martes, 16 de abril de 2013

EL GRAN INQUISIDOR


Informa El Espectador que la congregación Misión Paz a las Naciones, a través de su presidente, el pastor cristiano John Milton Rodríguez, firmó en 2010 un documento con el parlamentario Roy Barreras. A la luz de este documento, Barreras se comprometía a “no promover ni apoyar el matrimonio entre personas del mismo sexo, ni la adopción de niños por parte de estas parejas”. En contraprestación, Misión Paz a las Naciones  se comprometía a organizar reuniones para difundir la propuesta del parlamentario y a apoyarlo en el proceso de votación para las elecciones al Senado de marzo de 2010. No es un fenómeno inusual que las congregaciones religiosas en este país, con tal de sacar adelante sus ideas anacrónicas y sus intereses mezquinos, realicen este tipo de pactos, a los que poco les falta para ser con el diablo (nada más basta echar una ojeada a las informaciones acerca de la reciente muerte del esmeraldero Víctor Carranza).

Por otra parte, las últimas noticias indican que Roy Barreras, quien no es precisamente un modelo de lealtad, cumplirá con su pacto: ha anunciado que no apoyará el proyecto de ley del matrimonio igualitario propuesto por el senador Armando Benedetti. No sorprende: hay en juego muchos votos, factor decisivo en el criterio de muchos políticos. Con todo, sigue llamando la atención -a pesar de que es un hecho repetitivo- que en pleno siglo XXI amplios sectores de la sociedad colombiana, bajo la forma de guías espirituales, funcionarios públicos, dirigentes políticos, o jerarcas religiosos, continúen con su campaña de odio, oscurantista y excluyente, encaminada a malograr la vida de personas cuyo único delito es pensar y sentir diferente. Y que, además, la abrumadora mayoría de las veces lo hagan apoyados en los supuestos preceptos de un hombre cuyo discurso de hace veinte siglos consistía en fomentar todo lo contrario: el amor, la inclusión, la justicia.

Recuerdan estos guardianes de la moral al cuento El gran inquisidor, de Fedor Dostoievski, en el que, después de una venida no programada de Jesucristo a la tierra –concretamente en la Sevilla de la Inquisición-, el gran inquisidor de la ciudad encarcela a Jesucristo en uno de los calabozos del Santo Oficio. ¿Los cargos? Amenazar el status quo imperante (“¿Por qué has venido a molestarnos?”, le pregunta el inquisidor). Tal como en la realidad, la Iglesia del cuento se había dedicado, desde los mismísimos tiempos del emperador Constantino hasta el momento en que se desarrolla la historia, a "corregir" la obra de Jesucristo. De hecho, el gran inquisidor del cuento espeta a Jesucristo con una frase que tranquilamente podría salir de la boca de John Milton Rodríguez, el pastor que quiere gobernar en el fuero íntimo de otros sin más argumentos que su lamentable disfraz moral: “Y reinaremos en tu nombre, sin dejarte acercar a nosotros”.  (O de la boca de nuestro flamante procurador).

Y tal como el inquisidor del cuento, nuestros guardianes de la moral, con la aquiescencia de parte del pueblo colombiano, parecen estar convencidos de que la libertad es un don demasiado valioso como para permitírselo al hombre. Saben que la mayoría de la humanidad espera que le den un amo ante quien inclinarse; saben que hay seres humanos que, con tal de no tener que decidir nada, anhelan ser tratados como borregos de un rebaño. (Esas ideas, que aún hoy pretenden imponer en Colombia unos trogloditas que no tienen por faro de la civilización a Suecia sino a Yemen, hace ya siglo y medio le parecían medievales a Dostoievski). 

Lo peor es que, repito, esa dirigencia cavernícola goza del apoyo de una parte del pueblo colombiano que parece amar las cadenas mentales sobre todas las cosas. Porque, para ese pueblo enajenado, es más cómodo que sea, digamos, el Antiguo Testamento, un libro escrito hace miles años, el que decida qué es lo correcto y qué no, y no que sean ellos, homo sapiens dotados de cientos de miles de millones de neuronas, los que tengan que preguntarse qué clase de sabandijas del infierno son, que son capaces de arruinar la vida de otros sólo porque no piensan o sienten como ellos. Porque para ellos es más fácil que sea otro el que decida (el cura, el obispo, el papa), así ello implique que ese otro se arrogue las voluntades de toda una comunidad.

Por esa vocación de siervos mentales, a algunos colombianos les resulta tan fácil pensar que lo fácil es lo correcto; que una humanidad de una homogeneidad inverosímil es a la que debemos aspirar. Una humanidad insípida, pasteurizada, en la que todos tengamos los mismos gustos sexuales; una humanidad sumisa, aterrorizada, sin dilemas morales ni éticos. Un mundo feliz huxleyano en el que ya vengamos programados, y en el que cualquier disidencia al orden establecido deba sofocarse de inmediato. O, como dijo Estanislao Zuleta en su Elogio de la dificultad, un mundo en el que no se pueda “desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar”, sino  “un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor, y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo”. Un paraíso inventado, sin una Eva díscola que origine las tristezas y las dificultades sin las cuales nunca cobrarían sentido las alegrías y las  soluciones.

Y, ya que hablamos de paraísos y cadenas, cabe recordar aquí al poeta inglés que, en su obra El paraíso perdido, presenta nada menos que al diablo como un ser contestatario, amigo de la igualdad de derechos; un libertario capaz de cuestionar normas injustas y arbitrarias. Pero lo más irónico de todo, es que -como dijo Borges- a la realidad le gustan las simetrías, y esta vez ha querido que John Milton, el famoso poeta al que nos referimos, y cuya concepción de la maldad por antonomasia, en El paraíso perdido, coincide con la profesión de la igualdad y la libertad, sea homónimo de John Milton Rodríguez, el pastor inquisidor para quien hay hombres y mujeres inferiores que no son libres ni siquiera de decidir con quien quieren unir sus vidas. El mismo pastor que firmó el pacto con Roy Barreras.

Un pacto que más bien parece del diablo con el diablo.


@samrosacruz


jueves, 11 de abril de 2013

ESTAMPITAS Y PAJARITOS


Mucho nos hemos burlado los colombianos de la salida en falso del candidato presidencial de Venezuela, Nicolás Maduro, según la cual el fallecido presidente Chávez se le había aparecido en forma de pajarito chiquitito: “me silbó y me bendijo”, remató el loco de remate de Maduro. Sin embargo, hay que aclarar que Maduro no está solo en materia de epifanías zoológicas: hace poco, el periodista hípico David Papadopoulos afirmó que a él ya se le había aparecido el difunto presidente venezolano, pero en forma de caballo (será mejor no citar aquí las conjeturas que lo llevaron a semejante conclusión). A veces no se sabe si será mejor rebautizar al mandatario fallecido como “Manimal”, aquel personaje televisivo de la década de los ochenta.

Pero todo indica que los colombianos somos muy buenos para ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la viga en el propio, porque en medio de los cientos de chistes que circulan en las redes sociales, y que dan cuenta de la risible declaración de Maduro, es notoria la ausencia de fotomontajes que muestren, por ejemplo, a la Madre Laura ataviada con el uniforme de la selección colombiana de fútbol anotándole un gol de cabeza a su similar de Argentina. Al contrario: la misma emisora radial que ridiculizó la aviar conversión de Chávez, menos de una semana después se embarcó -junto a una poderosa cadena de supermercados- en una campaña a través de la cual se propone regalar dos millones de estampitas de la religiosa colombiana Laura Montoya –la Madre Laura-, cuya próxima canonización tiene esperanzados a muchos (“la primera santa colombiana”).

