 2011

EL HUEVO DE LA SERPIENTE

“Observa a toda esa gente.  Son incapaces de una revolución.  Están muy humillados, muy temerosos, muy oprimidos. Pero en 10 años, para entonces, los de 10 años tendrán 20, los de 15 tendrán 25.  Al odio heredado de sus padres, ellos añadirán su propio idealismo e impaciencia.  Alguno se adelantará y pondrá sus sentimientos en palabras.  Alguno prometerá un futuro. Alguno hará sus demandas. Alguno hablará de grandeza y sacrificio. Los jóvenes e inexpertos darán su valor y su fe a los cansados e indecisos.  Y entonces habrá una revolución.  Y nuestro mundo se hundirá en sangre y fuego (…) exterminaremos lo inferior y aumentaremos lo útil.” .- Doctor Hans Vergerus, El Huevo de la Serpiente

En 1933, el partido Nacional-Socialista, en cabeza de su máximo líder Adolfo Hitler, ascendió al poder en Alemania. Eran épocas de crisis para la democracia alemana: desempleo por las nubes, inflación desbordada, economía en  ruinas (Gran Depresión mundial), tributos por la derrota de la primera guerra, etc…  La desesperanza estaba a la orden del día en el ambiente de aquel pueblo que, más que vivía, supervivía.  En ese terreno, abonado de miseria y humillación, germinó la planta carnívora del nazismo, que ofreció dulce néctar a las masas teutonas y, una vez las tuvo en sus fauces, cerró sus pinzas para no abrirlas nunca más.
Fue todo un trabajo de seducción: el arte de la propaganda elevado (envilecido, degradado) a su máxima expresión: banderas, himnos, consignas, enemigos públicos y, cómo no, un gran mesías. Revueltos los anteriores ingredientes, junto a dos cucharadas del primer párrafo, constituyeron la funesta receta que desembocó en dos  de los hechos más terribles (vergonzantes, vergonzosos) de la historia: la barbarie por antonomasia del género humano: la Segunda Guerra Mundial, y su capítulo más horrendo: el holocausto judío.  Todavía, de hecho, no terminamos de hacer catarsis al respecto, así algunos no hubiéramos siquiera nacido en 1945, cuando finalizó la guerra.
Grande lección aprendida. O, por lo menos, esa es la esperanza de todos los que apostamos por la civilización, por la evolución inteligente de la especie, por la sumisión del primitivo y agresivo cerebro reptil a costa del complejo neocortex: el cerebro racional.  Pero esperanza perdida si leemos a los voceros de la caverna en nuestro país. Referente a un frustrado tercer mandato de Álvaro Uribe, su ex-asesor presidencial José Obdulio Gaviria, en su artículo de El Tiempo  del 31 de mayo titulado “Mantenerse fiel a los principios”, escribió: “la Corte Constitucional interrumpió abruptamente su ejercicio del liderazgo e impidió que los colombianos le otorgáramos otro mandato para que pudiera redondear la faena político-militar contra el terrorismo.” Y, refiriéndose a la intervención del periodista Daniel García-Peña en un foro reciente: “Pero, ¡no se imaginan el remate! Apoyó con entusiasmo el regreso del presidente Santos a las políticas "civilizadas y negociadoras de los anteriores gobiernos".”  Suficiente…
