viernes, 2 de diciembre de 2011

NO FUTURO

 “Indudablemente es más fácil enfrentarse con la desgracia, con el deshonor, con la perdición del alma, que con el hambre prolongada” El Corazón de las Tinieblas, Joseph Conrad

Todos, como un disco rayado, decimos una y otra vez que a nuestro país se lo llevó el diablo. La felonía, infamia, canallada (pónganle el calificativo más abyecto de todos y aún así se quedarán cortos), cometida por las FARC el 26 de noviembre realmente no tiene nombre: ejecutar a sangre fría a cuatro miembros de la fuerza pública, secuestrados y confinados durante lustros en infrahumanos campos de concentración, es de una bajeza que nos debe hacer preguntarnos qué carajos es lo que estamos haciendo tan mal como sociedad para producir seres humanos capaces de perpetrar un acto de esa naturaleza.

Bien pude basar esta columna en la película Asesinos por Naturaleza, pero no: la cosa no es así de fácil. No es así de simple nuestra compleja realidad como la pretenden ver nuestros dos últimos presidentes de la república, cuya brillantez mental admiran tantos (como de superior calificó a la mente de Uribe su asesor José Obdulio). No parece sensato que alguien con acceso privilegiado a la información de este país crea que la problemática se reduce al hecho de que hay 18.000 psicópatas viviendo entre nosotros; que en nuestros genes cargamos esa tara fratricida que nos mantiene en esta guerra sin fin.

Para mi más sensato es pensar que nuestros envalentonados mandatarios, con su discurso intimidante, no son más que unas gallinitas asustadas que se vuelven una gelatina ante los más peligrosos criminales que tiene el país y que, a la larga, son los principales generadores de la guerra: los poderosos, los plutócratas. Pero, claro, cómo no van a estar asustados, si en Colombia son más mortíferas las chequeras que los fusiles.

El creer que los asesinos se dan en el país por generación espontánea es, o bien cándido (y estúpido), o bien deshonesto (y criminal).  Estudios muy serios, basados en datos de la ONU y el Banco Mundial, han demostrado que, al margen de la riqueza o pobreza de un país, el principal generador de problemas es la desigualdad en la repartición de los recursos, guardando estos dos fenómenos, entre sí, una relación directamente proporcional: a mayor desigualdad, mayor número de homicidios, población carcelaria, deserción escolar, enfermedad mental, obesidad, mortalidad infantil, etc… ) 

De hecho la pendiente representada en los gráficos de resultados se mantiene prácticamente inalterada aún si el estudio se limita solamente a los países del primer mundo: el extremo conveniente se encuentra encabezado por Japón -el país más igualitario del planeta-, seguido de cerca por otros países con números similares en cuanto a reparto de la riqueza: Finlandia, Noruega, Suecia.  En contraste, en el extremo inconveniente, donde hay más homicidios, población carcelaria, mortalidad infantil, etcétera, se encuentran los países que en el mundo desarrollado presentan las cifras más desequilibradas en ese aspecto: Singapur, el Reino Unido, y Estados Unidos.




Incluso si el experimento se traslada al interior de los Estados Unidos, el ángulo de la pendiente es similar; y a lo largo de la pendiente se ubican los estados de la Unión según su índice de reparto de la riqueza, independientemente de su PIB: los más desiguales en la parte alta de la línea, dónde las cifras poco contribuyen a la formación de una sociedad deseable; y viceversa.

Todo esto va a que, según el último estudio del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PUND), Colombia es el tercer país con el reparto de la riqueza más inequitativo del planeta, precedido sólo por Haití y Angola. Entonces: ¿no sería más inteligente –y sobre todo más honesto- pensar que la barbarie que vivimos se deba, cómo no es difícil de inferir a partir de los estudios mencionados, a ese esquema homicida y no a un improbable pasatiempo sanguinario de miles de personas?

Algunos, para justificar la existencia de la guerrilla, argumentan que nuestra accidentada topografía le facilita los escondrijos. Pero Japón está lleno de montañas. Y si aquí tenemos los Andes, en Suiza tienen los Alpes. Y ninguno de los dos países tiene –ni remotamente- guerras intestinas. Sin duda esa circunstancia topográfica no ayuda a la erradicación de insurgentes, pero es que el problema no es dónde están, el problema es por qué están. ¿Y –razonan otros- nuestro pasado violento signado por la conquista española? Pues lo compartimos con otros países que, al no tener una desigualdad tan marcada como la nuestra, no presentan cifras tan lamentables, pero que, así mismo, al no tener una igualdad como la japonesa, tampoco presentan los deseables números nipones.

Cuando existen desigualdades tan acentuadas las sociedades tienden a presentar más casos de desprecio o exclusión por parte de unos grupos hacia otros. Y paralelamente se va abonando el terreno para la germinación de odios y resentimientos en vía contraria entre esos mismos grupos.  ¿Cuál es la solución? En Japón políticos realmente corajudos, desafiando a la plutocracia, han tomado medidas audaces en contra de la inequidad: allí el presidente de una gran corporación, por ejemplo, no puede ganar más de ocho veces lo que gana el empleado peor pagado. En Noruega, enfrentando valientemente a los mismos poderosos, lo hicieron de otro modo: las diferencias en salarios pueden ser enormes, pero mientras más gane una persona, mayor es su carga impositiva (sustancialmente mayor), lo que termina reduciendo drásticamente esas nocivas brechas. Y los impuestos de allí derivados se asignan a la asistencia social.

Por esta época navideña, y como todos los años, la emisora La W adelanta una campaña para resarcir –merecidamente- a los miembros de las fuerzas armadas heridos en combate. Y también todos los años, entre las risas nerviosas y los halagos zalameros de Julito y su corte, la emisora recibe la llamada del hombre más rico del país: Luis Carlos Sarmiento, propietario del principal conglomerado bancario; el mismo que, según el propio Sarmiento, este año arrojará utilidades por la friolera de un millón de millones de pesos.

Quiso el irónico destino -o el frio cálculo- que este año la cantidad destinada por el empresario a favor de la causa de los soldados fuese de 250 millones de pesos, exactamente el cuatro por mil de sus pingües ingresos proyectados. Tal cantidad, que probablemente produzca en su cerebro la dosis de oxitocina suficiente para mantener su tranquilidad espiritual hasta la próxima navidad, son meras monedas si hablamos de reparar los daños que nuestro perverso modelo económico ocasiona.

Según el Ministro de Trabajo, Rafael Pardo, en Colombia “1’129.054 trabajadores devengan un salario mínimo, es decir 535.600 pesos, mientras que 17’005.747 de personas subsisten al mes con hasta dos salarios mínimos”. Y según el DANE “11’410.000 colombianos (…) ganan menos de un salario mínimo”. Demoledoras cifras. Eso quiere decir que de 44 millones de colombianos las dos terceras partes -casi 30 millones- van a tener la siguiente relación de ingresos con respecto al hombre más rico del país: 17’005.747 de ellos ganarán 77.736 veces menos dinero que el banquero, 1’129.054 ganarán 155.472 veces menos, y 11’410.000,00  ganarán aproximadamente 300.000 veces menos. Aún pagando todos los impuestos que por ley le corresponden, sin que recurriese a trapisondas contables, tendríamos que servirnos de símiles de astronomía para ilustrar la colosal distancia resultante entre los niveles de ingreso de Sarmiento y los de esos casi 30 millones de colombianos (y los de algunos millones más).

Las chequeras de los plutócratas, siempre prestas a girar jugosas sumas a campañas de políticos de bolsillo -que más tarde legislarán a favor de perpetuar la pérfida inequidad-, bien pueden ser consideradas armas de destrucción masiva. Y los giradores de esos cheques, criminales de lesa humanidad, así se presenten, disfrazados de siniestros papanoeles, como los grandes benefactores: “No hay peor enemigo que aquel que trae rostro de amigo” reza un sabio refrán.

El director Víctor Gaviria nos presenta en la película colombiana Rodrigo D. No Futuro a seres humanos sin la menor esperanza de llevar una vida digna (para no hablar de, digamos, lograr algún tipo de movilidad social). Ladrones, extorsionistas, secuestradores, vagos, suicidas, limosneros… He ahí el bastimento del que se compone el sancocho social de los grupos marginados que expone la cinta. Y, por supuesto, asesinos a sangre fría, como los infames ejecutores de los cuatro uniformados. Aquellos 11’410.000 colombianos que ganan menos del -ya de por sí- miserable salario mínimo son los millones de Rodrigos D que sobreviven en el no futuro de nuestra nada ficticia franja de pobreza absoluta, humillada por la ofensiva opulencia de unos pocos.