Es curioso que personas que encuentran absurdo que un ser humano pueda reencarnar en pájaro, estén convencidas de que el espíritu de una mujer fallecida hace 64 años pueda ejercer -como no sea a través de su ejemplo altruista- alguna influencia en nuestras vidas actuales. Personalmente no veo nada de malo en la venta de los 2700 libros biográficos de la futura santa incluidos en la campaña. Lo llamativo, en cambio, son las dos millones de estampitas mencionadas y unos cuantos miles de escapularios tipo manilla, cuyas funciones mágicas de amuletos de la suerte constituyen la única explicación de su existencia. Hecho que, por lo demás, en una charla radial matutina, fue dado a entender por los periodistas de la emisora y el presidente de la cadena de supermercados: esos objetos, según entendí, ayudarían a sus portadores a aprovechar oportunidades que, de lo contrario, se perderían.

Descartando el efecto placebo que un adminículo de esa naturaleza puede proporcionar a las mentes crédulas (aumento de la confianza en sí mismas, por ejemplo), y ateniéndonos sólo a las propiedades milagrosas que sugiere el entrelineado del discurso de los promotores de la campaña, cabe preguntarse cómo exactamente operaría la supuesta ventaja del portador del escapulario o  de la estampita. Es el mismo caso de los números de la suerte que el horóscopo suministra semanalmente: ¿alguien puede explicarme cuál es la gracia de que cada uno tenga su número de la suerte? ¿Cómo podrían ganar la lotería todos al mismo tiempo? O si no, ¿qué credibilidad tendría una asamblea mafiosa de astros que revela el número ganador a una sola persona y estafa con números equivocados al resto? ¿No equivaldría, acaso, a preguntarle la opinión al lotero o a escoger el número al azar? En ese orden de ideas, el dudoso argumento a favor -de que serán dos millones de estampitas las que regalarán (o sea muchísimas)-, en realidad constituye un enorme contrasentido en relación con la ventaja que se pretende conferir a sus portadores.

Igualmente, el hecho de que habrá muchos escapularios de la Madre Laura, implicará que, de ser yo un portador de éste, mi ventaja en –por ejemplo- una entrevista de trabajo se diluiría en la sopa de otros candidatos devotos de la Madre Laura, que seguramente también lo portarán y a los cuales me enfrentaré. La otra alternativa, la extorsión (“si no adquieres el objeto estarás en desventaja frente a los que sí lo hicieron”), sería la única explicación plausible en un país como este, en el que, así las cosas, serían mafiosos hasta los santos.

Obviamente, detrás de todo esto no hay más que una gigantesca operación comercial, apoyada en la ignorancia y superstición de un gran número de colombianos. De lo contrario, en armonía con la “gran generosidad” que los periodistas de la emisora atribuyeron a la cadena de supermercados, y en consonancia con el espíritu desprendido de la Madre Laura, el presidente de esta última organización habría podido anunciar que las estampitas se repartirían en las cajas registradoras de una cadena de supermercados de la competencia. Pero no: el bondadoso presidente de la cadena de supermercados, con una vocecita de monaguillo de pueblo, aclaró que las estampitas sólo se repartirán en –vaya sitio piadoso- las cajas registradoras de sus propios supermercados, a las que, además, habrá que acudir rápido, so pena de quedarse desamparado en este valle de lágrimas.

Supongo que, aún metiendo el ínfimo costo de fabricación de las estampitas de cartón, serán muchos los millones de pesos en utilidades derivados de las ventas oportunistas que harán las sucursales del supermercado a los fervorosos seguidores de la Madre Laura. Todo, absolutamente todo, para esas grandes corporaciones, incluso las íntimas supersticiones religiosas de la gente, termina convertido en el signo pesos.  

El despropósito de una santa que, por el simple hecho de ser paisanos suyos,  prefiere a un grupo de personas sobre otro -en el marco de una religión que presenta a su ser supremo como “un Dios infinitamente justo”- sería suficiente para que la colosal bellaquería del supermercado y la emisora fracasara estrepitosamente. Lamentablemente, lo más probable es que suceda todo lo contrario. El sueño de Kant, acerca del cambio de una humanidad manipulable e ignorante por otra intelectual e ilustrada, aún tendrá que esperar un poco. O, a juzgar por los sucesos de Colombia y Venezuela, tal vez mucho.

Tal como me lo dijo un pajarito.


@samrosacruz

MAR Y RÍO


Fui otra vez a la Batalla de Flores de los carnavales de Barranquilla en febrero pasado y era la misma vaina de hace 40 años, cuando fui la primera vez. Hacía siete años que no iba, pero, salvo tonterías como desde dónde uno la ve, o cuánto hay que pagar por verla –antes era gratis para todo el mundo-, el resto es idéntico a hace 40, 100 años: una infusión ciclónica que te catapulta el ánimo y te pone a ver al mundo -lo que pasó y dejó de pasar en él- desfilando frente a tus ojos en una bullaranga de disfraces y músicos que no tiene fin. Y de ron, por supuesto.

Ni siquiera en esta oportunidad hubo grandes aspavientos por el hecho de que este año se cumplen 200 años desde que se erigió en villa aquella aldea de transición entre las encopetadas Santa Marta y Cartagena: el origen plebeyo de las Barranquillas de San Nicolás no da para esas payasadas, a pesar de que, entre sus hijos devotos, haya payasos como yo que quieran rendirle los homenajes que nunca ha pedido, ni mucho menos necesitado.

Pero por muy payaso que sea, no voy a dármelas de romántico de tercera clase pretendiendo que Barranquilla no contrajo, en mala hora, la maldita enfermedad de los tiros, las puñaladas y los cretinos. Ahora se anda por ahí con miedo de toparse con un atarván  que ni siquiera sospecha el sideral despropósito de su propia existencia en el reino de la hospitalidad. Ahora los árabes, los italianos, los alemanes, los gringos, los santandereanos, los antioqueños, los judíos, y hasta los barranquilleros –que también los hay- andamos temerosos de que aquí, donde se vive “la perfecta negación del nacionalismo”, nos sintamos forasteros en una ciudad que amenaza con ser de nadie pero que en realidad es de todos.

Porque si bien Barranquilla era protagonista, hace treinta años, de algunos de los crímenes más macabros y sombríos de que se tengan noticia en la historia nacional –muchas veces, paradójicamente, en medio de la tromba delirante  de los carnavales-, éstos eran, más que el pan de cada día de hoy, el recordatorio que la vida le hacía a una ciudad feliz que ella también, como todas las grandes ciudades, era el espejo de la Babilonia bíblica, condenada a pagar por pecados heredados desde el principio de los tiempos.