Otra vez la atávica fórmula del plomo a discreción; la que hemos usado, sin éxito, durante más de 40 años.  Pero lo más concluyente acerca de la naturaleza, sin duda reptil, del escribidor de las anteriores sentencias, es el desprecio a los anteriores gobiernos por el hecho de intentar utilizar, además de la lucha armada, políticas "civilizadas y negociadoras”. Deplora el hecho de que esos gobiernos no pudieron acabar con el problema de la guerrilla, en los cuatro años que tuvo cada uno para hacerlo, al tiempo que enaltece al gobierno Uribe que sólo tuvo ocho (exclusivamente guerristas, por lo demás).  Lo singular es que, para acabar con el problema, Uribe, tuvo el doble de los demás gobiernos, como no es difícil de notar; es el único gobierno que no tiene a su favor la manida excusa de la falta de tiempo.  Y, ¡vaya!,  tampoco pudo. A pesar de la infalible ofensiva militar. Supongo que a José Obdulio no le apodaban Aristóteles en sus años escolares.
Ingmar Bergman escribió y dirigió la película “El Huevo de la Serpiente”.  La historia se desarrolla en la Berlín de 1922,  ad portas de la intentona de golpe de estado por parte de Hitler. En ella, se dejan entrever los primeros gérmenes de una siniestra revolución. Heinz Bennent , encarna al malévolo doctor Hans Vergerus, precursor de espantosos experimentos con seres humanos.  Las víctimas, después de horrendas alucinaciones y otros síntomas, acaban suicidándose.  El perverso científico, aprovecha el estado mental colectivo de los germanos y sus penurias económicas, para empujarlos a servir de conejillos de indias voluntarios para sus experimentos.  En su discurso final, instantes antes de su muerte, Vergerus compara el inevitable y previsible advenimiento de un nuevo régimen, que acabará con la democracia establecida, con la experiencia de ver el huevo de una serpiente: detrás de su translucida cáscara, es posible ver a un reptil completamente formado que pronto emergerá (y atacará).
Contrario a lo que pasó  en Alemania, aquí en Colombia, después de las dos incubaciones victoriosas de las elecciones presidenciales de 2002 y 2006, pudimos ver, a través de  la delgada cáscara del sentido ético de algunos congresistas, la amenaza reptilesca en un tercer huevo (¿no han oído ustedes por ahí algo referente a tres huevos?).  Por fortuna, ese tercer huevo sí fue destruido; y con él la temible serpiente y su letal ponzoña. Se frustró, así, el plan de un grupo de salvajes que consideran, aún hoy, que la solución a todos los problemas del país consiste en destrozarnos a garrotazos unos a otros como cavernícolas.  El razonamiento del pitecanthropus.  Dicho sea con el perdón del pitecanthropus.  Y del doctor Darío Echandía,  por el plagio.
Estos trogloditas disfrazados de intelectuales, ostentan el mismo inexistente respeto por la vida humana que mostraba Vergerus: los conejillos de indias aquí eran simplemente ejecutados con tiros de gracia en la nuca y luego vestidos de insurgentes. Otros más, despojados de sus hogares, eran llamados, eufemísticamente, migrantes.   El resto, los sobrevivientes, pero no pertenecientes a la guardia personal del mesías o a su corte de obsequiosos lacayos, éramos considerados la bigornia: una especie de pandilla o vaya usted a saber qué diablos quería decir, con esa palabreja de relumbrón, nuestro Robespierre de hojalata. 
Ah, se me olvidaba: ¿saben ustedes  cómo murió el doctor Vergerus, el médico sádico de la película?  Les cuento: se suicidó masticando una cápsula de cianuro. Curioso ¿no?