Si queremos detener la producción en serie de homicidas, los mandatarios deberían mostrarse igual de machitos con los propietarios de esas macabras fábricas de muerte como lo son frente a los enemigos de siempre, los convencionales. “La culebra sigue viva” peroran insistentemente Santos y Uribe. La culebra no: las culebras. Pero la solución para acabarlas no consiste en intentar pisotearlas a todas: consiste en acabar con sus temibles criadores.

lunes, 28 de noviembre de 2011

LA CONVERSACIÓN

"Tenía usted que vivir (…) con la seguridad de que cualquier sonido emitido por usted sería registrado y escuchado por alguien…" 1984, George Orwell

“El cazador cazado”. Esa expresión, utilizada por un personaje de la genial película La Conversación -dirigida por uno de los mejores directores de la historia del cine, Francis Ford Coppola- fue lo primero que se me vino a la cabeza cuando oí el audio de las arengas hechas por Uribe a la oposición chavista en Venezuela, en las que instaba a rechazar el acercamiento que hacia el gobierno de Chávez ha propiciado el de Santos.

En la cinta de Coppola el protagonista –arquetipo de todos sus colegas espías-, después de realizar uno de sus impecables trabajos se arrepiente de haberlo hecho, al intuir el peligro mortal en el que pudo haber envuelto a sus espiados. Más tarde, sin embargo, se da cuenta de que la situación es bastante diferente –incluso contraria- a la imaginada por él: las supuestas víctimas se tornan en potenciales victimarios de su cliente. Un incidente menor, en el que es víctima de sus propias prácticas de espionaje–y que le revela su propia vulnerabilidad en ese sentido-, unido a unas intimidantes llamadas telefónicas que le advierten acerca de la conveniencia de alejarse de cualquier indagación referente a los hechos que terminaron con la vida de su cliente, lo convierten en un paranoico redomado: termina desarmando su propia casa en busca de los mismos micrófonos que él instalaba antes a cientos de desprevenidos.

Uribe puede haber sido, en el episodio venezolano antichavista (y antisantista), el cazador cazado, pues aunque no se trate exactamente de un asunto de chuzadas, el tono de las declaraciones en la grabación, difundida por el noticiero CM&, tiene un cierto aire clandestino. De acuerdo a lo que éstas develan, y al comportamiento que ha mostrado desde que dejó la Casa de Nariño, Uribe, paradójicamente, y contradiciéndose a sí  mismo, ha resuelto lanzarse a una rabiosa oposición: sus constantes ataques al gobierno de Juan Manuel Santos –totalmente respetables por lo demás- lo convierten, a la luz de sus propios juicios del pasado, en un conspirador, terrorista y cómplice de la insurgencia. Recordemos que durante su administración cualquier manifestación disonante con el gobierno era invariablemente catalogada como conspirativa: la oposición fue, durante todo su mandato, satanizada sistemáticamente, con la pusilánime aquiescencia de áulicos oficiales y lacayos del común. 

En ese sentido hay que reconocerle a Santos su tolerancia a la pluralidad: su abrumadora popularidad se lo permite, y ha sabido capitalizar ese hecho más inteligentemente que Uribe. Y eso hay que reconocérselo, así esa popularidad se haya conseguido a través de una estrategia que combina –magistralmente- variados factores: una retórica efectista, un sagaz manejo mediático, un gatopardismo de la mejor estirpe, y –finalmente- la imbecilidad cómplice de un engendro de chauvinismo enrazado -asombrosa y misteriosamente- con esnobismo extranjerizante: de un  momento a otro nos asaltó el delirio infantil de ser una potencia militar del corte estadounidense de la posguerra (ya los otros risibles delirios, los de ser los grandes empresarios –léase malicia indígena-, o los mejores deportistas, o los simpares científicos -¡ay patarroyito!- habían tomado una vergonzosa delantera).

Nos encontramos -con Uribe- ante el caso de un expresidente que evidentemente no conoce el poder que, en ocasiones, tiene el silencio y que, con sus nuevas posiciones políticas, conserva una coherencia onírica con sus antiguas convicciones. Entendiendo, sin embargo, lo irritante que puede resultar la frívola pose de prócer prefabricado que a toda costa quiere vender el actual presidente, es un hecho que los arrebatos ciber-mediáticos de Uribe y su soterrada diplomacia paralela lo hacen parecer, sorprendentemente, más caricaturesco que la cómica parodia de ¿Winston Churchill? ¿Franklin Delano Roosevelt? ¿Lady Gaga? que afanosamente busca nuestro primer mandatario.

No se entiende muy bien cómo es consistente el hecho de catalogar como apátrida a toda voz discordante con el discurso oficial, y luego convertirse, sin que se le derrame el tinto sobre el caballo, en la principal voz discordante del discurso oficial. No es poca cosa esa notoria inconsistencia que, bien mirada, arroja una conclusión de fondo: tal inconsistencia evidencia la importante diferencia que existe entre el seguimiento a unas ideas y la prosternación ante un accidental caudillo, con todas las peligrosas implicaciones de volubilidad que esta última situación conlleva (si no mirémonos en el espejo de nuestra melliza Venezuela: ¿alguien sabe qué diablos va a pasar allá en el mediano plazo?).

Víctima de su propio invento vigilante, el expresidente pasó de agache -como se dice popularmente- en esta coyuntura: sus pobres explicaciones acerca del incidente no reflejan la estatura de un estadista; por el contrario: dan la impresión de provenir de un conspirador de poca monta, cuyos superficiales argumentos han sido preparados en la cocina de las ideas. Todo parece reducirse a un asunto de egos maltratados y de chismes mal contados. No es más.

Se sabe que desde hace rato la conversación entre presidente y expresidente se ha tornado imposible (lo que, quién quita, pueda deberse a un comprensible temor de ser espiados).  Es difícil no pensar que los dos tuvieron mucho que ver en las prácticas de espionaje –las famosas chuzadas- acontecidas durante el gobierno pasado. Y eso los debe tener tan paranoicos como terminó el protagonista de la película de Coppola. En vez de conversar entre ellos y tratar de arreglar sus diferencias, Uribe ha preferido seguir con su campaña de desprestigio al gobierno santista, al paso que Santos continúa con la intensa campaña cosmética que lo contrarresta.

En todo caso, mientras el país se sumerge en una nueva –y predecible- tragedia invernal, Julito de La W nos trae buenas nuevas, resultado de su comisión periodística en Londres. Al parecer el Presidente Santos solicitó una audiencia (¿una conversación?) con el Príncipe de Gales, con el fin de aclarar una vieja duda que databa de sus humildes tiempos de estudiante londinense: una novia suya de entonces, después de un domingo de helados, nunca más volvió a contactarlo. Lo próximo que supo de ella fue que se embarcó en un viaje con el Príncipe.  El importante asunto se aclaró: la joven –colombiana ella- prefirió príncipe genuino que heredero directo de Bochica. Julito -alborozado con la noticia- nos dio el parte de tranquilidad: nuestro presidente había sido orgullosamente cachoneado por el más indigno heredero de la corona británica en toda su historia. Menos mal.

viernes, 18 de noviembre de 2011

EL IDIOTA

“Es mejor parecer un idiota con la boca cerrada, que abrirla y disipar toda duda” Groucho Marx

Francisco Santos es un tipo con suerte, con mucha, muchísima suerte. No así nosotros, los 44 millones de colombianos que tenemos la mala, la siniestra suerte de que él tenga tan buena suerte. No cualquiera hereda algo que valga la pena siquiera de sus abuelos. A duras penas algunos suertudos heredan de sus padres alguna cosa que no sean deudas. Pero hay que haber nacido con muy buena estrella para heredar del tío abuelo una buena parte del periódico más importante y poderoso del país (¿alguno de ustedes conoce a alguien que haya heredado algo –cualquier cosa- de un tío abuelo?).

Antes de heredarlo, ya su tiito era el editor del diario, y su papito el director, lo que explica por qué pudo ingresar al periódico familiar a sus escasos 23 años y ser nombrado jefe de redacción antes de los 29. Hasta ahí todo relativamente bien: El Tiempo es una empresa privada, y sus directivas tienen derecho a contratar a quien les venga en gana, así el contratado sea un incompetente mequetrefe soportado por el genio del nepotismo. De todo eso sólo quedaba el mal sabor de la enorme influencia -sobre todo un país- a la que podía acceder un fulano al que seguramente no apodaban Newton en la infancia. Así estábamos hasta que la buena suerte lo tocó una vez más a él, y el ángel de la mala suerte empezó a danzar de júbilo sobre nuestras cabezas.