Pero al lado de esos crímenes estaban los prodigios de La Troja, con sus bailasolos tirando paso, y su picós a decibeles inverosímiles tocando la mejor salsa del planeta; del Country Club, con sus bailarines de culo motorizado siguiendo el ritmo frenético de Los Vecinos de Nueva York; de las cumbiambas poniendo a danzar con el balón, en el Romelio Martínez, a los cumbiamberos de “La bruja” Verón, Dida y Fernando Fiorillo; de la caseta La Clave, donde cuatro compadres pagaban los ahorros de todo un año por ver a Diomedes Díaz y naturalizar a Celia Cruz. Y de Shakira, bailando, desde ese entonces, como una licuadora en el corral infantil de su casa del barrio El Paraíso.

Así era esa Barranquilla, descendiente de aquella otra Barranquilla –la misma en realidad- que reflejaba en su espejo favorito –“el vasto horizonte del río grande de la Magdalena”- las imágenes deslumbrantes construidas por los inmortales del Grupo de Barranquilla; la misma del “Nene feroz”, que convirtió un granero en el bar más culto de La Tierra; la del papá de las artes plásticas en Colombia,  Alejandro Obregón, con “sus ojos diáfanos de corsario que hacían suspirar a los maricas del mercado”, la de Julio Mario Santodomingo, el hijo del fundador de la aviación en América  y  a la vez el único escritor que ya era millonario antes de escribir su único cuento. La de Germán Vargas.

Y,claro, la de Gabriel García Márquez, el barranquillero más barranquillero de todos, demostrado en el hecho de que no nació aquí, pero que vio la trashumancia de la estatua del Almirante de la Mar Océana buscando un destino de consuelo en el fragor de las calles borboritantes de calor; que vio los conciertos de Bellas Artes, los crápulas de la Calle del Crimen, las conferencias de la Sociedad de Mejoras Públicas, los vaporinos llegando a los burdeles poblados de tortugas y alcaravanes de Pilar Ternera, la temporada de la Fábregas en el teatro Apolo. Que almorzó en el Chop Suey, que comió fritos en La Tiendecita, que se emborrachó a muerte en Los Almendros, que oyó los embustes de los cazadores mitómanos de La Cuevay que caminó por lo que había sido la Calle Ancha, después el Camellón Abello, mucho después el Paseo Colón, y ya en su tiempo el Paseo Bolívar. Que se tomó un par de Coca Colas con Don Ramón Vinyes en un café de la calle de San Blas,  que amenazó a uno de sus personajes con ser atropellado por el trenecito de juguete del muelle marítimo más largo del mundo.

El mismo Gabo que puso en la mente del universo, sin mencionarla,  a una ciudad que, quiéranlo o no, terminará por domesticar a las fieras de navaja y a los políticos parásitos que, por más que traten, nunca la dañarán; una ciudad que lo único que espera son las brisas que llegan en diciembre; una ciudad, maestro Gabo, que tiene un mar que no es el de tus cuentos perdidos, y que tiene un río que no es ese río revuelto de Heráclito que simplemente transcurre hacia la monotonía de la muerte, sino que es el mismo torrente de bacanería de siempre, en el que Nelson Pinedo pensó que podía irse pa' La Habana y no volver más; una ciudad que es la madre que acogió como a un hijo propio a Joe Arroyo, ese genio insuperable de la música. Una ciudad en la que, como dijo Alfonso Fuenmayor, el que pegue la primera trompada ya perdió, y en la que, por lo tanto, la única batalla gloriosa se libra con flores y maicena. Una ciudad que, a pesar de todo, es la misma de hace 30, 50, 100, 200 años. Una ciudad hermosa.

Mi Barranquilla hermosa.

jueves, 4 de abril de 2013

ROBIN HOOD ATRAVIESA EL ESPEJO


Se les debe estar haciendo la boca agua a las grandes farmacéuticas. Obama acaba de anunciar que su gobierno financiará un proyecto que dibujará el mapa del cerebro humano (Investigación Cerebral mediante Neurotecnologías Innovadoras de Vanguardia [BRAIN, por sus siglas en inglés]). A través de la Agencia de Proyectos para la Investigación en Defensa (DARPA), de la Fundación Nacional para la Ciencia, y del Instituto Nacional de Salud (NIH), Estados Unidos invertirá la bobadita de cien millones de dólares en investigaciones.

Después de equiparar el proyecto con la conquista del espacio, Obama recordó que otra gesta de esas dimensiones -la decodificación del genoma humano- trajo increíbles beneficios al país del norte: “Por cada dólar que invertimos en su momento en hacer el mapa del genoma humano recibimos de vuelta 140 para nuestra economía”.

Bien. Después de esa mediocre introducción reporteril de mi parte, llega el turno de preguntar cuántos de esos 140 dólares, que retornaron a la economía estadounidense, fueron a parar al público en general y cuántos a la caja registradora de las grandes corporaciones farmacéuticas. Porque, según agudos analistas, de eso se trata el asunto desde que -durante 40 años- se ha seguido el modelo neoliberal (primero en Estados Unidos y después –impuesto- en casi todo el mundo): se trata de que sean los contribuyentes los que financien los estudios, para que sean las grandes corporaciones las que capitalicen los resultados: la famosa fórmula de socializar la pérdidas y privatizar las ganancias.
Ese modelo económico, junto con otros elementos que lo componen, ha recibido el nombre de “plutonomía”; fenómeno por medio del cual el crecimiento de la economía está “alimentado y consumido en gran medida por la minoría acaudalada”, en palabras de Noam Chomsky. Plutonomía que resulta en la -ya proverbial- brecha cada vez mayor entre los súper ricos y el resto de la población. Porque incluso el hecho de que una creación –en este caso el plano del cerebro- sea estadounidense, no implica que las enormes ventas que de allí se deriven beneficiarán con más empleo a trabajadores gringos, puesto que –para aumentar aún más las ganancias de las grandes corporaciones- gran parte de esa creación se industrializará en otra parte, donde los costos sean menores (y desde dónde, después, será comercializada a precios de monopolio, gracias a los tratados de libre comercio -suscritos a diestra y siniestra- que blindan las patentes).
No obstante, si bien este proyecto forrará de billetes a unos pocos, al menos también hará la vida más llevadera a millones de enfermos de Alzhéimer y a sus familias. Otras iniciativas, en cambio, son más ambiciosas y –también- mucho más mezquinas. Según Chomsky, el periódico The Wall Street Journal registró hace un tiempo una propuesta -como una medida desesperada para contrarrestar el calentamiento global- que se sirve del uso de la “geoingeniería”.