viernes, 10 de junio de 2011

EL PROCESO

“K. Pensó que tenía que poner fin al espectáculo: “presénteme a su superior” dijo.  “Cuando él lo desee, no antes”, dijo el guardián al que llamaban Willem.  “Y además le aconsejo”, añadió, “que vuelva a su habitación, que se quede quieto allí y que aguarde a que se decida algo sobre usted.  Le aconsejamos que no se pierda en ideas inútiles; lo que debe hacer es concentrarse, porque se le obligará a grandes esfuerzos.””  El Proceso, Franz Kafka.

Vi recientemente una película llamada “Enterrado”. En ésta, un hombre es enterrado vivo y trata desesperadamente de comunicarse, a través del único medio posible –un celular dejado junto a él por sus secuestradores-, con la dependencia en que se encuentra la persona que puede ordenar su rescate; cosa que a la postre no sucede y el personaje muere asfixiado.  Por suerte no tuve que gastar la pequeña fortuna que conlleva el programa completo de ir al cine hoy en día (transporte o parqueadero, tiquetes de entrada, golosinas), porque me pareció pésima. La vi en la comodidad del sofá de mi casa, donde uno duerme casi mejor que en la cama.  Sobre todo películas malas. Y me pareció tan mala porque, además de su única locación claustrofóbica (un ataúd), lo único que ocurre, durante los setenta y un minutos de duración, es que el espectador es testigo de lo que ya sabe de sobra: de la incompetencia de los operadores telefónicos de todo el mundo; y  de las idiotas y desesperantes retahílas pregrabadas de los call-centers.  
Si se trataba de lograr un efecto de exasperación y terror, concluí que no lo lograron, puesto que es fácil revivir a diario la aventura del protagonista, sin gastar un peso en palomitas de maíz, y sin el consuelo de finalmente morir y dar por terminada la pesadilla que supone realizar un trámite, telefónico o personal, con cualquiera de esas hidras de 100 cabezas llamadas corporaciones.
Asumo que todos ustedes habrán tenido, en algún momento de sus vidas, que resolver cualquier asunto comercial, financiero u operativo con, digamos, su empresa de telefonía móvil o el banco en donde tuvieron la mala ventura de abrir su cuenta corriente.  Delicioso ¿no? De antemano se  sabe que las dos únicas opciones de contacto (operador de call-center  u oficial de servicio) son casi tan amables como inútiles.
Primero viene la gesta de los turnos.  Si es personalmente, el lego llega a un babélico laberinto de filas donde, en el mejor de los casos, logra hacerse de una ficha asociada a confusas sucesiones.  Éstas están representadas por disparatados códigos alfanuméricos expuestos en diminutas pantallas, repartidas en un imposible ángulo de visión de 180 grados. Por otra parte, si es un call-center, el interlocutor resulta ser una porfiada máquina, que repite sin cesar las ambiguas opciones de acceso a la información requerida.  La oscuridad de la ruta de decisión, siempre deriva en la escogencia de la alternativa menos abstrusa de todas: el operador.  Muchas llamadas o filas frustradas más tarde (se corta la llamada después de 15 minutos de apretar botones, o era otra la fila que se debía hacer), la atención es invariablemente proporcionada por un funcionario que no puede hacer absolutamente nada con respecto a ningún problema.  Sólo repite, una y otra vez, independientemente de los argumentos que se le esgriman (y con una enorme sonrisa),  la primera respuesta que dio.  Como un androide programado para parecer amable y feliz.  E idiota.
Ese es el truco: socavar la paciencia del usuario hasta el límite de la renuncia al reclamo.  Porque después vendrán otras cosas peores: envíos de cartas, con muchos anexos engorrosos de conseguir, que habrá que dirigir a elusivos funcionarios de mayor rango. Al final, el desgraciado reclamante, se siente tal como se sentía Joseph K., el protagonista de la novela El Proceso, escrita hace casi cien años por Franz Kafka: enfrentando a fantasmagóricas instancias; siguiendo enigmáticas instrucciones; y completamente indefenso ante una enorme conspiración invisible en su contra.
Y ahí se queda la cosa: en un proceso empantanado, surreal, de pesadilla; donde se traspapelan solicitudes; en el que salen a relucir infames cláusulas de contratos que, como resultado del modo de vida contemporáneo, resignados usuarios son empujados a firmar por pura necesidad; en el que la absoluta inasequibilidad para razonar con un funcionario que tenga un mínimo de poder de decisión, no sólo demuestra el desprecio por el cliente atrapado e impotente, sino que lo somete al ignominioso destino de tener que tratar con esos maniquíes parlantes del Departamento de Servicio al Cliente.
Lo único que queda claro de todo esto es que, a esas cada vez más grandes y poderosas corporaciones, lo único que les interesa es atiborrar sus arcas de utilidades a como dé lugar.  El cliente les interesa  en la medida en que sea una fuente de ingresos y, por lo tanto, una vez amarrado contractualmente, es tratado de la forma en que, desde ese punto en adelante, será concebido: ¡como un perro!

sábado, 4 de junio de 2011

EL SÉPTIMO SELLO

“Examinen fragmentos de pseudociencia y encontrarán un manto de protección, un pulgar que chupar, unas faldas a las que agarrarse. Y, ¿qué ofrecemos nosotros a cambio? ¡Incertidumbre! ¡Inseguridad!”  Isaac Asimov
“Propiamente leída, la Biblia es la fuerza más potente para el ateísmo jamás concebida.”  Isaac Asimov