Y eso fue cuando lo secuestraron. Por paradójico que parezca, ese fue su mayor golpe de suerte: de no haber sido por el secuestro, ‘Pacho’ Santos se habría marchitado anónimamente, sin pena ni gloria, en el periódico familiar, tal como algunos de sus otros hermanos o primos dobles, escribiendo lánguidos artículos y editoriales, y esperando que un pulpo editorial les comprara la empresa. Pero no: fue secuestrado y considerado (qué más se puede esperar de este país) héroe nacional cuando después fue liberado (¿Héroe por qué? ¿Cuáles fueron sus actos heroicos aparte de comer y satisfacer sus necesidades fisiológicas en cautiverio? No tenía otra alternativa. Héroe quizás su chofer-escolta quien, además de pagar con la vida el cumplimiento de su deber, debía padecer a semejante baboso como jefe).

Fue a partir ese momento cuando empezaron a ser públicos sus, hasta ese momento, relativamente privados juegos y pataletas infantiles. Lo cual sería un problema exclusivamente suyo si no mediase el hecho de que los juguetes de esos juegos éramos –y somos- nosotros y el país. Quiso, entonces, jugar al defensor de los derechos humanos. Con la ayuda del diario de papá organizó inútiles fundaciones, movimientos y marchas multitudinarias encabezadas por su graciosa figura, en las que manoteaba y berreaba consignas a los cuatro vientos.

Más tarde, seguramente gracias a la intervención de los amigos de papá, era entrevistado por mediocres periodistas, a los que expectoraba sus pensamientos sin editar en imprudentes berrinches que, por su mismo carácter atolondrado, eran (y aún, increíblemente, lo son) admirados por el grueso de una opinión pública que todavía cree que en la sinceridad absoluta hay algo de encomiable. Cabe anotar que, por lo demás, tampoco es el caso: cuando en uno de sus recientes alardes frenteros -al que me referiré más adelante- dijo lo que en el fondo pensaba, todos conocimos realmente sus oscuras opiniones. Lo otro eran simplemente unos más de sus muchos juegos majaderos.

Así continuó por años, entre desfiles tontos y entrevistas prefabricadas. Pero el hada de la fortuna no lo olvidó, y el ángel de la desgracia tampoco nos descuidó: por cuenta de la imagen de matón de barrio que proyectaba el otrora candidato a la presidencia Álvaro Uribe, éste se vio en la necesidad de buscar una fórmula vicepresidencial que neutralizara internacionalmente su discurso incendiario que, por otra parte, gustaba tanto entre los colombianos, desesperados por los avances guerrilleros de los últimos años. ‘Pacho’, con su manoseada imagen de defensor de los derechos humanos (lo que hoy parece un mal chiste), era el indicado, aunque cabe suponer las obvias reservas que debían atormentar a Uribe acerca de la competencia de su probable fórmula electoral.

Para entonces ‘Pacho’ ardía de celos hacia su primo hermano doble Juan Manuel, quien triunfaba desde hacía años en la política, actividad que al ponderado ‘Pachito’ no le interesaba practicar, si nos atenemos a un editorial del diario de papá, firmado por él, en donde se censuraba la inveterada costumbre colombiana de alternar entre el periodismo y la política.  Sensato y coherente con sus afirmaciones, el niñito malcriado lanzó, sin embargo, un velado soborno mediático al candidato a la postre ganador, y éste, ni corto ni perezoso, aceptó la tácita ayuda del diario de papá, y de paso lo invitó a atravesar la puerta de la política.

Con el nuevo juguete de la vicepresidencia, ‘Pachito’ fue feliz, muy feliz.  Empezó a restregárselo en la cara a todo el mundo y subió aún más el volumen y el tono de sus rabietas caprichosas (vaya proeza, si tenemos en cuenta su vocecita insignificante). Necedades, insensateces e indiscreciones salpicaron los diarios (incluso el de papá).  Se recuerda especialmente la ocasión en que, durante de una intensa batalla legal librada –y casi ganada- por el Estado colombiano para lograr la extradición del brutal maestro de mercenarios Yair Klein, uno de nuestros lúcidos periodistas interrogó a ‘Pacho’ sobre su opinión al respecto; el brillante vicepresidente abrió su bocaza: “se pudrirá en la cárcel”, anticipó sumariamente, en irresponsable declaración que aprovecharon los abogados de Klein para interponer exitosamente en su defensa el argumento de la falta de garantías.

 Aunque bien podríamos hilar más fino en esta situación: ¿quién nos dice que el interrogador del caso no era, también, un mercenario del periodismo pagado por temerosas personalidades untadas de mafia y paramilitarismo a quienes, por un lado, no convenía lo que pudiera revelar Klein en un juicio y, por otro, tuvieran un conocimiento estratégico del talante e intelecto del segundo hombre en la línea de mando del país? Descarto, eso sí, el hecho de que la hábil jugada hubiese sido una idea independiente u original de ‘Pachito’, pero no propiamente porque algún escrúpulo de carácter ético se lo impidiera.

Su suerte, en adelante, no cambió (y la nuestra tampoco): después de ser reelegido vicepresidente (gracias a que su fórmula electoral ha sido el único presidente reelegido inmediatamente en Colombia en más de un siglo) y de cumplir su segundo vicemandato, atravesó nuevamente la puerta giratoria que tanto criticó y, sin solución de continuidad, aceptó el cargo de director de noticias de RCN. La tendencia mundial de cambiar una aparente objetividad en la información por una información abiertamente editorializada, fue lo que favoreció su nuevo juguete: el micrófono.

Si: fue, sin duda, eso y no sus capacidades periodísticas, como lo demuestra no sólo la experiencia de escucharlo por más de cinco minutos, sino el abismo en que sumió al rating de su nueva emisora: según la última encuesta su competencia directa, Caracol, le saca una ventaja de más del doble en ese aspecto. El hecho de que unos ultraderechistas ignorantes y furiosos hayan logrado triunfar con el conglomerado de noticias FOX en E.E.U.U. no implica que esa fórmula sea exitosa en todos los países que la copien (especialidad colombiana), por muy aprendiz de fascista que sea el contratado.

Y digo aprendiz de fascista no sólo por su cercanía con Uribe, sino porque no de otro modo puede llamarse a alguien que, como ‘Pacho’ Santos, dijo lo que dijo en uno de sus últimos video-blogs. Jugando ahora al totalitarista (frívola ventolera resultante, tal vez, de sus ocho años al lado de Uribe), y después de despotricar de su primo Juan Manuel, cuyo ascenso a la presidencia marcó la victoria definitiva en aquella pelea de quinceañeras –situación que lo debe tener loco de ira-, sugirió que, en el marco del civilizado paro estudiantil, los estudiantes que osaren ejercer su legítimo derecho al disentimiento debían ser anulados con poderosas descargas eléctricas capaces de derribarlos, luego recogidos del suelo y finalmente detenidos (arrojados a una mazmorra, supongo). Probablemente así, con esa actitud bravucona, también aspirase a contrarrestar  su lamentable imagen de chiquillo mimado.

Convengamos en que no hay derecho a que alguien así, por muy sobrino-nieto de expresidente, hijo de exdirector del conglomerado de medios más poderoso de la historia del país, o amigo íntimo de los que gobiernan este feudo llamado Colombia (supongo que así lo considerarán), tenga la facultad de intervenir impunemente en el destino de tantas personas que no tienen la culpa de su fracaso mental. 

Sé que a estas alturas muchos lectores de Dostoievski estarán preguntándose qué puede tener que ver este sujeto con el personaje de la novela El Idiota, quien, según entiendo -porque no la he leído-, es casi un desmentido de ‘Pacho’ Santos: el príncipe de la novela es, según referencias, alguien sensible, ético, solidario, considerado; dueño de un comportamiento sabio y cuerdo que lo hace parecer un idiota en medio del nido de víboras en el que se desenvuelve la historia. Y yo les contesto: nada, no tiene que ver absolutamente nada pero: ¿se imaginan ustedes un título más rotundamente apropiado para una columna referente a Francisco Santos? Yo no.

jueves, 10 de noviembre de 2011

SÍSIFO

“Con otra victoria como esta, estoy perdido” Pirro II, rey de Epiro

Albert Camus escribió un célebre ensayo titulado El Mito de Sísifo, en el que pretende darle otra interpretación a la famosa historia del hombre condenado a repetir la misma acción una y otra vez sin un objetivo evidente. Puesto que al final de todos modos está la muerte, Camus, en su concepción existencialista, intenta ver en la repetición inútil de acciones, que caracterizan la vida contemporánea, un triunfo de la voluntad humana sobre su destino finito y sobre las tentaciones de la religión, refugio final de los sinsentidos de la vida.  Edificante.  No se podría esperar menos de Camus.

Sin embargo, el mito original -descrito por Homero en La Odisea- presentaba un escenario cuya naturaleza primaria era bastante diferente del expuesto por Camus: Sísifo (padre de Odiseo en la mitología griega), debido a su atrevimiento para con los dioses, y debido a sus astutas artimañas para evadir el encierro en el inframundo -al que lo había sometido Hades (supongo que el inepto precursor de nuestro actual INPEC)-, fue condenado a cargar una pesada piedra desde la base hasta la cima de una montaña para que, una vez concluido el penoso ascenso, la piedra rodara montaña abajo obligándolo a recomenzar la tarea. Y así eternamente. Entonces olvidemos a Camus y concentrémonos en el espíritu del mito: la inutilidad como castigo.