Averigüé que, gracias a esa ciencia, estaríamos en capacidad de “enfriar” al planeta, utilizando, por ejemplo, aviones jet que dispersarían químicos en la atmósfera (partículas de sulfatos) que, a su vez, actuarían como “bloqueadores solares”. Haciendo caso omiso de los posibles efectos colaterales de tal medida –aumento de casos de cáncer de piel en humanos, trastornos impredecibles en los ciclos de lluvias-, cabría preguntarse: ¿cuánto costaría llevar a cabo tan formidable empresa? ¿Quién pagaría? ¿A quiénes beneficiaría?
No hay que ser un brujo para adivinarlo: costaría una montaña de dinero; la que seguramente pagarían los contribuyentes de Estados Unidos y de otros países participantes en el proyecto. Y beneficiaría, obviamente, a las perversas corporaciones de siempre, que así podrían seguir sacándole las tripas al planeta para seguir enriqueciéndose (y para calmar las vanidades arribistas de una población convencida –por esas mismas corporaciones- de necesitar artículos en su mayoría absolutamente superfluos).
Lo peor es que, encima de todo, esas mismas corporaciones sacarán pecho cuando, una vez realizado el gasto grande por el Estado (por los contribuyentes), se embarquen en el proyecto y se llenen la boca por medio de estrategias propagandísticas, que las presentarán como las adalides de la conciencia ecológica planetaria; como las grandes salvadoras de La Tierra y sus habitantes. “El pirómano ofrece su manguera”, habría dicho Fernando Savater.
Puse el ejemplo de Estados Unidos, pero, en realidad, esto ocurre en todo el mundo. La dictadura de las corporaciones ha convertido al político contemporáneo en un títere, al que, en esta función específica, le corresponde el papel de un Robin Hood que atraviesa el espejo –donde todo ocurre al revés- y se dedica a robarle sistemáticamente a los pobres para darle a los ricos (en Colombia, que no podía estar por fuera de una situación así, tenemos el aberrante caso de Agro Ingreso Seguro).
Pero, repito, al menos esta vez el truco financiero-comercial, casi con seguridad, derivará en drogas y tratamientos que harán más llevadera la vida de millones de seres humanos víctimas de Alzhéimer. Así que en esta oportunidad le daré el beneficio de la duda a Obama, quien, quizás cansado de la insensatez surrealista que domina al mundo –o tal vez pensando en su propio futuro-, pudo haberse conmovido con una reflexión que circula por estos días en la red, y que se atribuye a J.M. G. Le Clézio -Nobel de literatura 2008–: “En el mundo actual, se está invirtiendo cinco veces más en medicamentos para la virilidad masculina y silicona para mujeres que en la cura del Alzhéimer. De aquí a algunos años, tendremos viejas de tetas grandes y viejos con pene duro, pero ninguno de ellos se acordará para que sirven”.

@samrosacruz

EL CUENTO DEL GALLO CAPÓN


Quería contarles hoy el cuento del gallo capón; aquel cuento caribe en el que el narrador preguntaba a un grupo que si querían oír el cuento del gallo capón, y cuando la concurrencia contestaba que sí, él les decía que no les había pedido que dijeran que sí, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando la concurrencia contestaba que no, se repetía la misma fórmula (que él no les había pedido que dijeran que no, sino que si querían que…). Y así hasta el infinito. Pero eso lo cuenta mejor García Márquez en Cien años de soledad. Más bien, les cuento este otro cuento del gallo capón que ha sido la historia de nuestro país desde siempre, en el que las preguntas se repiten una y otra vez mientras que a quienes las formulan no les interesan las respuestas, sino imponer un cuento intolerante que no se termina de contar nunca.

Oía esta mañana una entrevista radial en la que Juan Guillermo Ríos -aquel famoso presentador de noticias de principios de los ochentas- recordaba cómo sus pequeños comentarios editoriales -que hacía entre noticia y noticia- le significaron al noticiero para el cual trabajaba -por presiones de la Andi, presidida a la sazón por Fabio Echeverri Correa- el boicot de la clase empresarial colombiana. Las ideas presuntamente izquierdosas de Ríos no gustaban. Y fue silenciado (se vio obligado a renunciar por sustracción de materia comercial: le cancelaron la pauta publicitaria). Fue silenciado tal como lo fue Gaitán treinta años antes que él –ciertamente por métodos menos diplomáticos-. Y como lo fue Uribe Uribe treinta años antes que Gaitán. Aquí quien dice lo que no debe, quien da la respuesta equivocada sobre el gallo capón, simplemente es eliminado. Un par de anécdotas más -sobre el grupo Grancolombiano, y sobre la revista Semana- redondearon el tema tratado en la emisora.
Mucho después del asunto Ríos, durante el largo mandato de Álvaro Uribe (originado en el cambio de “un articulito”, propuesto por -oh sorpresa- Fabio Echeverri Correa), y por cuenta de la generación espontánea de ultrapatriotas que se originó en la sublimación mesiánica del presidente, el fenómeno de la respuesta equivocada alcanzó incluso al ciudadano común (aún en sus propias esferas sociales, último refugio de la libertad de expresión). Esos ocho años de histeria nacionalista hicieron que se “vaciara de sentido” la democracia -para ponerlo en palabras de Umberto Eco-. Consecuencia, esto último, de “una nueva forma de censura: el silencio o la reticencia por temor a un linchamiento mediático”. Sí: por aquellas calendas sólo unos pocos temerarios se atrevían a disentir de lo que Uribe decretara o declarara: eran los únicos que no caían en el (sigo con Eco) “chantaje moral”; en el miedo a que el gobierno –o el coro que de éste hacían los medios y los “patriotas” del común- los reprobase, o los tildase de aliados de los terroristas.
Y gracias a que no vivió para ver ese manicomio de locos furiosos en que se convirtió Colombia entre 2002 y 2010, el irreverente Jaime Garzón es hoy, paradójicamente, reverenciado por todos los colombianos. Sus irreverencias al Establecimiento y sus ideas -también presuntamente izquierdosas- tal vez no hubieran caído tan bien durante el Uribato. No obstante, otros censores más impacientes, y dotados de armas menos sutiles que un simple boicot comercial, se encargaron de juzgarlo bajo la Omertá colombiana (mucho más eficaz que la siciliana). Puesto así, Juan Guillermo Ríos salió por las buenas de su noticiero.

Lo irónico es que esos que censuraron definitivamente a Garzón –Carlos Castaño y sus secuaces- son los mismos que protagonizan la serie televisiva que hoy, a partir de la misma intolerancia mostrada por los jefes paramilitares de la serie, pretendemos silenciar con el mismo terrorismo comercial que, en este país del gallo capón, calló a Juan Guillermo Ríos hace treinta años. Y no es que yo defienda la glorificación de los “malos”, sino que defiendo el sagrado derecho a la libre expresión: si alguien tiene su particular versión de la historia reciente de nuestro país, no importa si lo hace de la manera más ramplona posible, debe tener ese derecho de mostrarla, si quiere, en televisión, sin que la resistencia de quienes disienten vaya más allá de una torva opinión contraria o del cambio de canal.
Hay, claro, otras consideraciones. Alguien hablaba de la “revictimización”; de los estigmas; de los familiares aún con vida de las víctimas y de todo el daño que la serie podría acarrearles. Aún así, no estoy de acuerdo. Siguiendo esa lógica, no hubiera podido hacerse ninguna de las miles de películas que, año tras año, desde hace más de medio siglo, han mostrado el holocausto perpetrado por los nazis (máxime cuando todavía andan por el mundo familiares de las víctimas e, incluso, víctimas propiamente dichas de ese horror). Por otro lado, el hecho de que la serie colombiana muestre que algunas personas fueron asesinadas por sus ideas, y no por actos delictivos, debería ser, en otro país menos intolerante, un bálsamo de alivio para sus familiares, y no un estigma. Finalmente, no me imagino en la Alemania actual la censura de, digamos, La lista de Schindler, por mucho que allí se muestre a oficiales nazis practicando tiro al blanco con los prisioneros de los campos de concentración. Supongo que alguna reflexión quedará de todo eso.