Harold Camping de 89 años, biblia en mano, es el pastor detrás de la histeria colectiva desatada recientemente por un nuevo, irritante y, por supuesto, fallido vaticinio del fin del mundo. Aunque, bueno, en realidad no sé si deba irritarme, o más bien compadecerme de los pobres incautos que –increíblemente- siguen cayendo en este tipo de trampas (el mencionado pastor logró recaudar 80 millones de dólares entre los creyentes del sombrío pronóstico).  Y digo increíblemente, no porque crea que la estupidez en el mundo retroceda (ya decía Einstein que era la única cosa, por cierto, infinita), sino porque, en plena era de la información, ya todo el mundo debe haber asistido al menos a dos o tres falsos positivos en torno al final de los tiempos.
Lo más desesperanzador es que los charlatanes que dirigen estos movimientos, ni siquiera tienen que acudir a argumentos nuevos.  Espeleólogos, como son, de los miedos que subyacen en las profundidades de la psique humana, acuden a trilladas tesis: incremento de catástrofes naturales, códigos cifrados de arcanos oráculos, mensajes crípticos de libros sagrados, manifestaciones del más allá, y todo un basurero de tonterías que a veces costaría trabajo pensar que las creyeran niños de kínder.  Alguien decía que la ignorancia no es sólo la falta de conocimientos, sino el exceso de información absurda con la que muchos rellenan sin piedad sus cerebros.
El miedo irracional a la muerte, a no saber que sigue después, es lo que puede explicar en parte esos fenómenos.  Aún así, no se entiende cómo un grupo de personas adultas prefiere pagar fuertes sumas de dinero a sectas que sostienen sus explicaciones con necedades, y no acudir a análisis más razonables que se consiguen gratis en la internet.  Ante pruebas más lógicas, como las que nos presenta un científico tan respetado como Isaac Asimov, la gente suele mostrar el escepticismo que realmente necesitan para esas otras ocasiones.
Para Asimov, los cataclismos son azarosos, pero no necesariamente se reparten equitativamente en el tiempo: son cíclicos. Y hay veces en que estamos en el ciclo malo. Para ilustrarlo, pone el ejemplo del año 1985, particularmente destructivo por parte de la naturaleza: la catástrofe de Armero aquí en Colombia, el terremoto de Ciudad de México, y otros más en Chile, China y URSS.  Pero además, atribuye la falsa impresión del creciente aumento en el número de desastres a dos fenómenos contemporáneos: la superpoblación y la globalización de las comunicaciones.  De entre los muchos ejemplos que trae a colación en su artículo “Los estragos de la naturaleza”, el cual recomiendo ampliamente, escogí dos.  El primero: el más violento terremoto de los E.E.U.U., desde que se tienen mediciones, sacudió el medio oeste del país en 1812, destruyó 150.000 acres de bosque y cambió el curso del río Mississippi en varios lugares.  Sin embargo, por ser, en esa época, una zona casi deshabitada, no se reportó ni un solo muerto.  Si ocurriera el mismo terremoto en la actualidad, resultarían muertas miles de personas. Segundo ejemplo: un feroz terremoto aconteció en China en 1556 y enterró a la friolera de, ojo, 830.000 personas.  Y en Europa ni se enteraron.  Y mucho menos en América,  seguramente, porque, entre otras cosas, no hubo ningún chinito asustado que pudiera mandarnos un trino advirtiéndonos del suceso.
Supongo que en 1985, con la gran cantidad de desastres naturales acaecidos y la proximidad de un año con una cifra magnética: 2000, hubo terreno fértil para que los embaucadores tomaran el libro del Apocalipsis, y empezaran a hacer retorcidas analogías de los acontecimientos de 1985, con las profecías allí presentes.  En dicho libro, que por cierto no han leído los diseñadores de calcomanías de “Dios es amor”, el cordero degollado abre los siete sellos, lo cual origina una aterradora cadena de eventos que traerá calamidades sin cuento a la humanidad que no ha sido elegida -o sellada- para subir a los cielos (como la liberación de los cuatro jinetes justicieros).  Pero lo más pavoroso sobreviene con la apertura de el séptimo sello: pestes, bombardeos estelares, plagas, tormentas de fuego, y fieros enfrentamientos entre una mujer y fabulosas bestias multicéfalas, que recuerdan  los momentos en los que uno, por el fragor de la batalla en la pantalla, se despierta en el teatro al que acudió a ver una de esas largas y aburridas películas tipo El Señor de los Anillos, en los que no se sabe quién está a favor de quién ni en contra de quién.