Olvido a Camus porque, lejos de estar -como nación- pensando en angustias existenciales acerca del sentido de nuestras civilizadas acciones diarias, como lo podrían estar haciendo un grupo de ciudadanos en Noruega, nosotros en Colombia luchamos por simplemente sobrevivir, como lo podrían estar haciendo un grupo de gacelas en las estepas africanas infestadas de leones.  La guerra que vivimos no da tregua, y si a veces recibimos malas noticias referentes a masacres de inocentes por parte del bando insurgente, también, por otra parte, recibimos jubilosas noticias referentes a bajas de líderes guerrilleros de alto nivel.

Alias ‘Alfonso Cano’ fue el último comandante abatido. Alegría nacional: alborozados abrazos de compatriotas exultantes de felicidad, intercambio público de mensajes de felicitación entre figuras nacionales de la política, metidas más que nunca en sociedades de elogios mutuos, ambiente triunfalista reflejado en los rostros de los transeúntes, y muchas otras experiencias ya vividas, hicieron su aparición el sábado anterior una vez conocido el parte oficial del éxito de la operación bautizada (¡vaya!) Odiseo.

Con todo, no bien recibimos la noticia a través de las reacciones en cadena de mensajes a teléfonos celulares -que en estas ocasiones se suceden inmediatamente- cuando ya,  frente a la edición digital de cualquier periódico, vemos, cual vedettes, las sonrientes fotografías de los posibles sucesores del jefe aniquilado (‘Iván Márquez’ y ‘Timochenko’ en esta ocasión). La piedra de Sísifo, después de una fugaz ebriedad de sangre, vuelve en ese momento a rodar montaña abajo. 

“Hoy Colombia es un lugar más seguro” se podía leer por doquier en las redes sociales, en una vergonzosa, zalamera y humillante parodia de la efectista frase de Obama acerca de la operación que terminó con la vida de Osama.  Es un poco menos inteligente ese razonamiento del que hace el marido a quien su esposa ha engañado en el sofá de su casa y, para solucionar su problema, decide vender…el sofá. Estamos, con ese regocijo fácil y bobalicón, comprando un nuevo sofá (tal vez más pequeño, para que no quepan los amantes en él). Y el presidente Santos, excelente vendedor de sofás, no perderá la oportunidad: “el comienzo del fin”, “el golpe más grande dado a las FARC en toda su historia”, “este será el mejor mundial sub-17 de la historia” (perdonen esta última: ya se me confunden las artificiosas frases de relumbrón del Primer Culebrero del país. ¡Cómo nos engañó al principio!)

¿Un lugar más seguro? No lo creo. El fenómeno guerrillero no es uno de carácter mesiánico que se nutra de la existencia o no de una figura carismática que aglutine a un grupo de lunáticos al estilo de Charles Manson y su Familia. No: su naturaleza (su génesis) es otra, más relativa a la falta de oportunidades (el hambre, el futuro inviable); al predominio (y aplauso) de una cultura mafiosa de la trampa y el atajo; a una actitud de emprendimiento mal entendida, que incluye la intimidación y el atropello entre sus increíblemente admiradas características.
 
La explosiva receta anterior reacciona ante el menor detonante, y resulta en las esquirlas de gentes mala ley que se reparten por todo el territorio nacional. Matar a uno solo de ellos (Cano) representó una labor formidable: tres años y más de una veintena de acciones militares de gran calado, como afirma la revista Semana en su informe especial titulado (por enésima vez quizás) Jaque Mate.  ¡Cómo costó subir esa piedra!

A ese paso, redondear el genocidio de matar a los dieciocho mil colombianos que no tuvieron otra opción que jugarse la vida, tomar un fusil e irse a dormir en los pantanos repletos de mosquitos, tomará más tiempo que tratar de vaciar el océano pacífico con una totuma (pero, bueno: es más difícil pensar en la Santísima Trinidad de todos modos, dirán algunos); y costará tanto que al final los espartanos serán unos botaratas buena vidas al lado nuestro. Y aún matándolos: mientras el caldo de cultivo que los generó subsista, seguirán apareciendo otros nuevos inconformes. (O bien las FARC, como ya ocurrió con los paramilitares, simplemente cambiarán de denominación; surgirán nuevos acrónimos, como el ya conocido BACRIM; tendremos entonces las BASEC, las BAEXT, las BABOL, etc... Son miles de personas que no saben hacer otra cosa, ni tienen la posibilidad de hacerla, debido al esquema socio-económico que nos rige.)

Por ahí no parece ser la cosa.  Las pírricas victorias obtenidas ni nos hacen una potencia militar ni nos favorecen gran cosa, pues ni siquiera a Estados Unidos, la potencia militar actual por antonomasia, le resultan favorables (de hecho sus aventuras militares, victoriosas o  no, terminan costando más que los beneficios económicos que pretenden conseguir). El que unos ineptos como Andrés Pastrana o Belisario hayan malogrado los intentos de una solución política no implica que la única solución de sangre y fuego, impuesta por Uribe y su pusilánime -aunque menos cerrado a alternativas- discípulo Santos, sea la indicada. 

Sería mejor dejarnos de esos embelecos y pavonerías de triunfalismo militar (Venezuela acabaría con nosotros en menos de 24 horas) y de hacerle el juego egocéntrico y superficial a vanidosos “mejores policías del mundo”, que más parecen, mentalmente, reinas de belleza que altos mandos castrenses. En cambio, deberíamos tratar de ponernos de acuerdo en las cosas básicas que, para el bien de todos, incluso de los más ricos y poderosos, no deberían pasar nunca en Colombia.

Que Sarmiento Angulo -el hombre más rico de Colombia- dejara su furia acaparadora y renunciara a su plan de apoderarse de El Tiempo (y así hacerse a un poderoso instrumento para presionar la perpetuación de unos privilegios plutocráticos que maltratan al resto de colombianos) sería un paso más firme en la consecución de la paz que la, a la larga, insustancial muerte de un accidental líder guerrillero (tal vez si empezara a ceder en su insaciable afán de plata y poder, él mismo, Sarmiento, podría disfrutar algún día de un tranquilo almuerzo en la Zona T de Bogotá sin estar rodeado de ochenta guardaespaldas).

Aclaro: dejar esa alharaca de triunfalismo militar -que distorsiona nuestra visión de la realidad- no quiere decir que las F.F.A.A. se queden de brazos cruzados: al fin y al cabo las FARC no muestran ningún interés en una salida negociada (al contrario). Pero sería más útil que el gobierno dejara de lado sus frívolas ínfulas y con iniciativas reales, no con habladuría, mostrara acciones que dejaran vislumbrar un futuro viable para las clases menos favorecidas. Quedaría así el nuevo número uno de las FARC sin materia prima para reclutar; y sin piso sus argumentos.

Ahí está, en todo caso, “la baraja de sucesores” de Cano, como la denominó Semana en su informe. Pueden ser esos u otros; eso no importa: las FARC son una organización como cualquier otra (criminal, sí, pero organización al fin y al cabo). No porque se haya muerto Steve Jobs, por ejemplo, se ha quedado Apple sin CEO, como lo llaman ellos. Vendrá otro, y otro, y otro. Y así sucesivamente, mientras no cambien las circunstancias que así lo determinan. 

Y mientras aquí en Colombia subsistan las condiciones de desigualdad económica y social que nos caracterizan, no cesarán de surgir ciudadanos dispuestos a matar, robar, secuestrar y extorsionar a cambio de no ser ellos mismos, ante la indiferencia general, aniquilados por el sistema. Hoy parece ser que el destino designa a ‘Timochenko’ o a ‘Iván Márquéz’ como sucesores del -para regodeo general- abatido Cano. Ya fue feliz Sísifo un momento (y no todo el tiempo, como el noruego personaje que imaginó Camus). Pero no tardó la piedra en rodar otra vez colina abajo. Es hora de que Sísifo empiece a subirla de nuevo. 

sábado, 5 de noviembre de 2011

1984

"Un estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar a una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre."       Aldous Huxley

El británico George Orwell escribió hace más de sesenta años una magnífica radiografía de lo que iba a ser el mundo en un futuro que él imaginó más cercano: 1984. Aunque Orwell mismo aceptó la enorme influencia que ejerció en él y en su novela otra obra del mismo corte distópico: Un Mundo Feliz, escrita por el también británico Aldous Huxley (de quien, además, fue su alumno en la universidad), me atrevo a opinar que las profecías presentes en 1984 le ganan por una nariz a las contenidas en Un Mundo Feliz, aunque quizás un híbrido de los dos libros describa mejor las circunstancias contemporáneas (ver epígrafe).