Lo que encontramos aquí en Colombia, en cambio, es a empresas oportunistas que quieren pasar por dechados de prudencia y sabiduría retirando la pauta de un programa cuyo contenido –haciendo gala de un curioso misticismo- no se dignaron a revisar antes. Y, también, a grupos de indignados de teclado, que, llevados por la moda del momento, y como cotorras cibernéticas, escriben su indignación en dispositivos fabricados en China, muchas veces por niños obreros que trabajan en condiciones –prácticamente- de esclavitud (¿por qué no convocamos, a través de Facebook, una quema general de I Phones? La indignación quizás no llegue hasta allá).
Repito: no defiendo a la serie. Ni siquiera la veo, porque, entre otras cosas, detesto las porquerías de producciones colombianas. Pero ello no implica que promueva –ni apoye- una censura de esas características. A mí, que odio el reggaetón con toda mi alma, en el colmo de la desesperación, a veces me encantaría disfrazar a Daddy Yankee de guerrillero y presentarlo luego como una baja de combate. Pero entonces no sería yo, sino que sería un criminal con todas sus letras. Y prefiero seguir aguantándome lo que no me gusta y desahogándome haciendo lo que me gusta: escribir.
Ahora sí: ¿quieren que les cuente el cuento del gallo capón?
@samrosacruz

sábado, 16 de marzo de 2013

EL TERCER CHÁVEZ


En la frase final de su crónica sobre Chávez, García Márquez duda de si habló con el futuro salvador de Venezuela (era enero de 1999) o simplemente con un déspota más, que se agregaría a la larga lista de déspotas de la historia. Tal vez no habló con ninguno de los dos. Los déspotas –con contadas excepciones, que hacen parte de otra lista menos obvia- no son queridos por sus pueblos. Son temidos y odiados. Y ese no fue (por lo menos en un grueso sector popular) el caso de Chávez: la marea humana de sus funerales lo confirma.
Por otro lado, tampoco fue el salvador de Venezuela, así el supuesto (supuesto por él mismo) sucesor de García Márquez, en dos artículos recientes, se haya empeñado en tratar de convencernos de tamaño despropósito.
Entre las curiosas defensas que William Ospina hace de Chávez, figura una en la que resalta su carácter pacífico -basada en el hecho de que su frustrado intento por acceder al poder mediante métodos violentos le permitió, después, un ascenso regular en las urnas-. Lo que, sin duda, pasa por alto el agudo análisis de Ospina, es que tal circunstancia se debió principalmente a la mala fortuna, más no a dudosas convicciones pacifistas del coronel golpista. A renglón seguido, Ospina disculpa el hecho de que Chávez no haya “sembrado el petróleo” (que no haya invertido en desarrollo las descomunales ganancias de la venta del crudo durante sus catorce años de mandato –dilapidadas en paternalismos y quijotescas empresas-), con el argumento de que la antigua clase política tampoco lo hizo durante cincuenta años. Sin mencionar que el precio del petróleo se multiplicó por diez, justo cuando Chávez llegó al poder, no hay que ser un genio para saber que una política mala no pasa a ser buena por el simple hecho de que haya otras peores: la industria venezolana, de todos modos, está en ruinas. Igual reflexión puede hacerse en otra de las “defensas” que Ospina hace de Chávez: le celebra nada menos que, contrario a la traición de Francia y Gran Bretaña, haya permanecido fiel -hasta la muerte- en su amistad con el genocida de Gadafi. Finalmente, con la afirmación de que Chávez incorporó al pueblo a la “leyenda nacional”, y de que ganó muchas elecciones, lo gradúa de fundador de la “democracia del siglo XXI”.
Qué falacia monumental.
Confraternizar con el pueblo y ganar elecciones no son condiciones suficientes para calificar de demócrata a nadie. Ni siquiera dichas condiciones, forzosamente, hacen mejores sociedades. Adelantándome a la ley de Godwin, que suele darse más que todo en los foros de abajo, me permito recordar que lo mismo puede decirse de nadie más y de nada menos que de Hitler y del partido Nazi.
Pero esa no es la única coincidencia entre Hitler y Chávez, quien, a manera de insulto, tachaba de fascistas a sus adversarios. Despachando rápidamente los hechos circunstanciales de que los dos –militares y carismáticos ellos-, fueron encarcelados por golpes de Estado malogrados, de su permanente invocación a próceres de la “patria” y a momentos mejores de “sus” gloriosas naciones (Bismarck y el Reich el uno; Bolívar y laGran Colombia el otro), y de la condescendencia que mostraban con la gran masa, al hablarles en una jerga de no iniciados sobre los grandes problemas de la “patria”, descontando eso, es posible advertir otras similitudes mucho más inquietantes.

El odio a los intrusos, la segregación, y los chivos expiatorios (elementos tan característicos de los regímenes fascistas), son unas de ellas. Para no hablar del compartido antisemitismo entre ambos (“Maldito seas, Estado de Israel”, vociferó Chávez en una ocasión), recordemos que Chávez no desperdiciaba la oportunidad para satanizar a sus principales clientes, los estadounidenses. De hecho, Maduro, su heredero, acaba de emularlo, expulsando, él también, a los representantes diplomáticos de Estados Unidos, con la risible excusa del complot de la enfermedad de Chávez.
El “complot” -dicho sea de paso- es otro de los recursos predilectos de los fascistas para enardecer –y así controlar- a las masas: Hitler veía uno colosal en el gran capital internacional. Chávez también. Y probablemente haya sido cierto. Pero, el hecho de que así haya sido (recordemos que el hecho ser paranoico no implica la ausencia de persecución), no justifica la infame manipulación.
No sé si, a esta alturas, sea necesario mencionar las arbitrariedades, las expropiaciones, el amordazamiento a la prensa, la perpetuación en el poder, la constante invocación de la “patria” como aglutinante contra los “traidores”, el nacionalismo, la obsesión por conformar una gran nación (en el caso de Chávez, de una gran América Latina, pero mangoneada por él y por su poderosa chequera), el culto al heroísmo y la muerte (lástima que se embolató el embalsamamiento de Chávez), y otras sutilezas por el estilo, que también compartieron ideológica y ejecutivamente.
Capítulo aparte merece el hábil manejo que de los medios masivos de comunicación hicieron, y que tanto los favoreció. La “dictadura mediática”, como bien lo definió Umberto Eco (“…para dar un golpe de Estado ha dejado de ser necesario formar los tanques, basta con ocupar las estaciones radiotelevisivas…”), fue una de las claves del régimen de Chávez después de su fracaso golpista. La preponderancia de la TV sobre los periódicos en la opinión de la gran masa –que acertadamente ha observado Eco en sus estudios acerca de tendencias contemporáneas-, fue olfateada astutamente por Chávez; con lo cual, sólo le bastaba con hacer sus shows de canto y repartijas en los interminables Aló Presidente para garantizar su carácter mesiánico (Maduro, por cierto, acaba de tomarse el canal televisivoGlobovisión, último bastión opositor).

Una verdadera democracia –del siglo XXI, o de cualquier otro- no se hace así. Se hace con el cumplimiento de unas leyes de corte social, progresista y respetuoso e incluyente de todas las otredades que componen a cualquier sociedad. Unas leyes que midan con el mismo rasero a todo el mundo. Unas leyes que garanticen poder disentir del Establishment y ejercer una total libertad de prensa.