El genial director y guionista de cine sueco Ingmar Bergman no pudo expresar mejor estos fenómenos en su obra maestra El Séptimo Sello.  En plena edad media, un caballero andante y su escudero regresan a su tierra   después de 10 años de pelear en las Cruzadas.  Lo que encuentran es una zona asolada por la Peste Negra, y a los sobrevivientes interpretando esas circunstancias de enfermedad y muerte colectivas, como una de las señales bíblicas del Apocalipsis.  La mayúscula carga simbólica de la cinta, hace posible que el caballero juegue una partida de ajedrez con La Muerte, bajo la amenaza que, de perder, ésta se lo llevará a él y a quienes lo acompañen.  En la historia, hay un marcado contraste entre el caballero, asaltado por dudas acerca de la vida después de la muerte y la existencia de Dios, y su escudero, más mundano y materialista.  Durante la larga partida de ajedrez, el caballero logra distraer a La Muerte -que a la postre resulta vencedora- mientras huye un grupo de sus acompañantes: un joven matrimonio y su pequeño hijo.  De esta manera, hace la buena acción que le da sentido a su vida y espera con tranquilidad que La Muerte se lo lleve, junto al resto de los que están con él, a bailar la danza final.
Teniendo en cuenta que todos, tarde o temprano, danzaremos la macabra melodía, sería bueno llevar una vida a mitad de camino entre la que llevaba el caballero y la que llevaba su escudero.  Un equilibrio en el que, además, imperen los comportamientos éticos basados en el respeto al prójimo; tratando de gozar de las cosas buenas de la vida sin tantos remordimientos y culpas, pero conservando cierto misticismo que le dé sentido a la misma.  Sería mejor eso que hacerles caso a esos timadores terroristas de todos los pelajes, que pescan en el río revuelto oscurantista de la ignorancia y el miedo.  Y no me refiero sólo a los energúmenos cristianos que esgrimen el libro del Apocalipsis como arma extorsiva, sino a todos los demás defraudadores que usan, con los mismos fines, profecías mayas, predicciones de Nostradamus y supercherías por el estilo. (La única señal apocalíptica que me hace dudar un poco es la destrucción de Babilonia, la gran prostituta.  Puesto que Babilonia se convirtió en sinónimo de gran ciudad, caótica y lujuriosa, no puedo dejar de pensar en una señal del Apocalipsis cada vez que transito por las calles de la Bogotá contemporánea)
Si La Tierra no es embestida por un asteroide gigante en los próximos cinco mil millones de años, lo más probable es que, como dice Carl Sagan en su libro Cosmos, sea devorada por El Sol, convertido para entonces en un gigante rojo.  Así que, si antes la humanidad no ha desaparecido por cuenta del holocausto nuclear, de cambios en las condiciones atmosféricas, o de cualquier otra causa natural o provocada por la mano humana, ese será el verdadero fin del mundo.  Aún si lográramos mudarnos de planeta, llegará el momento, dentro de muchos miles de millones de años más, en que todo lo existente en este universo se apretujará en un agujero negro: el Big Crunch.  Y todos nosotros,  nuestra descendencia, nuestros carros, televisores, teléfonos celulares, casas, joyas y demás pertenencias que tanto nos afanamos por conseguir, quedarán, revueltos con los demás seres vivos, astros del universo y hasta los sellados del Apocalipsis, reducidos a la singularidad de un minúsculo punto de energía, donde cesará incluso la dimensión del tiempo: el final de los tiempos, literalmente.  Y ningún predicador, ni usted, ni yo, ni nadie existente o por existir, podrá hacer absolutamente nada al respecto.  Lo lamento.