Acaba de saberse que la Associated Press tuvo acceso a un parque industrial de la CIA donde se hace un trabajo de inteligencia mundial acerca de las tendencias en las redes sociales: trinos de Tuiter, estados de Facebook, enlaces a artículos de prensa y a blogs son analizados detenidamente (al parecer a razón de unos cinco millones diarios) para tratar de establecer las propensiones sociales y políticas que se van conformando en las diferentes regiones y subregiones del globo. Una vez establecidos los patrones de comportamiento, le es transmitida la información al presidente Obama y a su grupo de asesores para, con base esta, y en otras nutridas por conductos más convencionales, tomar decisiones geopolíticas estratégicas.

Pero seguramente estas prácticas no son privativas del gobierno de Estados Unidos: paranoicos países del primer mundo como Inglaterra, tiranías disfrazadas como la china o abiertamente manifiestas como las de algunos países árabes usan probablemente estrategias de espionaje de este tipo. Aunque, ciertamente, algunos de tales agentes de autoridad, tal vez por una afortunada ineptitud, demoren sus repuestas más de lo debido, como felizmente lo demostró el reciente fenómeno de la primavera árabe

La diferencia esencial entre lo vislumbrado hace más de medio siglo por Orwell y lo que experimentamos hoy en día, radica en el hecho de que, mientras en la Inglaterra futurista de la novela el Estado había tenido que invertir montañas de dinero para instalar sofisticados aparatos de grabación en oficinas, casas e incluso parques, y en lavarle el cerebro a una inmensa cantidad de funcionarios que se encargaran de procesar ese ingente volumen de información, en nuestras sociedades contemporáneas los Estados, a través de los gobiernos de turno, sólo se han limitado a contratar mercenarios que procesen dicha información, puesto que los omnipresentes dispositivos de vigilancia son proporcionados, con una tenacidad y una ingenuidad troyana que rayan en la imbecilidad, por los propios ciudadanos: nosotros mismos.

La lucha por el derecho a la privacidad ha sido un leitmotiv de todas las sociedades a través de la historia; las arbitrariedades cometidas a partir del espionaje al fuero interno de las personas -y el mismo espionaje en sí- por parte de gobiernos de todos los pelambres y latitudes (que han sido documentadas en cartas, novelas históricas, testimonios y relatos de todo tipo), han sido el motor fundamental de esta guerra sin cuartel librada por los ciudadanos contra sus propios Estados. No obstante –y paradójicamente- cuando en una gran proporción de sociedades se han logrado los avances más significativos de la historia en ese sentido, hemos resuelto -masivamente- feriar, ni siquiera al mejor, sino a cualquier postor -cuya retribución las más de las veces es nula- el activo más valioso que poseemos: nuestro pensamiento.

Vivimos nuestras vidas actuales en una especie de acuario que se exhibe para el escrutinio de cualquiera que tenga una conexión a banda ancha: nunca antes, ni en esos semilleros de chismes que son los pueblos pequeños, la gente había tenido tanto acceso a tanta y tan variada información íntima relativa a las vidas de tantas otras personas: proveemos sin la menor cautela un reportaje permanente (y a veces con registro fotográfico incluido) de nuestros estados de ánimo, de nuestras posiciones acerca de multiplicidad de temas, de nuestras actividades sociales, laborales y, en general, información de todo tipo: hobbies, gustos, capacidades etc…

Y, claro, “el que no corre, vuela”, como dice el refrán.  Los gobiernos y las multinacionales (pero ¡vaya! qué pleonásticos estamos hoy) huelen la tontería a kilómetros con sus olfatos de tintoreras, y aprovechan esa oportunísima situación para diseñar las estrategias con las que nos seguirán subyugando per sécula seculorum. Somos unos condenados a muerte que en los ocios del cautiverio confeccionamos primorosamente, y sin que nadie nos lo exija, las mismas sogas que más tarde nos ahorcarán.

Se pierde, con todo esto, el elemento sorpresa, tan útil en el éxito de sanas revoluciones que ayudan a esquivar los dañinos comportamientos gregarios y aborregados que, a la vez, tanto convienen a los poderosos; a los titiriteros del mundo.  Es increíble el nivel de docilidad al que estamos dispuestos a llegar por el simple exhibicionismo vanidoso de nuestras pequeñas conquistas diarias (este blog puede ser el ejemplo que encabece todo). Y pensar que, como escribió hace poco a un usuario de alguna red social sobre esa misma red y sobre todas las otras redes sociales: “todos escriben, nadie lee”. Nadie, excepto los plutócratas y sus secuaces. Qué suerte la que han tenido. Ni al mismísimo Gran Hermano le quedó tan fácil.

viernes, 28 de octubre de 2011

UN PERRO ANDALUZ

“Que entre el Diablo y escoja”      Proverbio

Acabo de tener un sueño. Trataré de recordarlo: me encontraba afilando una navaja barbera, de esas que se usaban antes.  De pronto, vi a una mujer en trance de votar (por alguna razón yo tenía acceso a su cubículo de votación). Ya había marcado el tarjetón y, a pesar de que yo no podía saber qué candidato había marcado, su escogencia me causaba una profunda repulsión. Me fui detrás de ella con la navaja en la mano derecha, la inmovilicé pasándole mi brazo izquierdo alrededor el cuello, levanté la mano derecha a la altura de sus ojos, pero en lugar de navaja ahora tenía unos lentes.  Se los puse. Luego  bajé la mano -que repentinamente tenía otra vez la navaja- y con rápidos movimientos de muñeca descuarticé el tarjetón.  Le di otro. La mujer marcó una casilla diferente a la anterior, sin embargo yo no podía reconocer al nuevo candidato seleccionado a pesar de estar mirándolo. Entonces, todo se oscureció.

Aparecí luego en una especie de prostíbulo de algún paraje rural.  Había un gran patrón que daba órdenes a todo el mundo; montaba a caballo, usaba gafas ovaladas y sombrero aguadeño; tenía una camándula en la mano izquierda y una especie de fuete en la derecha. Mientras vociferaba a diestra y siniestra, llegó un jovencito que parecía en plena pubertad (a pesar de su abundante barba -canosa, además- y su considerable altura) y le entregó un girasol al patrón. “Toma abuelo”, le dijo. Era un girasol repugnante: de él emanaba un olor nauseabundo, su centro era del color de las heces y, en lugar de pétalos, tenía una corona de monedas  muy gastadas. El patrón lo asió entre sus dedos, lo examinó atentamente, lo arrojó al suelo y lo pisoteó con el caballo. “Ya no te sirven estas tonterías conmigo” rugió. A renglón seguido reveló “No eres mi verdadero nieto: yo te compré”. Y sentenció: “no te alcanzará la vida para pagarme”. “Pero si sólo son cuatro años”, balbuceó el jovencito.

De repente estaba otra vez en el cubículo de votación.  La mujer me miró asustada.  Antes de que pudiera decirle cualquier cosa, rompió ella misma el tarjetón recién marcado y tomó otro. También lo marcó, pero yo tampoco supe la identidad del seleccionado a pesar de estarlo viendo. Todo se oscureció nuevamente, pero esta vez pude ver sobre el fondo negro una leyenda igual a aquellas que presentaban los diálogos en los tiempos del cine mudo: “16 años antes”, decía. Todo se fue aclarando y, entonces, vi a una especie de bufón que sostenía entre sus brazos a una bebé cuyo tabique nasal portaba unas enormes gafas, casi tan grandes como ella. El bufón abrió un baúl y sacó del fondo ¡el mismo girasol!, el del prostíbulo. La bebé lo asió con sus deditos y lo arrojó al suelo. El contenido del girasol se desparramó y un olor nauseabundo invadió el salón (era una especie de aula de clases; tal vez de una guardería).

Inmediatamente entraron unos indígenas (uno de ellos, el más obsequioso de todos, se llamaba Asi) y limpiaron todo. Tuvieron que hacerlo muy rápido porque era evidente, tanto el desprecio que sentía la bebé por ellos, como la indiferencia del bufón.  Una vez se hubieron marchado los indígenas, bufón y bebé empezaron a discutir: se hacían berrinches el uno al otro queriendo imponer cada uno su voluntad. Cuando uno de los dos lo lograba, inmediatamente cambiaba de opinión. Y arrancaba otro berrinche. Salí como pude, casi arrastrándome, por una especie de puerta falsa muy bajita que tenía un rótulo: “No todo vale”, decía. Y desemboqué nuevamente en el puesto de votación.