La muerte prematura de Chávez no lo absuelve de sus responsabilidades; ni, mucho menos, lo hace un santo (¿y si Hitler hubiese muerto de un difuso cáncer de cadera en 1939, antes de la invasión a Polonia?). La muerte prematura de Chávez no lo hace nada. Lo que lo hizo algo fueron sus acciones, tan alejadas de las de un salvador como de las de un déspota más. Él no fue un déspota más (como Hitler tampoco lo fue). Él fue el tercer Chávez; el que no estuvo con los otros dos Chávez que hablaron con García Márquez en el avión. El Chávez adorado por gran parte de su pueblo, a costa de la descarada vulneración de los derechos de la otra parte: el Chávez fascista.
Disgústele a quien le disguste.
@samrosacruz

EL CORONEL EN SU LABERINTO


Muere Chávez y empieza la rebatiña por el poder. Por el poder y por el gran billetón que está en juego: nada menos que el enorme presupuesto nacional venezolano, alimentado por el barril sin fondo de PDVSA: los petrobolos. Pero no es precisamente la oposición venezolana –sumida en un resignado silencio frente a la colosal demostración de popularidad del caudillo fallecido- la principal protagonista de las intrigas, sino el chavismo sobreviviente; sus luchas intestinas por arrancar, mientras llegan las nuevas elecciones que ordena la constitución, cada cual un pedazo más grande del aceitoso pastel; su maquiavélica lucha por continuar detentando, después de las elecciones, el cuchillo que corta y reparte.
Y para eso se han valido de todo. Aprovechando la naturaleza de la masa –que mientras más numerosa más ignorante-, han hecho correr la especie de que un enigmático complot internacional de opositores es la causa última de la muerte de Chávez. Y lo han hecho –coincidencialmente- horas antes de reconocer oficialmente el deceso del presidente. La inoculación a control remoto del cáncer etéreo que padeció el coronel fue la mejor ocurrencia que tuvo el equipo de estrategas del chavismo, convencido, como está, de que su trabajo no merece grandes esfuerzos, puesto que una turba, inculta hasta lo medieval, es capaz de tragarse cualquier historia. Como efectivamente sucedió.
Al incluir en la conspiración al Satanás norteamericano, apelaron a la alta autoridad del nacionalismo –sacrosanta para todo buen colombiano, pero también importante para el venezolano del común-; y con ello garantizaron que apareciera en escena el no tan pequeño borrego que todos llevamos dentro. Los gritos, los berridos, las consignas y la demente feria de manifestaciones en las redes sociales -que ha desatado la luctuosa noticia-, no han pasado de ser un monumento al disparate. Maduro y sus secuaces, mientras tanto, ni siquiera se molestan en aclarar a qué se referían con sus gaseosas afirmaciones, apenas sugeridas por el propio Chávez tiempo atrás (ah, las delicias de gobernar una república donde el petróleo se encuentra debajo de cualquier mata de banano).
Y mientras la piñata pública la rompen a palazo limpio Maduro y Diosdado, supongo que la privada –la fortuna personal de Hugo Chávez, que algunos medios estiman en la bicoca de dos mil millones de dólares- debe ser objeto de garrotazos no menos salvajes por parte de su familia, incluyendo a la joyita de su hermano: la humanidad es así, qué se le va a hacer.
A todas estas, Chávez, quién ya en la caja negra creo que más nada se lleve, seguramente, al presentir ayer la prisa sin corazón del reloj desbocado hacia la cita ineluctable del 5 de marzo a las cuatro y veinticinco minutos de su tarde final, y mientras sus deudos se repartían sus rojos ropajes y sus caudalosos bienes, debió pensar que el poder para qué, si el único para qué que al final importa es la vida misma: “no quiero morir, por favor no me dejen morir”, fueron las últimas palabras silenciosas del comandante supremo, ante cuyas órdenes inapelables se rebelaron las insolentes, indomables, células malignas.

Él, quien, al contrario de Simón Bolívar, su mentor, su luz tutelar, sí tenía la felicidad de creer en la vida del otro mundo (“Sigo aferrado a Cristo y confiado en mis médicos y enfermeras. ¡Hasta la victoria siempre! ¡Viviremos y venceremos!“, fue el último trino en la vida de @chavezcandanga), de todos modos debió preguntarse, tal como el Libertador, en la clarividencia de sus vísperas, que ¡carajos!, que cómo voy a salir de este laberinto.

Porque seguramente, como a todos nos pasará en nuestros propios laberintos, se encontró en los interminables vericuetos a Carlos Andrés Pérez; a George Bush, con su característico olor a azufre; a Álvaro Uribe, a Fidel Castro, a Rafael Correa, a su nuevo mejor amigo, al Imperio del Mal, a Henrique Capriles, a la victoria de mierda de los otros, a la victoria de mierda de él mismo, a las masas manipuladas, al líder embalsamado, a Marx, a Lenin; a Obama, que buscaba votos atacándolo a él; a él, que busca votos atacando a Obama; a Mr. Danger, al burro. Y en ese momento tal vez se dio cuenta, como también todos nosotros nos daremos cuenta algún día, de que nada de eso importa; de que después de estar lidiando con tantas mezquindades y odios en la vida, con tantas maquinaciones de dinero y poder, con tantos nacionalismos y partidismos estúpidos, lo más valioso que tendremos al final serán los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volverá a repetirse.
@samrosacruz

MEDELLÍN Y SU MODA


No hay que bajar mucho en una lista de diez estrategias de manipulación mediática que circula por la red -y que es atribuida al prestigioso lingüista y analista político Noam Chomsky- para que los colombianos nos encontremos a nosotros mismos allí. De hecho, no hay que bajar: la primera de dichas estrategias, con las que los poderosos siguen siendo poderosos, a costa de la opresión de la gran masa, se llama la estrategia de la distracción. Y consiste en “desviar la atención del público de los problemas importantes y de los cambios decididos por las élites políticas y económicas, mediante la técnica del diluvio o inundación de continuas distracciones y de informaciones insignificantes”; en “impedir al público interesarse por los conocimientos esenciales, en el área de la ciencia, la economía, la psicología, la neurobiología y la cibernética”.

El diluvio de tonterías con que nos bombardean a diario los lamentables medios de este país, presentó esta semana (hoy) un verdadero chaparrón chovinista, con aquello de la elección de Medellín como “ciudad más innovadora del mundo”. No voy a decir aquí que la innovación sea mala (tampoco es buena per se: si no preguntémosle a los genios criminales de los que estamos rodeados); no es mala sobre todo si se da para mejorar la calidad de vida general respetando el medio ambiente, como parece ser el caso de Medellín. Y el premio tampoco es malo, sino que las cosas hay que ponerlas en su debido contexto. Y en este caso no se ha hecho eso.