Esta vez la mujer ni me miró; quemó el tarjetón y tomó otro.  Nuevamente marcó un candidato al que no pude identificar a pesar de estar mirándolo en el papel. Previsiblemente todo volvió a oscurecerse. Otra leyenda de las épocas del cine mudo apareció sobre el fondo negro: “4 años después”, decía.  Aunque todo seguía muy oscuro, pude ver un par de lúgubres sombras que caminaban.  Yo las seguía. Estábamos en una especie de monasterio -cuyo hedor a carne descompuesta era insoportable-, y a medida que atravesábamos la nave central podían verse, entre las tinieblas, decenas de aposentos a lado y lado.  A la izquierda, en uno de ellos, se quemaba un grupo de juristas; en otro, a la derecha, miles de mujeres morían mientras daban a luz horrorosos engendros. 

Seguíamos avanzando.  A la izquierda dos ladrones llamados Iván y Samuel (por algún motivo yo conocía sus nombres) lanzaban imprecaciones a la sombra que caminaba por la izquierda, a la par que le reclamaban: “Tú eres de los nuestros, ¿por qué nos abandonas?”; estaban encadenados, sus torsos eran de color moreno, rojas sus caras, blancos sus cuellos; a la derecha, en otro recinto, se podrían en oscuras mazmorras cientos de segregados que no pensaban igual a la otra sombra, la que caminaba por la derecha.  Sólo le suplicaban que los dejara vivir.  La sombra los ignoraba olímpicamente.

Finalmente llegamos a una especie de confesionario. La sombra de la derecha (de una de cuyas manos pendía un rosario) se dirigió a la sombra de la izquierda: “Hemos llegado Mefistófeles, ¿qué es lo que quieres?”, inquirió. La sombra de la izquierda se pronunció: “vine por lo que me prometiste”. “Ya te lo di” dictaminó la sombra de la derecha.  “Además –agregó- te quedó la Alcaldía: si hubieses actuado honradamente, al no darme tu voto aquella vez, nunca te habrían elegido a ti: ya sabes cómo es este pueblo ignorante: masoquista y estúpido”.  Súbitamente, unos demonios alados me sacaron del lugar y me depositaron en el puesto de votación. La mujer se había suicidado. Fue en ese momento que me desperté sobresaltado.  Lo primero que pensé me angustió: tal vez le había dado a la mujer unas gafas con la fórmula equivocada, y por eso hacía elecciones tan malas. Pobre, qué mala suerte tuvo.

Ahora amanece y me voy a la ventana a contemplar la alborada. Pero en lugar de de un alba luminosa, se ciernen en el cielo bogotano negros nubarrones y empieza a caer una lluvia triste sobre las destruidas calles, en cuyas esquinas acechan peligrosos delincuentes. “Qué surreal todo”, murmuré con la voz aún amodorrada. “¿El sueño que tuviste?”, me interrogó una intuitiva voz detrás de mí. “No, el sueño fue lo coherente –contesté-, lo surreal es esto, la vida real: ni a Buñuel atorugado de LSD se le hubiera ocurrido que los punteros en las encuestas a la Alcaldía de Bogotá fueran los que hoy las lideran”.  Es el domingo de elecciones.  No saldré de mi casa.

sábado, 22 de octubre de 2011

EL MALESTAR EN LA CULTURA

“El fin justifica los medios”
Frase atribuida a Nicolás Maquiavelo

A siete días de cumplirse el primer aniversario de la misteriosa muerte de Luis Colmenares, estudiante de la Universidad de los Andes, las nuevas investigaciones desestiman la hipótesis inicial del accidente como causa de su muerte y, en cambio, develan una truculenta historia con crimen pasional de por medio. Al parecer el muchacho era un estorbo para las pretensiones amorosas de alguien más. Y por eso lo mataron. Si bien las investigaciones continúan, y en ella están implicados otros estudiantes de la prestigiosa universidad, el mecanismo mental que llevó a este crimen no es privativo de precoces asesinos en furiosos éxtasis hormonales: ladrones de cuello blanco, atracadores de poca monta, jaladores de carros, extorsionistas, y una larga lista adicional de criminales, que pululan en algunas de nuestras sociedades modernas, andan por ahí satisfaciendo sus pulsiones más primitivas sin el menor asomo de represión: agreden a cualquiera por cualquier motivo o toman lo que quieren cuando les apetece, transgrediendo así el contrato social que, como seres humanos, nos exige la cultura para posibilitar una convivencia razonable.

Echemos una ojeada a los antecedentes inmediatos aquí en Colombia: los hijitos ricos de un acaudalado exministro defraudan al erario público en una cifra de 10 dígitos, y lo hacen en complicidad con los otros hijitos ricos de una poderosa gamonal de la política, ella misma hija de un expresidente de la República; un influyente ministro del gabinete ofrece dádivas millonarias a adinerados latifundistas a cambio de contribuciones pecuniarias a su futura campaña política; un magnate del cooperativismo saquea su propio sector para enriquecerse ilícitamente; decenas de capos del narcotráfico y cientos de traquetos evaporan a punta de bala a quien se interponga en sus caminos; miles de guerrilleros y paramilitares despojan a humildes campesinos, que a la postre resultan desplazados hacia las grandes urbes; decenas de miles de ciudadanos comunes y corrientes no tienen mayores problemas en apuñalar a indefensos transeúntes para robarles el teléfono celular…

No vemos mucho malestar en la cultura, concepto que el gran padre del psicoanálisis, el médico vienés Sigmund Freud, definió como el precio que debe pagar el hombre, a través de la represión de sus pulsiones más primarias, para poder vivir en sociedad; para que el impulso del Eros domine a su destructiva antítesis, aquella que lleva a la agresión entre los hombres. No lo vemos. Sigamos con Colombia: aquí un grueso número de la población (no cometeré la demagógica hipocresía de afirmar que la mayoría de colombianos son gente buena) opta por la vida fácil: no es sino oír los fragmentos de conversaciones que reptan hacia nosotros mientras caminamos por lugares públicos; o ver las posiciones gangsteriles de cuerpos en trance de conjurar; o –en algunos casos- simplemente ver ciertas caras.

Pocos reprimen el deseo de conseguir dinero a costa de contravenir el acuerdo comunitario que nos impide matarnos los unos a los otros. Y aunque en Freud el componente reprimido es, por excelencia, el sexual, no parece desatinado pensar que todos los objetivos económicos perseguidos por esos innúmeros delincuentes desemboquen precisamente en un gran objetivo: la dominación sexual: el pavoneo en enormes camionetas, la ostentación de lujosas viviendas, la exhibición en exclusivos restaurantes y clubes nocturnos  -logrados todos gracias a esos dineros fáciles- no son otra cosa que una estrategia sexual darwiniana.

Otros, mientras tanto, para poder escapar de la neurosis que produce el malestar en la cultura, acuden a válvulas de escape. Una de ellas es la religión, esa dimensión que, según Freud, está alimentada en gran parte por la nostalgia paterna: nos damos cuenta de que, contrario a lo que pensábamos en la primera infancia, nuestro padre biológico no es omnipotente, y por lo tanto debemos buscar un sustituto: uno que sí lo sea, y que, por ende, nos solucione todo: Dios. Eso dice Freud.  Y yo supongo que, como padre que es (Dios) nos somete a su autoridad y aprobación, pero también nos permite (o eso suponemos) gozar de todas las prerrogativas de hijos. ¿O es que acaso toda esa concepción de Dios mafioso -tan común en nuestras cabecitas- de dónde creemos que sale? Por poner un ejemplo: cuando alguna situación, aún en injusto detrimento de otro, nos sale mejor de lo esperado: “es que mi Dios me quiere mucho”. ¿No habíamos quedado en que, en la imperante concepción judeo-cristiana del país, Dios era infinitamente justo? Y así, exactamente igual, es en miles de aspectos de nuestra vida diaria: trascendentales, como el destino ulterior de nuestro ser; angustiosos, como la cura de una enfermedad; fútiles; como el triunfo del equipo de fútbol preferido; mezquinos, como la favorabilidad en la escogencia de un puesto de trabajo…

Algunos de los anteriores casos son inocuos y, de hecho, incluso necesarios para sobrellevar una vida de la que no sabemos absolutamente nada.  Pero otros son dañinos, y dan al traste con el pacto que nos haría aún más llevadera esa misma vida. Sobre todo aquellos casos protagonizados por los desadaptados de los que hablábamos antes que, más que como válvula de escape, aprovechan el poder que ejerce la religión para someterla a un vasallaje destinado a satisfacer sus oscuros intereses.

Es probable que los desadaptados se amparen en el hecho de que la religión ha sido, generalmente, inculcada en los estadios más tempranos –y plásticos- del cerebro y, por lo tanto, está implantada en la psiquis más profundamente que otros aspectos claves para la convivencia actual, como, digamos, la legalidad. (Y aquí volvemos a Dios, el padre censor pero alcahueta; el que perdonará todas las fallas a cambio de vanidosos sobornos en forma de alabanzas a su persona, o de donaciones monetarias a sus ministros o instituciones terrenales).

La religión, entonces, es un invento que tal vez haya quedado obsoleto: probablemente pudo servir como mecanismo de control de las comunidades primitivas, pero ahora ha degenerado en una suerte de trinchera contra los proyectiles de la ética, quizá, esa sí, el invento más adecuado para los tiempos que corren. Todos conocemos, por ejemplo, la peligrosa sentencia del catolicismo según la cual basta con arrepentirse en el último suspiro para ser perdonado de una abyecta vida de fechorías. “El que peca y reza, empata” dice, por otra parte, un irresponsable proverbio que serviría de epígrafe de la vida de muchos (o de epitafio).  (Parece obvio que, con desadaptados o sin ellos, de todos modos se necesitan otras válvulas de escape, y en esa línea Freud nos deja esta reflexión de Goethe: "Quien posee Ciencia y Arte también tiene Religión; quien no posee una ni otra, ¡tenga Religión!")

En conclusión, estamos rodeados de codiciosos bribones, muchas veces resguardados en parodias de religión, y quienes tal vez incluso piensen que no hacen nada malo; que el perjuicio que puedan ocasionar a otros, con sus miserables actos, está plenamente justificado por la obtención de un fin, no importa lo frívolo que éste sea, ni lo calamitoso que resulte ser para otros; que pretenden saciar desaforadamente sus instintos más elementales, abusando de los preceptos de una sociedad de la que se favorecen.

Hay, entonces, una trágica paradoja: supuestamente la ecuación freudiana no debe fallar: menos represión resulta en menos cultura (en menos civilización).  Es por eso que esto, Colombia, se parece más a una selva que a un país. Y aquí viene la paradoja, porque entonces perdemos todos: destinados a vivir reprimidos, pero en medio del caos (¡vaya malestar!). Todos menos ellos, los malandrines, porque… ¿malestar en la cultura? ¡Por favor! No vivió Freud para ver a estos especímenes que explotan los beneficios protectores de la cultura sin experimentar ninguna clase de malestar.

sábado, 15 de octubre de 2011

CUATRO MESES, TRES SEMANAS Y DOS DÍAS

“Nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda” Martin Luther King

Cuatro meses, tres semanas y dos días, aparte de ser el título de la película de Cristian Mungiu ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes de 2007, es el tiempo que duró el embarazo de la protagonista de la cinta, finalmente interrumpido por un aborto inducido. La historia se desarrolla en la Rumania de Nicolae Ceausescu, escenario del represivo régimen que, entre otros innumerables atropellos, penalizaba cualquier tipo de aborto y consideraba a  los embriones humanos como propiedad del Estado.  La protagonista, por tanto, se vio obligada a practicarse un procedimiento clandestino en condiciones sumamente sórdidas y peligrosas, lo que representó enorme riesgo para su vida a manos de chapuceros curanderos del bajo mundo, que en ese tipo de legislaciones opresivas usurpan la misión de facultativos competentes.

Si bien no estamos en la Rumania dictatorial de Ceausesco, sí lo estamos en la Colombia medieval de Ordóñez, adorable herencia oscurantista de Álvaro Uribe. En el mejor espíritu del nacionalcatolicismo de la Falange española, el cancerígeno  gobierno anterior mezcló Estado con religión y se dedicó a intentar retrocedernos a tiempos de la hegemonía conservadora de principios del siglo XX en Colombia, cuando las decisiones del pueblo eran coaccionadas por un poder clerical malsanamente afincado en la anterior constitución.  Extraído el uribesco tumor, ha quedado por lo menos una inquietante metástasis en el Ministerio Público, origen del esperpento de reforma constitucional que pretendía una supuesta defensa a ultranza de la vida “desde su concepción hasta la muerte natural”

Uno de los puntos de la reforma (que fue presentada en el Congreso por ese dechado de civilización que es el Partido Conservador) contemplaba extirpar el derecho a morir dignamente. De haber sido aprobada la reforma, y con los vertiginosos avances de la ciencia, los conservadores habrían dejado obsoleta la ficción que en delirante proeza imaginativa se le ocurrió a H. Bustos Domecq –seudónimo de los bromistas Borges y Casares- en su cuento Los Inmortales: en el cuento, Bustos visita un pabellón hospitalario que alberga los desechos humanos en que se han convertido las otrora personas, a fuerza de reemplazarles por sustitutos plásticos o inoxidables los órganos que han ido malográndoseles.  Espeluznante. Por eso ante el posible panorama de ser convertido en un cubo de fórmica que respira (en el aterrador caso haber sido aprobada la reforma), sólo habría tenido, como Bustos, la única opción de salir corriendo, mudarme de país y escribir estas líneas ataviado con una barba postiza.

Otro de los puntos que tocaba la reforma era el de la manipulación genética: cualquier experimento con células madre o similar, no importa que estuviese destinado a mejorar la calidad de vida -o incluso a salvarla para ser vivida en forma digna-, quedaría también penalizado (curioso que no noten el monumental contrasentido).  En ese orden de ideas, y tal como se lo oí expresar por radio a uno de los congresistas opositores a la reforma, el eminente gineco-obstetra colombiano Elkin Lucena quedaría convertido automáticamente en genocida, habida cuenta de sus admirados desarrollos en el campo de la fertilización in vitro

Por cuenta de los místicos gurús de la godarria terminaría, entonces, satanizado un científico que dio felicidad a miles de hogares de esposos impedidos para tener hijos, y que incluso se la dio también a esos mismos hijos, criados en un sano ambiente de aceptación. En contraste, y por cuenta del tercer punto que se tocaba en la reforma (la penalización del aborto) existen hoy en día millones de seres humanos criados en los semilleros de violencia que son esos otros hogares en los que la llegada de algunos de sus hijos no son otra cosa que un incordio.  Las víctimas en ese caso son todos: desde los padres que ven cambiadas sustancialmente sus vidas con una novedad inesperada y aborrecida, hasta los seres humanos que encarnan esa novedad, y que tendrán que enfrentar un mundo inhóspito, enmarcado en el triste escenario de ser rechazados desde el seno de su propio hogar.

En adición a lo anterior, la ciencia ha comprobado que la primera actividad nerviosa del embrión se da en el tálamo sólo a partir del segundo mes de gestación. Antes de ese momento al embrión únicamente se le puede considerar como un ser humano en potencia.  Es por esto que hasta el segundo mes no sería descabellado permitir el aborto como una libre decisión de la mujer, en su calidad de dueña y soberana de su propio cuerpo. Supongo que me podrán tildar de excesivo libertarismo, pero en este caso, y desde el punto de vista de la justicia, es preferible esta posición que otra basada en la decisión de un tercero.

Con todo, los promotores de la reforma fueron más allá: no contentos con el hecho de que la constitución impide que las mujeres decidan libremente qué es lo mejor para sus vidas, pretendían obstaculizar la posibilidad de que pudiesen interrumpir el proceso de embarazo aún en los tres casos de excepción legalmente vigentes: riesgo de la vida de la madre (sin comentarios, dado lo absurdo de la pretensión: es simple instinto de conservación), malformación del feto (aunque nadie ha dicho que deba ser una obligación abortar en ese caso), y violación.

Para deslegitimar este último caso, ese paladín de la tolerancia que es Enrique Gómez Hurtado expuso unos argumentos rayanos en la estupidez, y cuya eventual jurisprudencia debía tener frotándose las manos a las compañías aseguradoras: “cualquiera puede decir que fue violada, eso es imposible de comprobar” afirmó el brillante jurista sin que le temblara una sola cana.  Similar argumento había esgrimido años antes cuando, haciendo gala de su ejemplar apertura mental, se oponía con similar ferocidad a la igualdad de derechos de las parejas del mismo sexo: alegaba que dos desconocidos podían ponerse de acuerdo, decir que eran pareja homosexual y disfrutar de los beneficios de ley; astuto movimiento que, por razones misteriosas que Gómez omite explicar, estaría fuera del alcance de las parejas heterosexuales. A la luz del espíritu de todas esas declaraciones los pagadores de las compañías aseguradoras podrían negarse a desembolsar los resarcimientos, arguyendo que cualquiera puede decir que lo robaron, que eso no se puede probar; como si en uno y otro caso no existieran entes especializados que a partir del acervo probatorio se pronunciaran al respecto.

En la misma línea, aprovechando la tormenta mediática que por estos días dejó la muerte de Steve Jobs, algunos se han rasgado las vestiduras asegurando que habríamos perdido a un genio de tamaña estatura si la madre de Jobs –que lo dio en adopción al nacer- hubiese decidido abortar ese embarazo a todas luces no deseado.  Muy cierto.  Pero igualmente podríamos especular que la madre de Hitler habría podido hacer lo propio con un hijo que, si tenemos en cuenta los maltratos y abusos a los que lo sometía el padre, tampoco era la ilusión de ese hogar. Como consecuencia de todo lo anterior, de pronto los más pudientes no tendrían hoy sus hermosos IPods, pero tal vez se hubiesen salvado 80 millones de vidas inocentes perdidas en la Segunda Guerra Mundial.