Por un lado, si bien “el aporte de empresas públicas de Medellín a la educación y al mejoramiento de la innovación, el transporte público, el parque explora, el jardín botánico, el sistema metro…” fueron algunos de los factores por los que postularon a la ciudad, hay que ver hasta dónde los “combos armados” y la “industria criminal conformada por los narcos”, en palabras del columnista paisa Pascual Gaviria –elementos que, según él, “desbordan siempre a las administraciones locales”-, permiten que esos factores beneficien a toda la población de Medellín, y no sólo a unos cuantos privilegiados. La escalera eléctrica de la comuna 13, por ejemplo, fue otro de los componentes que vieron los organizadores del concurso al momento de considerar las postulaciones. Sin embargo, tal como escribí en un artículo anterior (ver http://www.kienyke.com/kien-bloguea/gomorra/), y cómo lo reconoció el mismísimo presidente del Concejo de Medellín, aún antes de terminarse la obra ya el usufructo de la escalera estaba en poder de la mafia (que, dicho sea de paso, también tiene su propia versión de la innovación).
Por otro lado, el tal concurso que según una influyente emisora “nos puso (a los colombianos) en la primera plana del mundo”, es la gran noticia en Colombia hoy, que Medellín lo ganó (no sé en qué recoveco del Wall Street Journal publicaron eso; yo no lo encontré por más que lo busqué). Pero estoy seguro de que se cuentan con los dedos de la mano las personas que sabían de su existencia. ¿O acaso alguien sabe cuál fue la ciudad ganadora la última vez?

Finalmente, y aunque hay un indudable mérito en la selección inicial, los últimos finalistas del concurso -y el ganador- se decidieron a través de votaciones masivas en la red. Lo que convierte al concurso en uno de convocatorias, más que en uno de innovaciones; y, obviamente, en uno con mayor probabilidad de ser ganado por una ciudad perteneciente a un país novelero y estúpido como este, que por ciudades a cuyos ciudadanos les importan un pito esas pendejadas (Medellín más innovadora que Nueva York: hágame el maldito favor).
Y precisamente ahí es donde está el quid del asunto: en que la alianza criminal de medios y plutocracia de este país anda constantemente revolando en cuadro, a la caza de victorias de pacotilla que pongan al pueblo a brincar en una pata, y emborracharse a muerte en medio de insufribles declaraciones de amor patriótico y regional. Lo que, a su vez, hace que a ese mismo pueblo se le olviden, por decir algo, los intereses de usura que debe pagarle al banco (técnicamente, según la ley –que la hacen los poderosos mientras el pueblo se embrutece con realities shows-, no es usura; pero cuando un banco capta al 5% de interés efectivo anual y presta a más arriba del 30%, ¿eso cómo se llama?). Y en medio de toda esa ebriedad de gloria barata, los medios nos embuten dos o tres entrevistas a prohombres que supuestamente han contribuido a esas victorias de hojalata, pero que en realidad no son otra cosa que unos usureros, ladrones y estafadores del gran carajo.
El caso es que a las convocatorias de imbecilidades acudimos raudos (no nos gana nadie apretando botones frente a un computador, a ver si el que sale es John Freddy o Marelvis del reality de turno), pero mostramos la más grande apatía (esa sí) del mundo cuando la convocatoria es para acabar con las criminales clases política y empresarial que nos han oprimido proverbialmente. Y nos sentimos orgullosos de ello. Debe ser porque –bajando un poco más en la lista de estrategias que cité al principio, cuyo origen incierto no le quita lo agudo de sus observaciones- los dirigentes tienen clarísimo que deben “promover al público a creer que es moda el hecho de ser estúpido, vulgar e inculto”.
Y, en este país, siempre rezagado en todo lo demás, esa es la única moda que nos ha llegado primero.
@samrosacruz
Vínculos:http://www.elespectador.com/opinion/columna-407089-el-tiempo-perdido

jueves, 21 de febrero de 2013

EL SUCESOR DE PABLO


Se va –renuncia- “el sucesor de Pedro” y pone patas arriba (más patas arriba) a una de las instituciones más antiguas y poderosas del planeta: la Iglesia Católica. Las especulaciones sobre los motivos de su abdicación no se han hecho esperar; y van desde su confesa incapacidad para cumplir sus funciones -no únicamente por su avanzada edad-, pasando por mundanos motivos de vanidad, por otros más mundanos que implican corrupción y relaciones con nada menos que la Cosa Nostra, y terminando, como siempre en casos como este -en los que se busca el mayor escándalo posible- en otros que involucran tejemanejes homosexuales de alcoba: líos de sotanas.

Pero atengámonos a los motivos expresados por él mismo: “ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”. Ya no tiene fuerzas, al parecer, para ejercer el ministerio, pero es innegable que, irónicamente, Benedicto XVI guarda una asombrosa coherencia con la persona de Pedro, el apóstol en quien Jesús confío la edificación de su iglesia. Porque ante las “divisiones en el cuerpo eclesial”, que el mismo Benedicto denunció en la misa del Miércoles de Ceniza, y que serían causales de su renuncia -adicionales a los de su edad-, su actitud timorata recuerda a la asumida por el apóstol Pedro en su indecisión entre el cumplimiento de la ley mosaica y la difusión del cristianismo allende las fronteras del judaísmo.

En efecto, Pedro, después de transgredir la ley al cenar con el centurión Cornelio (un gentil), y de conseguir un gran logro al convencer al resto de cristianos (apegados a los mandatos de Moisés) de que la división de alimentos -entre puros e impuros- no sería importante en adelante, su comportamiento se tornó pusilánime ante Santiago, otra de las poderosas cabezas del cristianismo primitivo: Gálatas 2.12. “Pues antes de venir algunos de los de Santiago, comía con gentiles; pero en cuanto aquéllos llegaron, se retraía y apartaba, por miedo a los de la circuncisión”.

Contrasta el comportamiento de Pedro, y de su último sucesor, con el del apóstol Saulo (Pablo), el inicialmente perseguidor de cristianos. Pablo, a su llegada a Pafos (Chipre), como parte de uno de sus viajes misioneros, se enfrascó en una discusión sobre judaísmo con el llamado falso profeta: Bar-Jesús. El procónsul romano del lugar, Sergio Pablo, al parecer se interesaba por la religión judía, y tenía a Bar-Jesús como consejero en la materia. Sergio Pablo quedó tan impresionado con la disertación de Pablo acerca del carácter mesiánico de Jesús (el de Galilea), que se convirtió instantáneamente al cristianismo, a pesar de que nunca se convirtió al judaísmo y de que conservó su condición de incircunciso.

Y contrasta porque, una vez lograda sin tantas condiciones la conversión de un gentil, Pablo no sólo siguió convirtiendo gentiles en Perge, Pisidia y las siguientes ciudades de su viaje, sino que enfrentó con tal temeridad a los ortodoxos judíos que encontraba a su paso, que fue lapidado casi hasta la muerte en Listra, después de lo cual, en el Concilio de Jerusalén, encaró a Santiago y los suyos, imponiendo su punto de vista acerca de las conversiones universales: Hechos 15.2. “y tras un enfrentamiento y altercado no pequeño por parte de Pablo y de Bernabé contra ellos…” 

Pedro, hasta entonces, y a pesar de que en ese mismo concilio apoyó tal posición, se había limitado a dejar el trabajo sucio a Pablo. Situación que, en adelante, según el relato de los Hechos de los Apóstoles, permaneció invariable, porque Pedro, aparte de tradiciones tardías acerca de su crucifixión invertida en Roma, pierde la importancia que había tenido en los cuatro evangelios. Importancia que recae entonces en Pablo, quien realiza otros viajes misioneros, logrando importantes adoctrinamientos y fundando sólidas iglesias cristianas a lo largo de todo el Asia menor. E incluso en la propia Roma, adonde llegó a predicar, a pesar de su avanzada edad, y fue condenado a arresto domiciliario en tiempos de Nerón. Esas acciones fueron definitivas en la posterior preponderancia del cristianismo en el mundo.

Volviendo a Benedicto XVI, por lo visto las “divisiones en el cuerpo eclesial” y los escándalos de pederastia y de corrupción son una cruz demasiado pesada para él.  Pero escándalos en el pequeño país de Dios los ha habido siempre; y de todas las calañas. Más bien, la carga insoportable sobre sus hombros podría tener su origen -por convicción propia de no solucionarla, o por física  impotencia- en la insatisfecha necesidad de la Iglesia Católica -a pesar de sus mil millones de feligreses- de adecuar sus políticas a los tiempos modernos. De diseñar unas políticas que le permitan capturar nuevos adeptos (por no decir de, siquiera, mantener a los actuales, cada vez en más abierta deserción hacia los cantos de sirena de las sectas protestantes, hacia el prestigioso esnobismo de las religiones del lejano oriente, e incluso hacia el temido Islam).

Da un paso a un costado Benedicto XVI -al igual que Pedro a favor de Pablo (así Pedro haya terminado crucificado de cabeza y él, Benedicto,  termine sus días en un apacible convento de monjas en los jardines vaticanos)- para que venga uno que sí pueda hacerle frente a los desafíos gerenciales que hay en el horizonte de la Iglesia Católica. Uno que si “tenga fuerzas”. Uno que, como Pablo, con su perfil de gran empresario contemporáneo, sea el gran mercadotecnista del catolicismo.

Mejor dicho: uno que sea el sucesor de Pablo.

OH, JÚBILO INMORTAL


“Golpe a los pesimistas: según última encuesta de Win _Gallup Internacional los colombianos somos los más felices de todo el mundo. Qué tal?”. Ahí está otra vez el presidente Santos, a través de Twiter, sirviéndose -como casi todos los políticos de este pobre país, y como si esa fuera una cosa buena- de la dañina metáfora del vaso medio lleno. Ahí está otra vez haciéndonos creer que el hecho de que unos ciudadanos se conformen -y sean felices- con ser uno de los países con mayor índice de desigualdad del planeta es una cosa digna de ser resaltada, una circunstancia envidiable y envidiada por los desgraciados japoneses, por los desventurados noruegos, por los sufridos suizos. (Ellos -los suizos, los noruegos, los japoneses- nunca ven un vaso medio lleno, tal vez porque, por muy avanzada que sea una sociedad, siempre habrá cosas por mejorar… Y el vaso, para ellos, todo el tiempo estará medio vacío; así sólo le falte un dedo).
Al tipo -a Santos- le importa un reverendo pito que año tras año, comienzo de año tras comienzo de año, las noticias sean inquietantemente repetitivas; como si estuviéramos condenados. Desde la misma noticia estúpida que da cuenta de nuestra posición privilegiada en el felizómetro del mundo, hasta los rutinarios aludes de tierra que sepultan caravanas enteras de viajeros, sin que a nadie le importen las pésimas condiciones que tienen han tenido y tendrán las lamentables vías nacionales. O la consabida bala perdida que mata a una niñita (es otra condena, otra maldición: siempre son niñitas las muertas), y el hecho de que tampoco a nadie le importe que sigamos inaugurando cualquier celebración con tiros al aire (o cerrándola con tiros directamente al cuerpo). O la habitual masacre de añonuevo -de campesinos, de mafiosos, de sicarios: no importa-; o el cotidiano funcionario que saquea el erario público y es sorprendido, pero resulta que mi hoja de vida es transparente, que el país me conoce, que el país sabe quién soy yo, etc…
No digo que necesariamente haya que ser rico para ser feliz. Ni que una persona o un país no puedan elegir libremente qué es lo que quieren hacer de su futuro sin que alguien le esté confeccionando una hoja de ruta vital. Lo que no parece muy sano es que ese futuro se relacione con crímenes, asesinatos, robos y violaciones a los derechos humanos. No se puede ver con buenos ojos el hecho de que alguien decida, para ser feliz, convertirse en asesino en serie; o en ladrón. Y eso es lo que parece que hace Colombia.
El desastre social, los fracasos deportivos -somos tan conformistas que ni siquiera son los triunfos deportivos, como en otras partes, los que nos distraen, sino los familiares segundos lugares; pero incluso el puesto de segundones nos es esquivo-, el fiasco académico, son frustraciones adicionales al caos de orden público que padecemos; y todo eso debe compensarse con el endiosamiento de cualquier perico de los palotes que gane cualquier cosa y tenga una efímera relación con el país (un tío político colombiano, digamos). Y si todo lo anterior falla, entonces viene la encuesta -cualquiera- que dice que somos los más felices del mundo (eso fue esta vez; hasta el año pasado los bombos eran por ser los segundos más felices).
Me dirán que es loable que un país -un pueblo, una civilización- sepa verle el lado bueno a las cosas. Y sí: pienso, por ejemplo, en los sufrimientos del pueblo judío. Y aunque ignoro si hoy, a pesar de todo, son tan felices como nosotros, también pienso que las más de las veces ese sufrimiento les fue infligido por un agente externo. Y en todo caso la última vez fue hace más de medio siglo, por lo que los judíos actuales, en su mayoría, no lo vivieron. Con todo, y teniendo en cuenta que esas heridas muchas veces se transmiten, a través del trato interpersonal, de generación en generación, creo que si fueran un pueblo feliz nos consolarían, con su ejemplo, al resto de la humanidad.
Pero, en el caso de Colombia, no entiendo a cuenta de qué tendríamos que estar felices nosotros, que nos estamos matando los unos a los otros en una guerra fratricida que ya cumple doscientos años, y que es la única realidad para muchos desde el mismísimo día de su nacimiento. Estar felices de algo así es de dementes, de psicópatas. O de imbéciles. Este país ha sido -simultáneamente al más feliz- el más violento del mundo, con cifras de violencia mayores que los de cualquier país en guerra, con corrupción galopante, con mafias de narcotráfico y de las otras -todas las otras-, con insurgencia armada para escoger, con ejércitos paramilitares, con tenebrosos aparatos de seguridad estatales, casi más peligrosos que los mismos delincuentes, con secuestros y torturas, con bandas criminales, con carros-bomba, con una clase política vergonzosa y criminal, con una clase empresarial criminal y vergonzosa, con traquetos, con embutidos de silicona ambulantes, con los amantes de esos embutidos de silicona dispuestos a pegarte un tiro por el mero hecho de respirar su mismo aire…
No sé de qué diablos nos reímos; qué es lo que nos produce ese júbilo inmortal. Ni Aldous Huxley, en sus mayores delirios de invención literaria, imaginó un lugar en el mundo que necesitara tan poco para ser feliz e insensible. Su gran novela pierde fuerza cuando se conoce a Colombia, pero es tan absurdo lo que aquí sucede que él nunca fue capaz de imaginarlo… Señor presidente: el vaso no está ni medio lleno ni medio vacío; sencillamente está vacío. Y si está lleno, como a usted le gusta verlo, es de sangre; ¿De qué podemos estar felices, señor presidente? Tal vez de ser los privilegiados sobrevivientes de esta matanza eterna.
Del simple y al mismo tiempo inverosímil hecho de estar vivos todavía.
@samrosacruz