El caso es que el proyecto de reforma, para fortuna de todos, se hundió como un ladrillo en el agua. Los derrotados, sin embargo, ya amenazaron con recurrir a métodos oclocráticos para lograr su cometido: por medio de sofismas y eufemismos aspiran a convencer a las ignorantes muchedumbres de refrendar la reforma por medio de un referendo. Invocarán, por supuesto, a Dios y a la Virgen, y demonizarán a sus contradictores tildándolos de asesinos y emisarios de Satanás. Dios: siempre Dios metido en estas profanas peloteras.

No deja de ser curioso, sin embargo, que estos padres de la patria, estos hijos de Dios, compartan ideas con Ceausescu quien, como vimos arriba, también prohibía el aborto en todas sus formas, mientras perpetraba en Rumania uno de los genocidios más espantosos del siglo XX. Y sus víctimas no eran precisamente seres humanos en potencia, sino auténticas personas de carne y hueso, que tenían hijos, padres, hermanos, tíos, primos, amigos, etc… Pero, bueno, sí: otra vez Dios: Dios los cría y ellos se juntan, como dice el refrán.

viernes, 7 de octubre de 2011

LA REALIDAD MANIPULADA


Les dejo este artículo de García Márquez que encontré buscando información relacionada con un tema que tenía en mente (los relativismos del placer).  Tratándose de quien se trata, y debido a que con absoluta seguridad él lo dice mejor que yo, hago una excepción y cedo el espacio. Es un tema bastante interesante, así que espero que lo disfruten.

Hace algunos años, con motivo de alguna celebración menor, recibí en mi casa de México a un grupo de mis amigos más cercanos. Conforme pasaba aquella noche diáfana de agosto, la casa se fue llenando de amigos ya no tan cercanos. Fue lo más parecido a una pesadilla malthusiana: la gente se iba multiplicando en progresión geométrica, mientras que yo sólo podía proveer viandas y licores en la progresión aritmética que había calculado. Sabía que tarde o temprano ocurriría lo que finalmente ocurrió, y que en ese tipo de celebraciones termina por ser catastrófico: se acabaron las seis botellas de whisky de 12 años que yo, con holgura de guajiro, había destinado para atender a las tres parejas originalmente invitadas.

No tuve más remedio: mientras alguien salía de urgencia a apoderarse de cuanta botella de whisky disponible encontrara a tres kilómetros a la redonda, yo tuve la providencial idea de reenvasar en una botella vacía de whisky de 60 años, que guardaba como recuerdo muy especial, otra de un whisky de toreros que me habían regalado una mala noche de tragos en un remoto caserío de Paramaribo. Fue asombroso: instantes más tarde los invitados hacían fila india para, después de apurar un primer trago bastante generoso, recibir una segunda ración de aquel matarratas caribeño que en cuestión de minutos amenazaba con agotarse.
El hecho fue una confirmación inapelable del deslumbramiento que me produjo una conferencia a la que asistí hace muchos más años en Oslo. El conferencista, con el propósito de atrapar desde el principio a la audiencia, dio inicio a su disertación con una irresistible historia que yo desconocía. Durante la Segunda Guerra Mundial, Hermann Goering, mano derecha y gran admirador de Hitler, se obsesionó con hacerse con una obra del pintor Johannes Vermeer -Hitler tenía dos Vermeer en su colección privada-; pero, por más que lo intentó, nunca logró robarla o comprarla durante sus infames correrías por la Europa devastada.  Finalmente, dio en Amsterdam con un marchante de arte holandés, Han Van Meegeren, quien le vendió la pintura de sus sueños por lo que hoy serían diez millones de dólares.
Cuando acabó la guerra,  Van Meegeren fue juzgado por traición a la patria: le había vendido una obra protegida a un nazi.  Sin embargo, Van Meegeren se defendió diciendo que él nunca había vendido tal obra.  Y era cierto: en realidad había vendido una falsificación pintada por él mismo con sus propias manos, tan perfecta que al propio Vermeer le habría costado trabajo negar que fuera obra suya. Van Meegeren fue absuelto, condenado por un delito menor de falsificación y, gracias al engaño, considerado héroe nacional en Holanda hasta el día de su muerte.
Todo el asunto va a que Goering se enteró del fraude cuando era juzgado en Nuremberg. Cuenta su biógrafo que, al recibir la noticia, el feroz nazi se transfiguró y cayó abatido sobre una silla, como comprendiendo por primera vez  en su vida cuánta maldad había en el mundo: habían abusado de su candidez, vendiéndole una falsificación. Con todo, lo único malo que tenía la pintura era que no había sido obra de Vermeer. Por lo demás era idéntica a la original, lo que, de acuerdo al psicólogo conferencista de aquella tarde, demuestra un hecho aparentemente incuestionable: los humanos somos escencialistas; nos gustan las cosas, no por lo que son en sí mismas, sino por la historia particular que cada una de ellas tendría para contar si por artes de encantamiento se convirtieran en seres humanos.
Pero ahí no acabó todo. Van Meegeren, durante el juicio que se le llevó, confesó otras espléndidas falsificaciones que había realizado con igual o mejor calidad, entre ellas la famosísima La Cena de Emmaús, considerada el mejor trabajo de Vermeer, y por la cual miles de turistas visitaban cada año el museo donde se exhibía. Develada la farsa, la obra fue retirada y su valor se hundió en el insondable océano de las baratijas del mundo. Todo por el simple hecho de tener un origen diferente del que antes se pensaba.

Así somos. Hay cientos de cosas o experiencias que tenemos por bellas o placenteras, pero que percibimos como mucho más bellas o placenteras si podemos asociarles una característica única o una historia particular.  Desde hace años viene en aumento un floreciente mercado de los objetos más inverosímiles que, contra los más elementales dictados de la cordura, se venden a precios exorbitantes: el puñal con que le cortaron los testículos a Rasputín, los zapatos que usó Judy Garland en el rodaje de El Mago de Oz, astillas de madera de la cruz de Cristo, y toda una colección de fruslerías inconcebibibles que, de no conocer yo personalmente a muchos de esos excéntricos compradores, daría por sentado que están completamente locos.

Cuando estuve en España bajo la servidumbre implacable de la escritura de una novela, lo único capaz de sacarme de la conduerma a que me sometían sin tregua las exasperantes vidas propias de los personajes fue la historia improbable de una mujer aquejada con el Síndrome de Capgras, aterradora enfermedad mental que consiste en creer que la persona amada ha sido sustituida por un doble perfecto. La mayoría de los afectados sufren la más pavorosa pesadilla que podría sucederle a ser humano alguno. Esta mujer, sin embargo, antes de padecer el trastorno vivía un resignado matrimonio infeliz: se quejaba del pobre desempeño sexual y de la escasa dotación masculina de su esposo. Fue después, durante los delirios paranoicos que se sucedieron, cuando agradeció al cielo la usurpación de su marido a expensas de un doble suyo “rico, viril, apuesto y aristocrático”. Y era el mismo hombre.

Mi propia vida, por supuesto, no es ajena a este tipo de de prodigios supersticiosos. Cuando escribí el primer tomo de mis memorias, estaba al mismo tiempo embarcado en la aventura de la revista Cambio Colombia. Con el fin de aumentar el número de suscripciones, la dirección de la revista diseñó una estrategia consistente en regalar a los nuevos suscriptores un ejemplar de Vivir para Contarla autografiado por mí.  Las ventas subieron como espuma, a pesar de que yo nunca tuve contacto con ninguno de los libros obsequiados. La explicación es fácil: Mauricio Vargas, entonces director de la revista, volaba regularmente a México, y en cada viaje me traía unas abrumadoras resmas de papel que yo debía firmar en jornadas de galeote. Una vez firmadas, Mauricio las retornaba a Colombia y eran anexadas a los libros.

Los nuevos suscriptores se jactaban después, ante sus perplejas amistades, de los libros rubricados con mi autógrafo genuino, sin saber que el único contacto que yo había tenido con esos anónimos ejemplares era el efímero roce de mis dedos con las hojas de papel firmadas que más tarde se les adjuntaron.  Entre los muchos ilusos que compraron la suscripción, estaba mi incógnito amigo de Barranquilla Samuel Rosales Ucrós, quien, dicho sea de paso, inventó de cabo a rabo desde la primera hasta la última frase de este artículo, con el único fin de que ustedes disfrutaran leyendo el que seguramente consideran el mejor de todos cuántos  ha publicado, por el mero hecho de creer que era mío.